Rafael/III
III
El pueblo de Aix, en Saboya, lleno del vapor, el rumor y el olor de los arroyos de sus aguas calientes y sulfurosas, está asentada por gradas en un ancho y rápido ribazo de viñas, prados y huertos. Una larga avenida de álamos secularas semejante a esas calles de tejos, de Turquía, que se pierden de vista y conducen a los lugares donde hay tumbas, une la población al lago. A derecha e izquierda de este camino, las praderas y los campos, frecuentemente cruzados por los lechos pedregosos, y a menudo secos, de los torrentes de las montañas, reciben sombra de gigantescas nogales, de cuyas ramas, las parras, robustas como hanas de América, suspenden sus pámpanos y sus racimos. A lo lejos se vislumbra, bajo las parras y los nogales, el lago azul, que centellea o palidece, según las nubes y las horas del día.
Cuando yo llegué a Aix, ya había partido la gente. Los hoteles y los salones en que durante el verano se apiñan los extranjeros y los ociosos estaban cerrados. No quedaban más que algunos pobres enfermos sentados al sol en el umbral de los hospedajes más pobres, y algunos desahuciados que en las horas cálidas del centro del día arrastraban su paso desfallecido sobre las hojas secas caídas, por la noche, de los álamos.