Protesto
PROTESTO
I
Este D. Fermín Zaldúa, en cuanto tuvo uso de razón, y fué muy pronto, por no perder el tiempo, no pensó en otra cosa más que en hacer dinero. Como para los negocios no sirven los muchachos, porque la ley no lo consiente, D. Fermín sobornó al tiempo y se las compuso de modo que pasó atropelladamente por la infancia, por la adolescencia y por la primera juventud, para ser cuanto antes un hombre en el pleno uso de sus derechos civiles; y en cuanto se vió mayor de edad, se puso a pensar si tendría él algo que reclamar por el beneficio de la restitución in integrum. Pero ¡ca! Ni un ochavo tenía que restituirle alma nacida, porque, menor y todo, nadie le ponía el pie delante en lo de negociar con astucia, en la estrecha esfera en que la ley hasta entonces se lo permitía. Tan poca importancia daba él a todos los años de su vida en que no había podido contratar, ni hacer grandes negocios, por consiguiente, que había olvidado casi por completo la inocente edad infantil y la que sigue con sus dulces ilusiones, que él no había tenido, para evitarse el disgusto de perderlas. Nunca perdió nada don Fermín, y así, aunque devoto y aun supersticioso, como luego veremos, siempre se opuso terminantemente a aprender de memoria la oración de San Antonio. ¿Para qué?—decía él—. ¡Si yo estoy seguro de que no he de perder nunca nada!
—Sí tal—le dijo en una ocasión el cura de su parroquia, cuando Fermín ya era muy hombre—, sí tal; puede usted perder una cosa...: el alma.
—De que eso no suceda—replicó Zaldúa—ya cuidaré yo a su tiempo. Por ahora a lo que estamos. Ya verá usted, señor cura, cómo no pierdo nada. Procedamos con orden.
El que mucho abarca poco aprieta. Yo me entiendo.
Lo único de su niñez que Zaldúa recordaba con gusto y con provecho, era la gracia que desde muy temprano tuvo de hacer parir dinero al dinero y a otras muchas cosas. Pocos objetos hay en el mundo, pensaba él, que no tengan dentro algunos reales por lo menos; el caso está en saber retorcer y estrujar las cosas para que suden cuartos.
Y lo que hacía el muchacho era juntarse con los chicos viciosos, que fumaban, jugaban y robaban en casa dinero o prendas de algún valor. No los seguía por imitarlos, sino por sacarlos de apuros, cuando carecían de pecunia, cuando perdían al juego, cuando tenían que restituir el dinero cogido a la familia o las prendas empeñadas. Fermín adelantaba la plata necesaria...; pero era con interés. Y nunca prestaba sino con garantías, que solían consistir en la superioridad de sus puños, porque procuraba siempre que fueran más débiles que él sus deudores, y el miedo le guardaba la viña.
Llegó a ser hombre y se dedicó al único encanto que le encontraba a la vida, que era la virtud del dinero de parir dinero. Era una especie de Sócrates crematístico; Sócrates, como su madre Fenaretes, matrona partera, se dedicaba a ayudar a parir..., pero ideas. Zaldúa era comadrón del treinta por ciento.
Todo es según se mira: su avaricia era cosa de su genio; era él un genio de la ganancia. De una casa de banca ajena pronto pasó a otra propia; llegó en pocos años a ser el banquero más atrevido, sin dejar de ser prudente, más lince, más afortunado de la plaza, que era importante; y no tardó su crédito en ser cosa muy superior a la esfera de los negocios locales, y aun provinciales, y aun nacionales; emprendió grandes negocios en el extranjero, fué su fama universal, y a todo esto él, que tenía el ojo puesto en todas las plazas y en todos los grandes negocios del mundo, no se movía de su pueblo, donde iba haciendo los necesarios gastos de ostentación, como quien pone mercancías en un escaparate. Hizo un palacio, gran palacio, rodeado de jardines; trajo lujosos trenes de París y Londres, cuando lo creyó oportuno, y lo creyó oportuno cuando cumplió cincuenta años, y pensó que era ya hora de ir preparando lo que él llamaba para sus adentros el otro negocio.
II
Aunque el cura aquel de su parroquia ya había muerto, otros quedaban, pues curas nunca faltan: y D. Fermín Zaldúa, siempre que veía unos manteos se acordaba de lo que le había dicho el párroco y de lo que él le había replicado.
Ése era el otro negocio. Jamás había perdido ninguno, y las canas le decían que estaba en el orden empezar a preparar el terreno para que, por no perder, ni siquiera el alma se le perdiese.
No se tenía por más ni menos pecador que otros cien banqueros y prestamistas. Engañar, había engañado al lucero del alba. Como que sin engaño, según Zaldúa, no habría comercio, no habría cambio. Para que el mundo marche, en todo contrato ha de salir perdiendo uno, para que haya quien gane. Si los negocios se hicieran tablas como el juego de damas, se acababa el mundo. Pero, en fin, no se trataba de hacerse el inocente; así como jamás se había forjado ilusiones en sus cálculos para negociar, tampoco ahora quería forjárselas en el otro negocio: "A Dios—se decía—no he de engañarle, y el caso no es buscar disculpas, sino remedios. Yo no puedo restituir a todos los que pueden haber dejado un poco de lana en mis zarzales. ¡La de letras que yo habré descontado! ¡La de préstamos hechos! No puede ser. No puedo ir buscando uno por uno a todos los perjudicados; en gastos de correos y en indagatorias se me iría más de lo que les debo. Por fortuna, hay un Dios en los cielos que es acreedor de todos; todos le deben todo lo que son, todo lo que tienen; y pagando a Dios lo que debo a sus deudores, unifico mi deuda, y para mayor comodidad me valgo del banquero de Dios en la tierra, que es la Iglesia. ¡Magnífico! Valor recibido, y andando. Negocio hecho."
Comprendió Zaldúa que para festejar al clero, para gastar parte de sus rentas en beneficio de la Iglesia, atrayéndose a sus sacerdotes, el mejor reclamo era la opulencia; no porque los curas fuesen generalmente amigos del poderoso y cortesanos de la abundancia y del lujo, sino porque es claro que, siendo misión de una parte del clero pedir para los pobres, para las causas pías, no han de postular donde no hay de qué, ni han de andar oliendo dónde se guisa. Es preciso que se vea de lejos la riqueza y que se conozca de lejos la buena voluntad de dar. Ello fué que en cuanto quiso, Zaldúa vió su palacio lleno de levitas y tuvo oratorio en casa; y, en fin, la piedad se le entró por las puertas tan de rondón, que toda aquella riqueza y todo aquel lujo empezó a oler así como a incienso; y los tapices y la plata y el oro labrados de aquel palacio, con todos sus jaspes y estatuas y grandezas de mil géneros, llegaron a parecer magnificencias de una catedral, de ésas que enseñan con tanto orgullo los sacristanes de Toledo, de Sevilla, de Córdoba, etc., etc.
Limosnas abundantísimas y aun más fecundas por la sabiduría con que se distribuyeron siempre; fundaciones piadosas de enseñanza, de asilo para el vicio arrepentido, de pura devoción y aun de otras clases, todas santas; todo esto y mucho más por el estilo, brotó del caudal fabuloso de Zaldúa como de un manantial inagotable.
Mas, como no bastaba pagar con los bienes, sino que se había de contribuir con prestaciones personales, D. Fermín, que cada día fué tomando más en serio el negocio de la salvación, se entregó a la práctica devota, y en manos de su director espiritual y administrador místico D. Mamerto, maestrescuela de la Santa Iglesia Catedral, fué convirtiéndose en paulino, en siervo de María, en cofrade del Corazón de Jesús; y, lo que importaba más que todo, ayunó, frecuentó los Sacramentos, huyó de lo que le mandaron huir, creyó cuanto le mandaron creer, aborreció lo aborrecible; y, en fin, llegó a ser el borrego más humilde y dócil de la diócesis; tanto, que D. Mamerto, el maestrescuela, hombre listo, al ver oveja tan sumisa y de tantos posibles, le llamaba para sus adentros "el Toisón de Oro".
III
Todos los comerciantes saben que sin buena fe, sin honradez general en los del oficio, no hay comercio posible; sin buena conducta, no hay confianza, a la larga; sin confianza, no hay crédito; sin crédito, no hay negocio. Por propio interés ha de ser el negociante limpio en sus tratos; una cosa es la ganancia, con su engaño necesario, y la trampa es otra cosa. Así pensaba Zaldúa, que debía gran parte de su buen éxito a esta honradez formal; a esta seriedad y buena fe en los negocios, una vez emprendidos los de ventaja. Pues bien; el mismo criterio llevó a su otro negocio. Sería no conocerle pensar que él había de ser hipócrita, escéptico: no; se aplicó de buena fe a las prácticas religiosas, y si, modestamente, al sentir el dolor de sus pecados, se contentó con el de atrición, fué porque comprendió, con su gran golpe de vista, que no estaba la Magdalena para tafetanes, y que a D. Fermín Zaldúa no había que pedirle la contrición, porque no la entendía. Por temor al castigo, a perder el alma, fué, pues, devoto; pero este temor no fué fingido, y la creencia ciega, absoluta, que se le pidió para salvarse, la tuvo sin empacho y sin el menor esfuerzo. No comprendía cómo había quien se empeñaba en condenarse por el capricho de no querer creer cuanto fuera necesario. Él lo creía todo, y aun llegó, por una propensión común a los de su laya, a creer más de lo conveniente, inclinándole al fetichismo disfrazado y a las más claras supersticiones.
En tanto que Zaldúa edificaba el alma como podía, su palacio era emporio de la devoción ostensible y aun ostentosa, eterno jubileo, basílica de los negocios píos de toda la provincia, y a no ser profanación excusable, llamáralo lonja de los contratos ultratelúricos.
Mas sucedió a lo mejor, y cuando el caudal de D. Fermín estaba recibiendo los más fervientes y abundantes bocados de la piedad solícita, que el diablo, o quien fuese, inspiró un sueño, endemoniado, si fué del diablo, en efecto, al insigne banquero.
Soñó de esta manera. Había llegado la de vámonos; él se moría, se moría sin remedio, y don Mamerto, a la cabecera de su lecho, le consolaba diciendo:
—Ánimo, don Fermín, ánimo, que ahora viene la época de cosechar el fruto de lo sembrado. Usted se muere, es verdad, pero ¿qué? ¿Ve usted este papelito? ¿Sabe usted lo que es?—Y don Mamerto sacudía ante los ojos del moribundo una papeleta larga y estrecha.
—Eso... parece una letra de cambio.
—Y eso es, efectivamente. Yo soy el librador y usted es el tomador; usted me ha entregado a mí, es decir, ha entregado a la Iglesia, a los pobres, a los hospitales, a las ánimas, la cantidad... equis.
—Un buen pico.
—¡Bueno! Pues bueno; ese pico mando yo, que tengo fondos colocados en el cielo, porque ya sabe usted que ato y desato, que se lo paguen a su espíritu de usted en el otro mundo, en buena moneda de la que corre allí, que es la gracia de Dios, la felicidad eterna. A usted le enterramos con este papelito sobre la barriga, y por el correo de la sepultura esta letra llega a poder de su alma de usted, que se presenta a cobrar ante San Pedro; es decir, a recibir el cacho de gloria, a la vista, que le corresponda, sin necesidad de antesalas, ni plazos ni fechas de purgatorio...
Y en efecto; siguió don Fermín soñando que se había muerto, y que sobre la barriga le habían puesto, como una recomendación o como uno de aquellos viáticos en moneda y comestibles, que usaban los paganos para enterrar sus muertos, le habían puesto la letra a la vista que su alma había de cobrar en el cielo.
Y después él ya no era él, sino su alma, que con gran frescura se presentaba en la portería de San Pedro, que además de portería era un Banco, a cobrar la letra de don Mamerto.
Pero fué el caso que el Apóstol, arrugado el entrecejo, leyó y releyó el documento, le dió mil vueltas, y por fin, sin mirar al portador dijo mal humorado:
—¡Ni pago ni acepto!
El alma de Zaldúa hizo ni más ni menos lo que su propietario D. Fermín hubiera hecho en la tierra en situación semejante. No gastó el tiempo en palabras vanas, sino que inmediatamente se fué a buscar un notario, y antes de la puesta del sol del día siguiente, se extendió el correspondiente protesto, con todos los requisitos de la sección octava, del título décimo del libro segundo del Código de Comercio vigente; y D. Fermín, su alma, dejó copia del tal protesto, en papel común, al príncipe de los apóstoles.
Y el cuerpo miserable del avaro, del capitalista devoto, ya encentado por los gusanos, se encontró en su sepultura con un papel sobre la barriga; pero un papel de más bulto y de otra forma que la letra de cambio que él había mandado al cielo.
Era el protesto.
Todo lo que había sacado en limpio de sus afanes por el otro negocio.
Ni siquiera le quedaba el consuelo de presentarse en juicio a exigir del librador, del pícaro D. Mamerto, los gastos del protesto ni las demás responsabilidades, porque la sepultura estaba cerrada a cal y canto, y además los pies los tenía ya hechos polvo.
IV
Cuando despertó D. Fermín, vió a la cabecera de su cama al maestrescuela, que le sonreía complaciente y aguardaba su despertar, para recordarle la promesa de pagar toda la obra de fábrica de una nueva y costosísima institución piadosa.
—Dígame usted, amigo don Mamerto—preguntó Zaldúa, cabizbajo y cejijunto como el San Pedro que no había aceptado la letra—, ¿debe creerse en aquellos sueños que parecen providenciales, que están compuestos con imágenes que pertenecen a las cosas de nuestra sacrosanta religión, y nos dan una gran lección moral y sano aviso para la conducta futura?
—¡Y cómo si debe creerse!—se apresuró a contestar el canónigo, que en un instante hizo su composición de lugar, pero trocando los frenos y equivocándose de medio a medio, a pesar de que era tan listo—. Hasta el pagano Homero, el gran poeta, ha dicho que los sueños vienen de Júpiter. Para el cristiano vienen del único Dios verdadero. En la Biblia tiene usted ejemplos respetables del gran valor de los sueños. Ve usted primero a Josef interpretando los sueños de Faraón, y más adelante a Daniel explicándole a Nabucodonosor...
—Pues este Nabucodonosor que tiene usted delante, mi señor don Mamerto, no necesita que nadie le explique lo que ha soñado, que harto lo entiende. Y como yo me entiendo, a usted sólo le importa saber que en adelante pueden usted y todo el cabildo, y cuantos hombres se visten por la cabeza, contar con mi amistad..., pero no con mi bolsa. Hoy no se fía aquí, mañana tampoco.
Pidió D. Mamerto explicaciones, y a fuerza de mucho rogar logró que D. Fermín le contase el sueño del protesto.
Quiso el maestrescuela tomarlo a risa; pero al ver la seriedad del otro, que ponía toda la fuerza de su fe supersticiosa en atenerse a la lección del protesto, quemó el canónigo el último cartucho diciendo:
—El sueño de usted es falso, es satánico; y lo pruebo probando que es inverosímil. Primeramente, niego que haya podido hacerse en el cielo un protesto..., porque es evidente que en el cielo no hay escribanos. Además, en el cielo no puede cumplirse con el requisito de extender el protesto antes de la puesta del sol del día siguiente..., porque en el cielo no hay noche ni día, ni el sol se pone, porque todo es sol, y luz, y gloria, en aquellas regiones.
Y como D. Fermín insistiera en su superchería, moviendo a un lado y a otro la cabeza, don Mamerto, irritado, y echándolo a rodar todo, exclamó:
—Y por último... niego... el portador. No es posible que su alma de usted se presentara a cobrar la letra... ¡porque los usureros no tienen alma!
—Tal creo—dijo D. Fermín, sonriendo muy contento y algo socarrón—; y como no la tenemos, mal podemos perderla.
Por eso, si viviera el cura aquel de mi parroquia, le demostraría que yo no puedo perder nada. Ni siquiera he perdido el dinero que he empleado en cosas devotas, porque la fama de santo ayuda al crédito. Pero como ya he gastado bastante en anuncios, ni pago esa obra de fábrica... ni aprendo la oración de San Antonio.