Quien escucha su mal oye

Quien escucha su mal oye
de Juana Manuela Gorriti


-Cuando hemos caído en una falta -me dijo un día cierto amigo- si la reparación es imposible, réstanos al menos, el medio de expiarla por una confesión explícita y franca. ¿Quiere usted ser mi confesor, amiga mía?

-¡Oh! Sí -me apresuré a responder.

-¿Confesor con todas sus condiciones?

-Sí, aceptando una.

-¿Cuál?

-El secreto.

¿Oh! ¡mujeres!, ¡mujeres!, ¡no podéis callar ni aun a precio de vuestra vida!; ¡mujeres que profesáis, por la charla idólatra, culto!: ¡mujeres que… mujeres a quienes es preciso aceptar como sois!

-Acúsome, pues -comenzó él, resignado ya a mi indiscreta restricción-, acúsome de una falta grave, enormé, y me arrepiento hasta donde puede arrepentirse un curioso por haber satisfecho esta devorante pasión.


Conspiraba yo en una época no muy lejana y denunciado por los agentes del gobierno, vime precisado a ocultarme. Asilóme un amigo, por supuesto en el paraje más recóndito de su casa. Era un cuarto situado en el extremo del jardín y cuya puerta desaparecía completamente bajo los pámpanos de una vid.

Sus paredes tapizadas con damasco carmesí tenían el aspecto de una grande antigüedad. Ha servido de alcoba al abuelo de la casa, cuyo inmenso lecho dorado, vacío por la muerte, ocupaba yo…, mas ¡de cuán diferente manera! El Anciano caballero dormía -pensaba yo- un sueño bienaventurado entre las densas cortinas de tercipelo verde, agitadas ahora por el tenaz insomnio que circulaba con mi sangre de conspirador y de algo más: de curioso. Juzgue usted.

Desde mi primera noche, en aquel cuarto, oía sin que me fuera posible determinar dónde, una voz, una suave y bella voz de mujer que hablaba mezclándose con voces de hombres; después de parecer sola, leía prosa y versos como hubiera declamado Rachel, y cantaba como Malibrán los trozos más sublimes del repertorio moderno, entre ellos una serenata de Schubert cuyas notas graves tenían una melodía celestial.

Pasé varios días en investigaciones, escuchando entre las molduras doradas que ajustaban la tapicería, tentando las paredes y buscando por todas partes el sitio por donde me llegaba el eco de aquella voz.

Parecióme, al fin, que acercándome a un grande armario colocado en un ángulo, oía más clara y cercana la voz, y no me preocupaba. Mas era aquel mueble tan pesado que juzqgué inútil el intentar removerlo yo solo; pero de ninguna manera renuncié a la idea de conocer lo que había detrás.

Así, cuando por la noche, el viejo negro encargado de servirme en mi escondite me hube traído el té, puse en su mano un doblón y le rogué me ayudara a cambiar de sitio aquel armario.

Al escucharme, el negro abrió grandes ojos y palideció.

-¡Ay! No, señor -exclamó con voz sorda-, ni por todo el oro de este mundo. La señora vieja está viva todavía; y si llegara a saber que por ahí ha pasado la infidelidad de su marido, sería capaz de adivinar también que yo, ¡ay, Jesús!, que yo fui quien abrió esa puerta para que el amo, ¡pobre señor!, entrara al monasterio… ¡María Santísima! No, no, señor. Además, el armario está incrustado en la pared, y es imposible moverlo.

Costóme gran trabajo para calmar su espanto; y cuando le hube prometido un profundo secreto, me refirió cómo la casa vecina hizo en otro tiempo parte de un convento de monjas donde su amo tuvo la temeridad de amar a una esposa del señor y cómo, no contento con la enormidad de ese crimen, había profanado la casa de Dios con el auxilio de su esclavo albañil y carpintero, abriendo en la pared una puerta que correspondía al interior del armario.

-Así es, señor -concluyó el negro-, que desde que el amo murió, este armario es mi pesadilla. Siempre temiendo que tire el diablo de la manta, siempre temblando de que una innovación a la casa descubra esta puerta y el nombre de su artífice, pues la señora sin duda me asaría vivo.

-No temas, Juan -le dije para tranquilizarlo-. ¿Quién se lo diría? Yo seré callado como la muerte, y cuando me haya ido de aquí, el secreto se habrá ido conmigo para siempre.

-¡Ah, señor! -repuso el negro, cediendo a pesar suyo al deseo de charlar-, ¡qué tiempos aquellos! El amor del amo duró toda la vida entera de la monjita, que por otra parte no fue larga. La pobre tortolita (así la llamaba el amo, y así llamaban entonces los galanes a su amada), la tortolilla cautiva amaba demasiado, y su amor no pudiendo respirar más la mefítica atmósfera del claustro, llevó su alma a otra región. El amo estuvo primero inconsolable; pero luego hizo lo que todos; olvidó a su tórtola, y fue a casa de otras que amó no menos, pero en cuyos amores no intervino ya su esclavo.

-Juan -le dije, interrumpiendo sus confidencias-, recuerda que debes ayudarme y marcharte en seguida.

Entonces el antiguo Mercurio del seductor de monjas, como quien lo entendía bien, abrió el armario; y quitando el tablero del fondo, dejó descubierta una puertecita cerrada por un postigo en el lado opuesto de la pared.

El negro me mostró el resorte que le abría, y huyó de allí con terror.

Al encontrarme solo y dueño de aquella misteriosa puerta, mi corazón latió con violencia, no sé si de gozo o de temor. Tenía ya en mi mano la extremidad del velo que tanto deseaba levantar.

Pero ¿cómo hacerlo?, ¿con qué derecho iba yo a introducirme en la vida íntima de la persona que dormía confiada, a dos pasos de mí?

La mano en el resorte y el oído atento, dudé largo tiempo entre la curiosidad y la discreción.

De repente oí en el cuarto vecino el roce de un vestido, y la voz de siempre murmuró cerca de mí:

-¡Dos meses sin noticia suya! El ingrato partió sin darme un adiós. ¿Dónde está ahora? En su helada indiferencia no ha creído necesario decirme el paraje donde mi amor podía ir a buscarlo; mas yo lo sabré. Esa ciencia cuyo poder niegan los hombres sin fe, y él entre ellos, esa ciencia me lo dirá. ¡Sí, yo lo quiero! -añadió con enérgico acento.

Cerróse la puerta y todo quedó en silencio.

¡Cómo resistir a la invencible curiosidad que se apoderó de mí al oír la expresión de aquel amor singular, revelado en esas misteriosas palabras? Nada pudo ya detenerme; todo cedió ante el deseo de tocar con las manos los secretos de esa extraña existencia.

Con la frente apoyada en el postigo, esperé un cuarto de hora. El mismo silencio: nada se movía allí. Entonces, arrojando lejos de mí todas las ideas que pudieran intimidarme, comprimí resueltamente el resorte que me había indicado el negro.

El resorte, olvidado durante medio siglo, me asustó con un agudo chillido; pero cediendo al mismo tiempo abrió un postiguillo angosto como la portezuela de un carruaje, y yo, dando un paso, me encontré en la morada de mi vecina.

II - LA ALCOBA DE UNA EXCÉNTRICA

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La pálida luz de una lamparilla alimentada con espíritu de vino y puesta sobre un velador a la cabecera de un pequeño lecho adornado con cortinas blancas, alumbraba suavemente el cuarto cerrado y desierto. Al pie del lecho y sobre el mármol de una cómoda, había una pequeña biblioteca cuya nomenclatura, en la que figuraban los nombres de Andral, Huffeland, Raspail y otros autores, entre cráneos de estudio y grabados anatómicos, habría hecho creer que aquella habitación pertenecía a un hombre de ciencia, si una simple mirada en torno no persuadiera de lo contrario; y aquí, sobre una canasta d labor, una guirnalda a medio acabar; allí, un velo pendiente de una columna del tocador; más allá, una falda de gasa cargada de cintas y arrojada de prisa sobre un cojín; flores colocadas con amor en vasos de todas dimensiones, el suave perfume de los extractos ingleses, el azulado humo del sahumerio exhalándose de un pebetero de arcilla, todo revelaba el sexo de su dueño.

A la cabecera del lecho y al pie de un cuadro que representaba al niño Dios, estaba el retrato de un bello joven, y estas imágenes de las dos edades en que tanto amor se prodiga al hombre, parecían presidir en aquella sencilla y pobre morada artística.

Las paredes de aquel cuarto desaparecían completamente bajo sombríos tableros de madera esculpidas; y el misterioso postiguillo era un medallón oblongo, cercado de una corona de rosas en relieve. Hallábame, pues, en la antigua celda de la monja: era un santuario de sus amores, templo ahora de un amor no menos apasionado. Había en esta coincidencia motivo para que la fantasía se echara a volar en pos de las escenas pasadas, ante los ojos inmóviles de las robustas cariátides y los mofletudos querubines de aquella vetusta escultura. Pero yo no tenía tiempo que perder. Pues que era criminal, no quería serlo a medias y había resuelto abrir un pasaje para que mis miradas pudieran penetrar a toda hora en la morada de mi excéntrica vecina.

Fuime, pus, a su canasta de labor, que, dicho sea de paso, estaba en un espantoso desorden. Dedos nerviosamente crispados habían enredado las madejas de seda, al arrancar, más bien que cortar, las hebras; y más de diez agujas, que se revoloteaban entre blondas y cintas, me picaron los dedos al buscar las tijeras que encontré al fin, y con las que hice un agujero en el centro de una de las rosas esculpidas en el medallón.

Era ya tiempo; pues apenas cerré la puerta y me encontré en mi cuarto, saliendo del armario, mi huésped entró a hacerme la compañía ordinaria de la noche.

Confieso que nunca la presencia del ser más antipático me fue tan insoportable como la de mi amigo en aquella ocasión. Su plática tan interesante y animada, pues era un hombre de talento y de vastos conocimientos, parecíame pesada y monótona. Mi malestar creció cuando sentí que en el cuarto vecino se abría una puerta. Sin duda era ella, su misteriosa habitadora. ¿Había cumplido su designio? ¿Cuál era esa ciencia de que hablaba y qué le habían revelado sus arcanos?

El silencio que sucedió me parecía de mal agüero, ¡y yo, que clavado en un sillón delante de mi amigo, no podía averiguarlo! Consumíame de ansiedad, y respondía a mi amigo con una distracción, de la que éste se apercibió al fin.

-¿Sufres? -me preguntó.

-No, de ninguna manera -me apresuré a contestarle.

-Pareces preocupado. En todo caso, duerme.

-¡Hasta mañana!

-¡Hasta mañana! -dije con una efusión tan pronunciada, que lo sorprendió, y se alejó sonriendo.

Apenas me vi solo, corrí a encerrarme en el armario y miré por el agujero hecho por la tijera.

Todo se hallaba en el mismo estado; pero el cuarto no estaba ahora solo. En el centro, y sentado en un sillón, un hombre paseaba en torno una mirada de asombro. Nada más decía esa mirada, nada tampoco la expresión de su grande boca de labios delgados y pálidos. Sólo su frente, ancha y elevada, habría preocupado mucho a un observador frenólogo.

Abrióse de repente una pequeña puerta que cubría un tapiz encarnado, y en su fondo oscuro se dibujó la figura de una mujer. Era alta y esbelta. Cubierta de un largo peinador blanco, cuyos undosos pliegues sujetaba a medio lazo un cinturón azul, con sus negros cabellos arrojados en largos rizos sobre la espalda, con su paso rápido y su ademán ligero, habríasele creído el ser más feliz de la tierra; pero mirándola con más detención se conocía que había lágrimas tras de su sonrisa, y que .

Entrando en el cuarto, sus ojos posaron en los del hombre que allí se encontraba una mirada grave, fija y profunda que lo hizo estremecer. Muy luego los ojos del joven, como fascinados por aquella mirada, permanecieron clavados en ella, mientras una extraña languidez los fue cerrando por grados hasta sombrear con el párpado la mejilla.

Entonces aquella mujer, acercándose a él, con paso lento pero seguro, elevó tres veces sobre sus ojos cerrados la mano derecha, haciéndola descender otras tantas a los largo del rostro y desviándola en seguida hacia el hombro, para elevarla de nuevo. Después, alargando horizontalmente la izquierda a la altura de la región posterior del pecho, dijo con blando pero imperioso acento:

-¡Samuel!

-¿Qué me quieres? -respondió el joven con voz oprimida.

Ella alzó de nuevo y repetidas veces la mano sobre su pecho, y él añadió entonces:

-¿Qué me quieres? Pronto estoy a obedecerte.

-Pues bien -dijo ella colocando sobre la frente de aquél el pulgar y el índice de su mano derecha-, penetra ahora en mi corazón y busca en él una imagen.

El joven inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció dormir profundamente. Después, una convulsión violenta sacudió su cuerpo y sus labios murmuraron un nombre. Ella sonrió con tristeza, enviando al retrato que tenía enfrente una tierna mirada. Luego, asiendo la mano del dormido:

-¡Samuel! .dijo-, penetre tu vista el inmenso horizonte en esta dirección (su mano señaló el Norte) y busque a aquel cuyo nombre acabas de pronunciar.

La cabeza del hombre, dormido, cayó otra vez sobre su pecho; su respiración se volvió por grados anhelante, fatigosa, y copioso sudor bañó sus sienes.

La mujer, de pie y con los brazos cruzados, seguía con una mirada tenaz e imperiosa las emociones que rápida y sucesivamente se pintaban sobre aquellos ojos cerrados.

La hora, el lugar y los objetos que allí se presentaban, todo contribuía a dar a esa escena un carácter verdaderamente fantástico, y al contemplar a ese ser débil dominando con una influencia misteriosa al ser fuerte, al mirar a esa mujer envuelta en los largos pliegues de su flotante y vaporosa túnica, de pie y la mano extendida sobre la cabeza de ese hombre sometido al poder de su mirada, habríasele creído una maga celebrando los misterios de un culto desconocido.

La misma convulsión vino a interrumpir la inmovilidad del dormido.

-Hele allí .exclamó.

-¿Dónde?

Los rayos plateados de la luna juegan con las olas del inmenso río que pasea su plácida corriente entre el bosque y una ciudad fantástica cual un febril ensueño. A sus pies, y sujeto por pesadas anclas, un navío suavemente mecido por blandas oleadas envía hasta las frondas de la opuesta ribera los reflejos de una brillante iluminación. Sobre su ancha cubierta, adornada con verdaderas y perfumadas guirnaldas, cien hermosas mujeres, vestidas de blanco y coronadas de flores, se abandonan lánguidamente en los brazos de sus compañeros de placer a las ardientes emociones de la danza. ¡Oh! ¡cuán bellos son sus ojos! Diríanse que han robado al sol de los trópicos su deslumbrante fulgor.

-Pero él, él, ¿dónde está?

-¡Oh! -replicó el dormido con acento suplicante-, déjame ver el cuadro mágico de esta danza sobre las aguas y bajo un cielo de fuego. ¡Cuán hermosas son!… ¡cuán hermosas!… He allí una que se aparta del encantado torbellino. Aléjase hacia la proa con su caballero, e inclinándose sobre la borda tiende la mano para mostrarle la trémula imagen de las estrellas reflejada en el agua profunda. ¡Ah!

-Samuel -dijo ella interrumpiéndolo, porque una convulsión violenta contrajo de repente las facciones inmóviles del dormido-. Samuel, ¿qué ves?

-Es él, él, quien la acompaña.

-¿Y por qué tiemblas? -¡Oh! -repuso el dormido con sordo acento-, no lo preguntes… tú no debes saberlo.

-No importa; ¡quiero que lo digas! ¡Dilo!

Entonces, él bajó la cabeza con pesarosa resignación, pro al hablar empleó una lengua extranjera, quizá para que sus palabras sonaran menos dolorosas al corazón de aquella a quien obedecía con tan visible pesar.

Mientras hablaba, una nube oscureció la frente de aquella mujer. Sus ojos brillaron como relámpagos de una tempestad y sus labios murmuraron palabras confusas e inarticuladas. Pero serenándose de repente:

-Samuel -dijo-, lee en el corazón de ese hombre.

El joven se reconcentró profundamente; habríase dicho que su espíritu había descendido a un abismo.

Después, sus labios vertieron lentamente, como gotas de plomo, estas palabras:

-Ama a esa mujer.

Pero una nueva convulsión ahogó sus palabras cual si lo hubiese herido el mismo golpe que acababa de asestar al alma de aquella mujer.

Ella, sin embargo, permaneció inmóvil y silenciosa; ni un solo músculo de su rostro se contrajo; y sin la extrema palidez que cubrió su semblante, nada habría revelado el dolor en ese corazón de extraña fortaleza.

Paseóse dos o tres veces a lo largo del cuarto, acercóse al retrato, lo contempló largo tiempo con una mirada indefinible, y luego, cual si se arrancara un recuerdo querido, se llevó la mano a la frente, se echó hacia atrás los rizos de la cabellera, cubrió el retrato con un velo negro, y yendo a abrir una puerta enfrente de aquella por donde había entrado, volvióse al dormido tendiendo la mano y replegándola hacia sí, mientras él se levantaba y seguía la dirección que aquella mano le imprimía.

Cuando hubo traspuesto el umbral, la puerta se cerró tras él, y oí la voz de aquella mujer que decía:

-¡Samuel, despierta!

Vila después sentarse al pie del lecho y ocultarse el rostro entre las manos.

Nada tenía ya que ver ni averiguar allí; la lamparilla se había apagado, yo no veía a esa mujer, y permanecía aún pegado a aquel postigo que me separaba de ella; el silencio reinaba en torno; no obstante en mi cerebro zumbaba un ruido tumultuoso como el de las olas del mar en una borrasca. Eran los latidos de mi corazón, era una rabia inmensa, desesperada, que rugía en mi alma, era… eran los celos, era que yo amaba a esa mujer que amaba a otro con el amor ardiente que inspira un imposible; que la codiciaba para mí, een tanto que otro poseía su alma.

-"Quien escucha su mal oye" -dije yo con el aire sentencioso de un confesor.

La luz del día, penetrando en su cuarto, me la mostró en el mismo sitio. Ni ella ni yo habíamos cambiado de actitud…

-Pero… ¿no oye usted? -dijo mi penitente, interrumpiéndose de improviso-. ¿No oye usted?

-¿Qué?

-El pito del tren. Hoy llega el vapor del Sud y debemos tener noticias interesantes de Arequipa.

Dijo, y sin escuchar mis ruegos, mis gritos, mis protestas y la formal amenaza de negarle la absolución, el impío tomó su sombrero y en seguida la calle, embarcándose luego para islay, de donde dirigiéndose a Arequipa se deslizó furtivamente en la plaza, batióse en las trincheras el siete de marzo, y librándose milagrosamente de la carlanca "libertadora", pasó a Chile, donde es fama que por no perder la costumbre tomó parte activa en la revolución que poco después estalló en aquel país. Cuando la revolución fracasó, fuese a Europa, acompañó a Garibaldi en su expedición a Sicilia, siguióle también y cayó con él el Aspromonte, no muerto sino prisionero. Evadióse, y ahora anda extraviado como una aguja en esos mundos de Dios.

¡Incorregible conspirador! Guárdelo el cielo que un día termine su confesión, y podamos saber, bella Cristina, el fin de su culpable y bien castigado espionaje.