Quamquam pluries (1889)
de León XIII
Traducción de Wikisource de la versión oficial latina
publicada en Acta Sanctae Sedis vol. XXII, pp. 65-69
Encíclica de Nuestro Santo Padre León XIII, sobre el patrocinio de San José, junto con la Virgen Madre de Dios, implorando por las dificultades de estos tiempos.



Aunque muchas veces antes Nos hemos dispuesto que se ofrezcan oraciones especiales en el mundo entero, para que las intenciones del Catolicismo fuesen insistentemente encomendadas a Dios, nadie considerará como motivo de sorpresa que Nos consideremos el momento presente como oportuno para inculcar nuevamente este mismo deber. Durante periodos de tensión y de prueba —sobre todo cuando parece en los hechos que toda ausencia de ley es permitida a los poderes de la oscuridad— ha sido costumbre en la Iglesia suplicar con especial fervor y perseverancia a Dios, su autor y protector, recurriendo a la intercesión de los santos —y sobre todo de la Santísima Virgen María, Madre de Dios— cuya tutela ha sido siempre muy eficaz. El fruto de esas piadosas oraciones y de la confianza puesta en la bondad divina, ha sido siempre, tarde o temprano, hecha patente. Ahora, Venerables Hermanos, cuando los tiempos en los que vivimos; no son menos deplorables para la religión cristiana que los peores días, que en el pasado estuvieron llenos de miseria para la Iglesia: vemos la fe, raíz de todas las virtudes cristianas, disminuir en muchas almas; vemos la caridad enfriarse; la juventud degradarse en las costumbres y en las ideas; la Iglesia de Jesucristo atacada por todas partes abiertamente o con astucia; una implacable guerra contra el Soberano Pontífice; y los fundamentos mismos de la religión socavados con una osadía que crece diariamente en intensidad. Una situación tan notorias que no hace falta extenderse en palabras.

Ante circunstancias tan infaustas y difíciles, los remedios humanos son insuficientes, y se hace necesario, como único recurso, suplicar la asistencia del poder divino. Este es el motivo por el que Nos hemos considerado necesario dirigirnos al pueblo cristiano y exhortarlo a implorar, con mayor celo y constancia, el auxilio de Dios Todopoderoso. Estando próximos al mes de octubre, que es consagrado a la Virgen María, bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, Nos exhortamos encarecidamente a los fieles a que participen de las actividades de este mes, si es posible, lo hagan aún mayor piedad y constancia que hasta ahora. Sabemos que tenemos una ayuda segura en la maternal bondad de la Virgen, y estamos seguros de que jamás pondremos en vano nuestra confianza en ella. Si, en innumerables ocasiones, ha mostrado su poder en auxilio del mundo cristiano, ¿por qué habríamos de dudar de que ahora renueve la asistencia de su poder y favor, si en todas partes se le ofrecen humildes y constantes plegarias? Por el contrario tanto más esperamos de su intervención, cuanto más desea que pidamos su auxilio.

Pero tenemos también otro propósito, al que Nos prestaréis, Venerables Hermanos, tal como acostumbráis vuestra diligente cooperación. A saber, para que Dios sea más favorable a nuestras oraciones, y para que acuda con misericordia y prontitud en auxilio de Su Iglesia, Nos juzgamos de profunda utilidad para el pueblo cristiano, invocar continuamente con gran piedad y confianza a San José, junto con la Virgen Madre de Dios, su casta Esposa; y tenemos plena seguridad de que esto será del mayor agrado de la Virgen misma. — Con respecto a esta cuestión, de la que Nos hablamos públicamente por primera vez el día de hoy, sabemos sin duda que no sólo el pueblo se inclina a ella, sino que de hecho se encuentra ya establecida, y avanza hacia su pleno desarrollo. La devoción a San José, que ya en el pasado los Romanos Pontífices han propagado y gradualmente incrementado, ha crecido en mayor proporción en nuestro tiempo, particularmente desde que Pío IX, nuestro predecesor de feliz memoria, proclamase, dando su consentimiento a la solicitud de un gran número de obispos, a este santo patriarca como el Patrono de la Iglesia Católica. — Sin embargo, ya que es de gran importancia que la devoción a San José se introduzca en las prácticas diarias de piedad de los católicos, Nos deseamos exhortar a ello al pueblo cristiano por medio de nuestras palabras y nuestra autoridad.

Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado especial patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús. De aquí procede su dignidad, su santidad, su gloria. Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime; sin embargo, porque entre la santísima Virgen y José se estableció un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad —al que de por sí va unida la comunión de bienes— se sigue que, si Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase también, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella. — Así pues él emerge entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la opinión de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a sus propios padres. —De esta doble dignidad sigue la obligación que la naturaleza prescribe para el padre de familia, de modo que José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia. Y durante todo el curso de su vida cumplió plenamente con esos encargos y esas responsabilidades. El se dedicó con gran amor y diaria solicitud a proteger a su esposa y al Divino Niño; continuamente por medio de su trabajo consiguió lo que era necesario para la alimentación y el vestido de ambos; cuidó al Niño de la muerte cuando era amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un refugio; en las miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la compañía, la ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús. —Pero, el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un padre, contenía dentro de sí a la naciente Iglesia. Por el mismo hecho de que la Santísima Virgen es la Madre de Jesucristo, ella es la Madre de todos los cristianos a quienes dio a luz en el Monte Calvario en medio de los supremos dolores de la Redención; Jesucristo es, de alguna manera, el primogénito de los cristianos, quienes por la adopción y la Redención son sus hermanos. —Por estas razones el Santo Patriarca considera a la multitud de cristianos que conformamos la Iglesia como confiados especialmente a su cuidado, a esta ilimitada familia, extendida por toda la tierra, sobre la cual, puesto que es el esposo de María y el padre de Jesucristo, conserva cierta paternal autoridad. Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo.

Estas cosas, Venerables Hermanos, es fácil entender que se encuentran confirmadas por la opinión sostenida por un gran número de los Padres de la Iglesia, y que la sagrada liturgia reafirma, que el José de los tiempos antiguos, hijo del patriarca Jacob, era tipo de San José, y el primero que por su gloria prefiguró la grandeza del futuro custodio de la Sagrada Familia. —Ciertamente, más allá del hecho de haber recibido el mismo nombre, lo que no está privado de significado, vosotros conocéis bien las semejanzas que existen entre ellos; principalmente, que el primer José se ganó el favor y la especial benevolencia de su señor, y que gracias a la administración de José su familia alcanzó la prosperidad y la riqueza; y que, todavía más importante, gobernó el reino con gran poder, y, en un momento de pública calamidad por la escasez de las cosecha, proveyó por todas las necesidades de los egipcios con tanta sabiduría que el Rey decretó para él el título de Salvador del mundo. Así en el aquel antiguo Patriarca podemos conocer al nuevo. Como el primero fue causa de la prosperidad de los intereses domésticos de su señor y a la vez brindó grandes servicios al reino entero, así también el segundo, destinado a ser el custodio de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector y el defensor de la Iglesia, que es verdaderamente la casa del Señor y el reino de Dios en la tierra.

Estas son las razones por las que hombres de todo tipo y nación han de acercarse confiadamente a la tutela del bienaventurado José. —Los padres de familia encuentran en José la mejor personificación de la paternal solicitud y vigilancia; los esposos, un perfecto de amor, de paz, de fidelidad conyugal; las vírgenes a la vez encuentran en él el modelo y protector de la integridad virginal. Los nobles de nacimiento aprenderán de José como custodiar su dignidad incluso en las desgracias; los ricos entenderán, por sus lecciones, cuáles son los bienes que han de ser deseados y obtenidos con el precio de su trabajo. — Los trabajadores, artesanos y cuantos son menos afortunados deben recurrir, por especial derecho, a San José, y aprender de él en lo que deben imitarle. Pues José, de sangre real, unido en matrimonio a la más grande y santa de las mujeres, considerado el padre del Hijo de Dios, pasó su vida trabajando, y ganó con la fatiga del artesano el necesario sostén para su familia. Es, entonces, cierto que la condición de los más humildes no tiene en sí nada de vergonzoso, y el trabajo del obrero no sólo no es deshonroso, sino que, si está unido a sí la virtud, puede ser singularmente ennoblecido. José, contento con sus pocas posesiones, pasó las pruebas que acompañan a una fortuna tan escasa, con magnanimidad, imitando a su Hijo, quien habiendo tomado la forma de siervo, siendo el Señor de la vida, se sometió a sí mismo por su propia libre voluntad al despojo y la pérdida de todo. —Por medio de estas consideraciones, los pobres y aquellos que viven con el trabajo de sus manos deben levantar el ánimo y, si la razón o la justicia les permiten, salir de la pobreza y buscar un estado mejor; sin embargo, la providencia de Dios no les permite subvertir el orden establecido. De hecho, recurrir a la violencia y emprender cualquier acción de esta índole mediante sedición y motines es un designio insensato, sólo agrava el mal que intenta suprimir. Que los pobres, por tanto, no confíen en las promesas de los amotinados, si tienen buen sentido, sino en el ejemplo y patrocinio del Beato José, así como en la caridad materna de la Iglesia, que toma cada día mayor cuidado de su estado. Por tanto, Venerables hermanos, confiado plenamente en vuestro celo y autoridad episcopal, y sin dudar en que los fieles buenos y piadosos irán más allá de lo que mandamos, disponemos que en todo el mes de octubre, durante el rezo del Rosario se añada, sobre lo que ya se ha prescrito, una oración a San José, cuya fórmula será enviada junto con la presente, y que esta costumbre sea repetida todos los años. A quienes reciten esta oración, les concedemos cada vez una indulgencia de siete años y siete cuaresmas. —Una práctica saludable y verdaderamente laudable, ya establecida en algunos países, es consagrar el mes de marzo al honor del santo Patriarca por medio de diarios ejercicios de piedad. Donde esta costumbre no sea fácil de establecer, es al menos deseable, que antes del día de fiesta, en la iglesia principal de cada parroquia, se celebre un triduo de oración. En aquellas tierras donde el 19 de marzo —fiesta de San José— no es una festividad obligatoria, Nos exhortamos a los fieles a santificarla en cuanto sea posible por medio de prácticas privadas de piedad, en honor de su celestial patrono, como si fuera un día de precepto.

Como prenda de celestiales favores, y en testimonio de nuestra buena voluntad, impartimos muy afectuosamente en el Señor, a vosotros, Venerables Hermanos, y a vuestro clero y pueblo, la bendición apostólica.

Dado en el Roma, junto a San Pedro, el 15 de agosto de 1889, duodécimo año de nuestro pontificado.

LEÓN XIII