Radio-discurso de Indalecio Prieto prediciendo la victoria republicana por su abrumadora superioridad de medios

“A los pocos días de haber estallado la sublevación, que dura ya tres semanas vencidas, me acerqué yo a este mismo micrófono a proclamar mi optimismo respecto al resultado definitivo de esta lucha fratricida que ensangrienta España.

En aquel instante mi optimismo se basaba, principalmente, en presunciones; hoy vengo a ratificarlo, pero ya asentado en hechos.

Recordareis quienes me oísteis en aquella noche y formáis también en la de hoy este auditorio invisible, que entre los hechos que vaticiné figuraba para el día siguiente la rendición de la guarnición rebelde de Albacete. La presunción mía quedó exactamente cumplida. Al día siguiente, Albacete dejó de ser un núcleo rebelde y las columnas de republicanos y socialistas levantinos, procedentes unas de Alicante y otras de Murcia, que liberaron Albacete, pudieron, luego de su descanso triunfal, ir a engrosar las columnas que marchaban hacia el Sur, en busca de la liberación de nuevas ciudades.

Digo que en los hechos se confirma el optimismo, que vuelvo a proclamar hoy, porque es indiscutible que, en las tres semanas transcurridas. el enemigo no ha conseguido una sola victoria, no ha obtenido un solo triunfo, no ha logrado un solo hecho. Puede decirse que el panorama es la generalización de lo que acaba de referirnos Belarmino Tomás, por lo que respecta a Oviedo.

Las guarniciones sublevadas siguen encerradas en las ciudades en que iniciaron la sublevación. No han extendido su radio de dominio, de dominación y, por lo que respecta a Madrid, objetivo principal— no era ciertamente ningún mérito sospecharlo—, objetivo principal de los rebeldes, acabo de leer en un periódico extranjero unas declaraciones hechas por el general Mola, en las cuales registra como una decepción el hecho de no haber caído Madrid en poder de los sublevados el día 28 de Julio, fecha que los directores de la sublevación señalaron, a lo visto, para la conquista de la capital de la República, luego de haberse disipado los efectos fulminantes únicos sostenidos por ellos, que llevaban consigo la sorpresa de la subversión.

Y el tiempo, a medida que corre, es un factor favorable a la República, favorable al Gobierno que la representa, favorable en síntesis a la legalidad republicana, contra la cual se ha alzado parte del ejército y que defienden con heroísmo, con bravura, que habrá de saber registrar la Historia, grandes muchedumbres populares.

Y el tiempo es un factor que favorece nuestra causa, la causa de todos los demócratas, la causa de todos los hombres que somos enemigos de la reacción, porque él consiente a las instituciones legales ir organizando, encuadrando el entusiasmo popular, que en los primeros momentos de la lucha tuvo por única característica el ímpetu, el entusiasmo ardoroso, pero que necesita para una lucha que sigue manteniéndose, aquella organización esencial para que su labor dé un rendimiento más eficaz.

Extensa es la rebelión militar. Inútiles los disimulos en cuanto a esa extensión; pero es evidente— de las mismas declaraciones del general Mola se deduce— que han producido el tremendo error de suponer que les bastaban simplemente dos o tres días para instaurar ese régimen autoritario, ciertamente indefinido, del cual no conocemos siquiera las líneas generales, pero que sabemos lo que podría ser, si llegara a triunfar, toda la estela sangrienta, ignominiosa, vergonzosa para todos los españoles, que han dejado a su paso las columnas y los destacamentos de las fuerzas sublevadas.

Permite al Gobierno, el tiempo, la organización de las fuerzas populares que en sustitución de las del ejercito que está en subversión han de constituir el pilar defensivo de la República, como están siéndolo ya.

Pero, además, en estas palabras mías, que quiero dejar desprovistas de acentos de pasión y que han de ser, si las emociones responden a mi propósito, profundamente reflexivas, pero además, repito, ya es viejo el concepto de que una guerra la gana aquella de las partes en lucha que disponga de más medios para la resistencia.

Una guerra no es simplemente heroísmo. Una guerra no es simplemente valentía. Una guerra, en suma, no se resuelve por la superioridad exclusiva del factor humano. Una guerra es infinitamente más que eso. Una guerra son medios de resistencia. Nos lo han enseñado muchísimas contiendas bélicas; pero si quisiéramos buscar el ejemplo más reciente y más magno, lo encontraríamos en la guerra europea.

No veáis en esta cita de aquella contienda, de cuyas conturbaciones no ha podido curarse todavía el mundo civilizado, afanes hiperbólicos de mi parte; pero pensad conmigo que la contienda de la cual estamos siendo actores en el suelo ensangrentado de nuestra patria, no es un simple motín, es una guerra con todo el terrible acento que la palabra lleva. Es una guerra, y más que una guerra, es una guerra civil, es una guerra entre compatriotas, es una guerra entre hermanos. Pues como una guerra hay que tratarla, como una guerra hay que considerarla, como una guerra hay que examinarla. Y ese es el examen que con la concisión a que me obligan las circunstancias en que hablo y el imperio del tiempo voy a examinar.

¿De quién pueden estar las mayores posibilidades de triunfo en una guerra? De quien tenga más medios, de quien disponga de más elementos. Ello es evidentísimo; pues bien, entonces tal lo es la sublevación militar que estamos combatiendo; los medios de que dispone son inferiorísimos a los medios del Estado español, a los medios del Gobierno, y la guerra, cual dijo Napoleón, se gana principalmente a base de dinero, dinero y dinero.

La superioridad financiera del Estado, del Gobierno de la República, es evidente. Yo he hecho recientemente, días atrás, bajo mi firma, esta consideración, que repito ante el micrófono, convencido de que su divulgación es mucho mayor por este medio que la que alcanzaran mis líneas escritas. Doy por cierto todos los auxilios financieros que se dicen prestados a los elementos que han organizado la subversión y aun dándolos por ciertos, yo no puedo pasar de reconocer este hecho, a saber: que esos medios han podido ser suficientes para preparar la sublevación, para iniciarla, para desencadenarla, pero que esos medios son notoriamente insuficientes para sostenerla. Podía juntarse todo el alto capitalismo español en la voluntad suicida de ayudar la sublevación; y todos los elementos financieros de que el capitalismo pueda disponer libremente en estos instantes son escasísimos, ante los muy dilatados del Estado.

Porque para auxiliar una sublevación ya en armas se necesita eso que dijo Napoleón: dinero. De nada sirven cualesquiera otros signos de riqueza en estos instantes ¿Es que el capitalista puede enajenar sus participaciones en las grandes empresas industriales para traducir esas participaciones en dinero y entregarlo al director de la rebelión? ¿Es que pueden enajenar sus minas o vender sus fábricas o ceder sus talleres? ¿Dónde están los compradores de todas esas fuentes de riqueza en estas circunstancias tan angustiosamente dramáticas?

No existen; no hay comprador posible.

Pues bien, no habiendo compradores, no habiendo manera de ceder esos bienes y traducirlos en dinero que pueda invertirse en el mantenimiento de la sublevación, los recursos en auxilio de la rebelión que podrían seguir prestando los elementos capitalistas a los subversivos son escasos, nimios, insignificantes ante los recursos del Estado.

Porque no olvidéis, españoles que me estáis escuchando, que en estos momentos, y como una consecuencia fatal e indeclinable de esta sublevación insensata, que nuestro signo monetario ha perdido todo su prestigio, ha perdido todo su valor en el extranjero.

La peseta ni tiene ya cotización más allá de nuestras fronteras. Sirve para nuestras transacciones interiores; no tocamos aún, lo tocaremos desgraciadamente, el efecto del desmoronamiento de nuestro crédito.

Pero fuera de España, los españoles que quieran hacer transacciones, han de hacerlas con moneda extranjera, con francos franceses, con francos suizos, con dólares, con libras esterlinas; es decir, con signos monetarios que representan oro.

No hay más moneda para el español, perdido el crédito público y privado en el extranjero, que la moneda oro. Pues bien: todo el oro de España, todos los recursos monetarios españoles válidos en el extranjero, todos, absolutamente todos, están en poder del Gobierno.

Son las reservas oro que han venido garantizando nuestro papel moneda. El único que puede disponer de ellas es el Gobierno. Ese tesoro nacional permite al Gobierno español, defensor de la legalidad republicana, una resistencia ilimitada, en tanto que en ese orden de cosas -no examino de momento otro—. la capacidad financiera del enemigo es nula.

¿De qué le sirve haberse apoderado de cantidades verdaderamente considerables en billetes del Banco en los establecimientos de crédito de aquellas ciudades donde está en dominio la subversión? Para el tráfico interior, temporalmente, momentáneamente, pueden serles útiles. Para la utilización de elementos de auxilio de material, todo eso es nulo, porque fuera de España no sirve, ni significa, ni vale nada. Pero además, la guerra es hoy principalmente una guerra industrial. Tiene más medios de vencer aquella parte contendiente que disponga de mayores elementos industriales, y pasad imaginativamente vuestra mirada por el mapa español. Ved las zonas que están dominadas por la rebelión y aquellas otras que, libres de ella por fortuna, mantiene incólume su adhesión al Gobierno que representa la República y que hoy nos representa a todos los ciudadanos españoles, no ya amantes de la democracia sino sencillamente enemigos de la reacción Todo el poderío industrial de España todo lo que puede ser cooperación eficaz al mantenimiento de la lucha en orden a la producción industrial, todo eso, absolutamente todo, y no hay en la expresión hipérbole alguna, todo eso está en nuestro poder. Y pensad que al aplicar la palabra nuestro es porque, como os he dicho antes, la causa que personifica el Gobierno de la República es la causa de toda la democracia española.

Pues bien; con los recursos financieros totalmente en manos del Gobierno, con los recursos industriales de la nación, igualmente en manos del Gobierno, podría alcanzar hasta el calificativo de legendario el valor heroico de quienes impetuosamente hicieron armas contra la República, y aun así, aun cuando su heroísmo llegara a grado tal que pudiera ser cantado y ensalzado por los poetas que quisieran adornar la historia de esa época de la República, aun así, sería inevitable, inexorablemente, fatalmente vencido.

Pero yo, que hablo de lo que soy testigo principalmente, digo, en honor de estos bravos milicianos populares, que han hecho con el desdén a la vida el culto más generoso a su ideal, que no hay superioridad de bravura, de heroísmo, de valentía en los elementos sublevados. No voy a hacer yo a cuenta de esto parangones que para unos—para los nuestros—podría incluso sonar a halago y adulación, yo no adulo nunca, ni halago a la fuerza, aunque la fuerza esté adscrita a lo más íntimo y más profundo de mi sentimiento, y podría parecer, con respecto a los otros, que en el parangón iba un desdén, acaso un denuesto, una imprecación injuriosa. No es este mi propósito.

Pero yo digo que en estos incidentes de la pasión política española que nos ha llevado al campo de batalla, con toda justicia, con toda sinceridad, con toda lealtad, ni puedo atribuir ninguna superioridad de moral combativa al enemigo. Lo dije la otra vez y lo confirmo hoy. Los soldados no se baten: cualesquiera contacto establecido con ellos basta para que, en cuanto la coyuntura se presenta, la deserción en estos casos es adscripción a la legalidad, se produzca instantáneamente, y donde no están armados, los soldados, los hijos del pueblo a quienes la obligatoriedad de la ley obligó a vestir el uniforme, están en la retaguardia, y a veces las vanguardias constituidas por determinados elementos, no sólo significan que ellas constituyen por sí lo único en que se puede confiar en cuanto a moral combativa, sino que además desempeñan la función de aprehensores de quienes están en su retaguardia, porque su misión principal es constituir una línea que forme un valladar entre nuestras líneas y las suyas para que no puedan acercarse a las nuestras los soldados que con el corazón y con el alma entera están deseando agruparse, unirse a los que en lucha brava y leal defienden la legalidad republicana.

No es de muchas fechas el caso más característico y más numeroso de este fenómeno que señalo. Lo ha constituido el copo de la casi totalidad de una de las dos columnas salidas en combinación de Zaragoza para recobrar el pueblo de Sástago, recientemente perdido en las proximidades de aquella ciudad.

No es que los soldados no combatieron, no es que los soldados ante el contacto con nuestras fuerzas, sintieran deprimido su valor, no. Es que se sentaron en el suelo sin disparar un solo tiro y esperaron tranquilamente a que los nuestros se acercaran para entregarse a ellos y tras entregarse así, hacer el ofrecimiento serio que se les otorgara el figurar a la vanguardia de la columna que hubiera de entrar en Zaragoza.

Yo sé, porque conozco el orgullo de ciertas gentes y al conocer este orgullo descubro la dificultad insuperable de que el orgullo se abata para dar paso a un estado de conciencia, que reconozca un error y procuren enmendarlo en la esfera de lo posible. Yo sé que estas palabras serán ociosas para los caudillos de la rebelión. Sé, además, que aquellos hijos del pueblo que han sido arrastrados por ellos a la sedición, no oirán el eco de lo que digo; pero aun descontando estos factores que neutralizan el esfuerzo de mis palabras, yo no puedo callar a mi convicción. Soy un hombre de responsabilidad cada vez más fina, más atildada (si queréis admitir estos dos adjetivos), y hablo a una parte considerable de la nación española, y ante ella, ante esta generación de españoles milicianos de nuestra historia, yo hablo para determinar las responsabilidades, para fijarlas, para delimitarlas, y la responsabilidad tiene por orgullo y sin posibilidad de éxito, mantener una lucha fratricida, a cuya prolongación puede estar la ruina de España, porque son visibles los peligros para su integridad y son visibles también las amenazas para su independencia.

Yo quiero fijar esta responsabilidad ante los conciudadanos que me oyen para que ellos la consideren, la examinen y la enjuicien, y yo digo a quienes me oyen, incluso a los gobernantes, que tenemos que prepararnos como si la lucha hubiese de ser larga. Ya vaticina su larga duración el general Mola en las declaraciones a que reiteradamente he hecho referencia en estas mis palabras radiadas. Hay que prepararse como para una lucha larga, tomar todas las prevenciones para el mantenimiento de ella, y si la ventura que yo ansío con el alma plena de esperanza nos acorta este período angustioso de nuestra historia, tanto mejor, pero lo que yo digo a los gobernantes que asumen la responsabilidad de dirigir a la nación española, que tienen que hacer sus preparativos y sus previsiones como para una lucha larga, como para una guerra, porque en una guerra estamos, aunque no haya sido esa nuestra voluntad, pero tenemos que rendirnos a la voluntad ajena, que la ha provocado. Y el Gobierno no puede abdicar de su dignidad de tal. No abdicará.

Yo estoy en contacto continuo con los hombres que lo constituyen, y sé y lo sé bien, no por una impresión fugaz, sino por una convivencia a lo largo de todas las horas de la jornada, que no está propicio al fracaso ni está propicio al desmayo. Se lo indica así su espíritu, se lo establece así también su deber. No puede el Gobierno fracasar, no fracasará, porque el Gobierno, para serlo plenamente en estos instantes tan dramáticos, ha de ser forzosamente la representación, la encarnación, la significación del espíritu que vibra en la calle y en los campos y en los montes donde se pelea. Y el Gobierno ha de estar y está al unísono de esas vibraciones, manteniendo enhiesto su espíritu, todos lo mantienen, las masas populares que le asisten, porque al asistirle cubren su propia defensa, aseguran su porvenir, impiden que España sea un ejemplo triste, porque por las trazas y a juzgar por los hechos—en cuyos comentario no quiero entrar—, los regímenes autoritarios, que se han suscitado con justicia la hostilidad de todas las democracias mundiales, serían algo así como plácemes de paternal sistema de Gobierno ante éste que se implantará en España, y cuyas características iban a ser la ferocidad -oíd la palabra, españoles- la ferocidad.

Y no insisto en el tema, no insisto en el tema. Me duele el alma, me duele profundamente el alma cuando lo rozo, porque yo sé que aquí, dentro de nuestro recinto patrio, podemos unos a otros inculparnos con justicia o con injusticia—que la pasión política suele ser el sudario en que se envuelve muchas veces lo injusto—; pero fuera de aquí, ante el mundo, somos españoles y lo que aquí ocurre, lo que aquí está ocurriendo, puede llenarnos de sonrojo y puede constituir, oídlo bien, una afrenta ante el mundo.

Pues bien; yo no sé qué autoridad tendrá mi palabra cerca de las multitudes populares que luchan por la República y que al luchar por ella no me asusta el decirles tienen ya contraído, conquistado el derecho a una ordenación jurídica de los frutos de la victoria"...


ENLACE: “La Verdad” (Valencia), 9-VIII-1936