Nota: Se respeta la ortografía original de la época

ARGUMENTO.



El nombre de Protágoras puesto á la cabeza de este diálogo; la solemnidad de una especie de presentacion oficial del jóven Hipócrates al célebre sofista, hecha delante de testigos por Sócrates; lo escogido de los personajes que deben asistir á la discusion que se va á suscitar, Antimæros de Mendo, Hipias de Elea, Prodico de Ceos, amigos de Protágoras; Palaros, Jantipo, Agaton, sus discípulos; esta reunion imponente de sofistas, de jóvenes y de extranjeros, que concurren como á un espectáculo, constituyen un conjunto de detalles característicos, que descubren el pensamiento intimo de Platon en esta composicion à la vez divertida y severa, irónica y profunda; deleitar é ilustrar todo á la vez, poniendo en accion, por medio de la crítica, las costumbres y el espíritu de los sofistas. Este es uno de esos cuadros, aunque más en grande, que Sócrates acostumbraba á presentar en sus polémicas diarias á vista del público, para llevar a cabo su reforma, y en las que empleaba con arte la ironía y el buen sentido para desacreditar la escuela sofistica, entregando al ridículo y, por último, condenando al silencio á sus más famosos jefes.

Era preciso dar representacion á estas escenas de comedia, en las que Protágoras desempeña el papel de corifeo de los sofistas, mientras que Sócrates se complace en tomar, tan pronto el papel de un farsante burlon, tan pronto el de un espectador descontento y despiadado, y de aquí el objeto de la discusion producido naturalmente por la situacion del jóven hijo de Apollodoro. Hipócrates solicitó, en efecto, de Sócrates que le proporcionara un maestro capaz de enseñar lo que debe saber un jóven de su edad. ¿Qué otra cosa puede ser sino la virtud? ¿la virtud puede ser enseñada?; hé aquí la cuestion. Protágoras sostiene la afirmativa, y Sócrates la tésis contraria; y este debate contradictorio forma el curso de este diálogo, que algunas líneas bastarán para resumir.

Protágoras, para darse importancia á los ojos de Sócrates y de la gente que rodea, se alaba de enseñar el arte de gobernar los negocios privados y públicos, es decir, la política. Sócrates se sorprende de que la política pueda enseñarse, por la sencilla razon de que los negocios públicos son, entre todos, los únicos sobre los que los ciudadanos de todas las condiciones y de todas las profesiones son admitidos diariamente á dar su dictámen, y esto sin haber recibido jamás ninguna enseñanza. Tambien lo extrañó por esta otra razon, y es que los más grandes políticos, Perícles, por ejemplo, jamás han podido trasmitir á sus hijos su propia habilidad.

Poco impresionado con estos dos argumentos, el sofista propone con confianza dar, ya con el auxilio de una fábula, ya valiéndose del razonamiento, la prueba incontestable de que la política puede enseñarse. Refiere entonces la vieja leyenda de los dioses, encargando á Epimeteo y á su hermano Prometeo dar facultades diversas á todos los séres del universo, la imprevision de Epimeteo, el mañoso robo de Prometeo en las fraguas de Vulcano, en fin, la intervencion suprema de Júpiter, dando liberalmente å cada uno de los mortales una parte de los bienes que aún no se habian repartido, la justicia y el pudor. Gracias á estas dos virtudes, que están en el fondo mismo de la política, nada más natural, ni más necesario, que el que todos los ciudadanos sepan deliberar sobre las cosas públicas. Esta ciencia es un don de los dioses. Y así es que no hay un hombre sobre la tierra que imagine otro hombre, es decir, un sér en todo semejante á él, privado de la idea de la justicia. Hé aquí cómo queda desvanecida la primera duda de Sócrates.

Protágoras rebate de la misma manera la segunda objecion de Sócrates. ¿Cómo puede sostenerse que la justicia no puede enseñarse, cuando es constante que los hombres injustos son todos los dias y por todas partes reprimidos y castigados? Si la privacion de la idea de justicia fuese un defecto de la naturaleza, seria una locura imponer castigos á los que la naturaleza hubiere privado de ella. ¿Se castiga á los enfermizos y contrahechos? No, porque no está en su mano remediarlo. Pero se castiga á los malos, porque está en su mano hacerse justos. Los hombres piensan, por lo tanto, que se puede aprender la justicia. Y así. todos los ciudadanos, tanto por sí mismos, como por medio de los maestros, se esfuerzan, interesándose en los negocios públicos, en inspirar á sus hijos la idea de la justicia. Y si los hijos de los hombres virtuosos raras veces heredan la virtud de sus padres, la razon de esto es muy sencilla; es porque los hombres no reciben todos disposiciones igualmente felices, y la adquisicion de la más elevada virtud reclama un natural mejor y mayores esfuerzos que lo que requiere la práctica de una virtud comun.

La discusion hasta ahora aparece muy superficial, porque no sale del dominio de los hechos y de los accidentes, sin remontar á un principio. Sócrates, cambiando de táctica, emprende el tratar la cuestion & fondo. Partiendo del principio evidente de que para saber si la virtud puede ser enseñada, es necesario saber en qué consiste, pregunta á Protágoras si la virtud á sus ojos es una en su esencia ó compuesta de partes independientes las unas de las otras, como la justicia, la templanza, el valor. El sofista se esfuerza en sostener la última opinion, hasta que Sócrates le obliga insensiblemente, por una cadena indisoluble de concesiones, á contradecirse á sí mismo, y, en fin, á convenir, á pesar suyo, en que la virtud es una por naturaleza. Sostener que se compone de partes absolutamente distintas, es confesar, por lo pronto, que cada una de estas partes nada tiene en sí de la esencia de la otra, de suerte que la justicia excluiria al valor, y la santidad á la justicia. De aquí esta consecuencia absurda: que la justicia no puede ser valiente, ni la santidad justa. En segundo lugar, si las partes de la virtud se oponen las unas á las otras, una misma cosa podria tener muchas contrarias, lo que implica contradiccion. No, la virtud es una en su esencia, una en su esfuerzo, y todas estas partes, que se separan indebidamente, no son otra cosa que modos diversos de la virtud; diversos, pero no exclusivos, contenidos y unidos en su esencia misma, como las consecuencias lo están en su principio. Diferentes en apariencia y solamente de nombre, estas virtudes en el fondo se llaman la una á la otra, se encadenan, se asocian, y no forman más que un todo. Hé aquí cómo Sócrates, bajo la idea de virtud, abrazando todas las virtudes particulares, establece un principio, que los estóicos, despues de él, falsearon exagerándole. Considerada de esta manera la virtud, no entra en el alma, como lo pretende Protágoras, por una enseñanza progresiva y diversa que poco á poco la penetre por el precepto y por el ejemplo, para que nazca en ella, primero la justicia y despues el valor. La virtud con sus dones diversos nace de la inspiracion de una naturaleza honesta, que por su propio esfuerzo abraza á la vez la esencia y todos los modos, debido al sentimiento innato del bien, que la precede y que la crea. Esta ciencia verdaderamente anterior y superior á la virtud, ninguno puede enseñarla, porque cada uno debe sacarla de sí mismo; nace con nosotros.

Esta argumentacion que parece no tener réplica, no convenció, sin embargo, al sofista, que quiso sostenerse haciendo esta última objecion: que el valor es necesariamente una virtud distinta de todas las demás, puesto que es dado al más injusto y al más depravado de los hombres mostrar valor. Sócrates, valiéndose de razones que reproducen en el fondo ciertos pasajes del Laques, responde, que el valor, desprovisto de prudencia ó más bien de ciencia, no es el verdadero valor. El fondo del verdadero valor es la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no lo son. De aquí se sigue, puesto que todas las virtudes forman una sola, que Sócrates parece contradecirse, convirtiendo la ciencia en condicion de la virtud. Si es una ciencia, se la puede enseñar, lo cual es una contradiccion patente con la conclusion que precede.

Sea que Sócrates no haya tenido por objeto, al fin del debate, más que probar á Protágoras que sabe mejor que un sofista defender y probar el pró y el contra, ó sea que se propusiera dejar sin resolucion la cuestion principal, es decir, si la virtud puede ó no puede ser enseñada, Sócrates rompe la conversacion, dirigiendo al sofista este último epigrama: quizá venga un dia en que llegue á saber que Protágoras es el más sabio de los hombres.


PROTAGORAS

ó

LOS SOFISTAS.



PRIMEROS INTERLOCUTORES.
UN AMIGO DE SÓCRATES Y SÓCRATES.
SEGUNDOS INTERLOCUTORES.
HIPÓCRATES.--PROTAGORAS.--ALCIBIADES.--CRITIAS.
PRODICO.--HIPIAS.


¿De dónde vienes? Sócrates. ¿Pero para qué es pregun- tarlo? Vienes de la caza ordinaria á la que te arrastra el hermoso Alcibiades. Te confieso que el otro dia me com- placia en mirarle, porque me parecia que, á pesar de ser un hombre ya formado, es muy hermoso; porque, acá entre nosotros, puede decirse que no está en su primera juventud, y la barba hace sombrear ya su semblante.

¿Qué tiene que ver eso? ¿Crees que Homero haya co- metido un error en haber dicho que la edad de un jóven que comienza á tener barba es la más agradable?[1] Esta es precisamente la edad de Alcibiades.

Acabo de dejarle. ¿Cómo estás tú con él?

Muy bien, y hoy he notado que estaba conmigo mejor que nunca, porque ha dicho mil cosas en mi favor, y ha tomado mi partido; acabo de dejarle, y te diré una cosa que te parecerá bien extraña, y es, que en su presencia no me fijaba en él, y muchas veces me olvidaba que estaba allí.

¿Qué es lo que os ha sucedido al uno y al otro? ¿Has encontrado por ventura en la ciudad algun jóven más hermoso que Alcibiades?

Mucho más hermoso.

Muy bien; es ateniense ó extranjero?

Extranjero.

¿De dónde es?

De Abdere.

¿Tan hermoso te ha parecido, que á tus ojos ha eclipsado al hijo de Clinias?

¿Hay nada, amigo mio, que impida que el más sabio aparezca tambien el más hermoso?

¡Pero qué! ¿acabas de ver algun hombre sabio?

Si, un sabio, el más sabio de los hombres que hoy existen; si Protágoras puede parecerte tal.

¿Qué me dices? ¡Qué! Protágoras está aquí?

Sí, hace tres dias.

¿Y acabas ahora mismo de dejarle?

Sí, en este momento, y despues de una conversacion muy larga.

¡Ah! si no tuvieses cosa urgente que hacer ¿no querrias referirnos esa conversacion? Siéntate, te suplico, en el sitial que ocupa este niño, que te le cederá.

Con todo mi corazon, y me daré por complacido, si quereis escucharme.

Los complacidos seremos nosotros, si te dignas referirnoslo.

Unos y otros quedaremos obligados, y ahora escu chadme. Esta mañana, cuando aún no habia amanecido, Hipócrates, hijo de Apollodoro y hermano de Fason, vino á llamar muy fuerte á mi puerta con su baston, y apenas le abrieron, cuando se fué derecho á mi cuarto, diciendo en alta voz: —Sócrates, ¿duermes? Como conociera su voz, le dije: hola Hipócrates, ¿qué nueva te trae? —Una gran nueva, me dijo. —Dios lo quiera, le respondí. ¿Pero qué nueva es la que te trae aquí tan de mañana? —Protágoras está en la ciudad, me dijo, manteniéndose en pié frente á mi cama. —Ya; está aquí desde ántes de ayer..le repuse; ¿no lo has sabido hasta ahora? —No lo supe hasta esta noche. Diciendo esto, se aproximó á mi cama á tientas, se sentó á mis piés, y continuó hablando de esta manera: —Volví ayer por la tarde, ya muy tarde, del pueblo de Oenoe, á donde fuí para coger á mi esclavo Satiro, que se me habia fugado; pensaba decírtelo ántes, pero no sé qué otra cosa borró de mi espíritu esta idea. Cuando estuve de vuelta, despues de cenar, y cuando íbamos ya á acostarnos, fué mi hermano á decirme que Protágoras estaba aquí. El primer pensamiento que me ocurrió fué venir à darte esta buena noticia, pero habiendo reflexionado que la noche estaba muy avanzada, me acosté, y despues de un ligero sueño que me ha repuesto de las fatigas de mi viaje, me levanté y me vine aquí corriendo. —Yo que conozco á Hipócrates como un hombre de corazon, y que le veia todo azorado, le dije: ¿pero qué es? Protágoras te ha hecho alguna injuria? —Si, por los dioses, me respondió riéndose, me ha hecho la injuria de ser sabio él sólo, y no hacerme á mí sabio. —¡Oh! le dije, y si le das dinero y le puedes comprometer á que te admita por discípulo, tambien te haria sabio. —¡Quiera Júpiter y los demás dioses que así seal me dijo; gastaré hasta el último óbolo y agotaré la bolsa de mis amigos, si tal sucede. Lo que me trae es suplicarte que le hables por mí; porque además de que yo soy demasiado jóven, jamás le he visto ni conocido, pues cuando hizo aquí su primer venida, era yo un niño. Pero oigo decir á todo el mundo muy bien de él y se asegura que es el más elocuente de los hombres. ¿No será bueno que vayamos á su casa ántes de que salga? Me han dicho que está en casa de Callías, hijo de Hiponico; vamos allá, te lo suplico encarecidamente. —Es demasiado temprano, le dije, pero vamos á pasearnos á mi pórtico; allí hablaremos hasta que rompa el dia, y despues iremos; te aseguro que le encontraremos, porque Protágoras no sale.

Bajamos, pues, al pórtico, y estando paseándonos, quise penetrar el pensamiento de Hipócrates. Con esta mira, para sondearle le pregunté: y bien, Hipócrates. vas á casa de Protágoras á ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa; ¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? Si fueses á casa de Hipócrates, ese gran médico de Cos, que lleva el mismo nombre que tú, y que desciende de Esculapio, y le ofrecieses dinero, si alguno te preguntase: Hipócrates, ¿á qué clase de hombre pretendes dar este dinero destinado & Hipócrates? —Yo responderia: á un médico. —¿Y qué es lo que querrias hacerte, dando ese dinero? —Médico, diria. —Y si fueses á casa de Policleto de Argos ó á casa de Fidias de Atenas, y les dieses dinero para aprender de ellos alguna cosa, y te preguntasen en igual forma, quiénes son estos dos hombres Policleto y Fidias á quienes ofreces dinero, ¿qué responderias? —Que son escultores. —¿Y si te preguntasen para qué, respecto de tí? —Para hacerme escultor, responderia.

Está perfectamente. Ahora vamos tú y yo á casa de Protágoras, dispuestos á darle todo lo que pida por tu instruccion, hasta donde alcance nuestra fortuna; y si no! alcanza, acudiremos á los amigos. Si alguno, viendo este empeño tan decidido, nos preguntase: Sócrates é Hipócrates, decidme, dando este dinero á Protágoras, ¿á qué hombre creeis darlo? ¿qué le responderiamos? ¿Con qué nombre conocemos á Protágoras, como conocemos á Fidias con el de estatuario, y á Homero con el de poeta? ¿Cómo se llama á Protágoras? —Se llama á Protágoras un sofista, Sócrates. —Bueno, le dije, vamos á dar nuestro dinero á un sofista. —Seguramente. —Y si el mismo hombre, continuando, te preguntase lo que quieres hacerte tú con Protágoras? A estas palabras, mi hombre ruborizándose, porque el dia estaba ya claro para observar el cambio de semblante, si hemos de seguir, me dijo, nuestro principio, es claro que yo me quiero hacer un sofista. —¡Cómo! ¿tendrias valor para darte por sofista á la faz de los griegos? —Si tengo de decir la verdad, te juro, Sócrates, que me daria vergüenza. —¡Ah! ya te entiendo, mi querido Hipócrates, tu intencion no es de ir á la escuela de Protágoras, sino como has ido á la de un gramático, á la de un tocador de lira ó un maestro de gimnasia; porque tú no has ido á casa de todos estos maestros para estudiar á fondo su arte, y para hacerte profesor, sino sólo para ejercitarte y aprender lo que un ciudadano, un hombre libre, debe necesariamente saber.

—Sí, me dijo, hé aquí el provecho que justamente quiero sacar de Protágoras. —¿Pero sabes lo que vas á hacer? le dije. —¿Qué? —Vas á poner tu alma en manos de un sofista, y apostaré á que no sabes qué es un sofista. No sabiendo lo que es. tampoco sabes à quién vas á confiar lo más precioso que tú tienes é ignoras si lo pones en buenasó en malas manos. —¿Por qué?; yo creo saberlo. —Dime, pues, lo que es un sofista. —Un sofista, como su mismo nombre lo demuestra, es un hombre hábil que sabe muchas y buenas cosas. —Lo mismo se puede decir de un pintor o de un arquitecto. Son gentes hábiles, que saben muy buenas cosas. Pero si alguno nos preguntase en qué son hábiles, no dejariamos de contestarles, que en todo lo relativo á hacer cuadros y construir edificios. Si se nos preguntase en qué es hábil un sofista, ¿qué le responderiamos? ¿Cuál es precisamente el arte de que hace profesion? ¿Qué diriamos que es? —Diriamos, Sócrates, que su profesion es hacer hombres elocuentes.—Quizá diriamos la verdad, y esto ya es algo; pero no es todo, y tu respuesta reclama otra pregunta: ¿sobre qué materias hace un sofista á uno elocuente? ¿Por qué un tocador de lira hace á su discípulo elocuente en lo que corresponde al manejo de la lira? —Eso es claro. —En qué el sofista hace á otro elocuente. ¿no es en lo que sabe? —Sin duda. — ¿Qué es lo que sabe y qué es lo que enseña á los demás? — En verdad, Sócrates, no podré decirtelo.

—¿Cómo? le dije, jah! ¿no sabes á qué peligro te expones? Si tuvieras precision de poner tu cuerpo en manos de un médico que no conocieses, y que lo mismo que puede curarte puede matarte, no te mirarias mucho? ¿No llamarias á tus amigos y á tus parientes para consultar con ellos? ¿y no tardarias más de un dia en resolverte? Estimas infinitamente más tu alma que tu cuerpo, y estás persuadido de que de ella depende tu felicidad ó tu desgracia, segun que está bien ó mal predispuesta; y sin embargo, cuando se trata de su salud, no pides consejo ni á tu padre, ni á tu hermano, ni á ninguno de nosotros que somos tus amigos; ni tomas un solo momento para deliberar si debes entregarte á un extranjero que acaba de llegar; si no que, sin más que saber ayer tarde y bien tarde su llegada, vienes al dia siguiente, antes de rayar el alba, para ponerte sin dudar en sus manos, y con la firme resolucion de gastar para ello no sólo tu fortuna, sino tambien la de tus amigos. Este es negocio concluido; es preciso entregarse á Protágoras, á quien no conoces, como tú mismo lo confiesas, y á quien jamás has hablado; sólo sabes que es un sofista, y vas á abandonarte en sus manos, ignorando al mismo tiempo lo que es un sofista. —Lo que me dices es muy cierto, Sócrates; tienes razon. —No adviertes, Hipócrates, que el sofista es un mercader de todas las cosas de que se alimenta el alma? —Así me parece, Sócrates, me dijo. ¿Pero cuáles son las cosas de que se alimenta el alma? —Son las ciencias, le respondí. Pero, mi querido amigo, es preciso estar muy en guardia con el sofista, no sea que, á fuerza de ponderarnos sus mercancías, nos engañe, como hacen los que nos venden las cosas necesarias para el alimento del cuer-! po; porque éstos últimos, sin saber si los géneros que ponen en venta son buenos ó malos para la salud, los alaban excesivamente para salir lo más pronto posible de ellos, sin que los que los compran los conozcan mejor, á ménos que el comprador sea algun médico ó algun maestro de palestra. Lo mismo sucede con estos mercaderes, que van por las ciudades vendiendo su ciencia á los que desean adquirirla, y alaban indiferentemente todo lo que venden. Puede suceder que la mayor parte de ellos ignoren. si lo que venden es bueno ó malo para el alma, y que los que compran estén en la misma ignorancia, á ménos que no se encuentre alguno que sea buen médico de alma. Si te conoces, pues; si sabes lo que es bueno ó malo, puedes comprar con seguridad las ciencias en casa de Protágoras ó en la de todos los demás sofistas; pero si no te conoces, no expongas lo que te debe ser más caro en el mundo, mi querido Hipócrates, porque el riesgo que se corre en la compra de las ciencias es mucho mayor que el que se corre en la compra de las provisiones de boca. [ Despues que se han comprado estas últimas, se las lleva á casa en cestos ó vasijas que no las pueden alterar, y ántes de gastarlas, se tiene tiempo para consultar y llamar en su socorro á los que saben qué cosas deben comerse ó beberse, qué cantidad puede tomarse y el tiempo en que debe hacerse; de manera que el peligro nunca es grande. Pero respecto de las ciencias, no sucede lo mismo; porque no se las puede poner en ningun cesto ó vasija, sino en el alma, y desde que queda hecha la compra, el alma necesariamente las lleva consigo y las retiene por el resto de sus dias. Sobre este objeto debemos consultarnos con personas de más edad y más experimentadas que nosotros: porque nosotros somos demasiado jóvenes para decidir sobre un negocio tan importante. Pero vamos allá, puesto que estamos en camino; oiremos & Protágoras, y despues de haberle oido, se lo comunicaremos á los demás. Protágoras no estará solo, y encontraremos allí á Hipias de Elea, y áun creo que estará Prodico de Ceos y muchos otros, gente toda de ciencia.

Tomada esta resolucion, emprendimos nuestra marcha. Cuando llegamos á la puerta, nos detuvimos para terminar una ligera disputa que sostuvimos mientras nos dirigiamos á la casa; esto ocupó un poco de tiempo hasta que nos pusimos de acuerdo. Pienso, que el portero, que es un viejo eunuco, nos escuchó, y que aparentemente el número de sofistas que llegaban allí á cada momento le habia puesto de mal humor con todos los que se aproximaban á la casa; pues apenas hubimos llamado, cuando abriendo su puerta y mirándonós, dijo: ah! ah! aún más sofistas, ya no es tiempo; y tomando su puerta con sus dos manos nos dió con ella en el rostro, cerrándola con toda su fuerza. Nosotros volvimos á llamar, y nos respondió de la parte de adentro: qué! ¿no me habeis entendido? ya os he dicho, que mi amo no ve á nadie.—Amigo mio, le dije, no venimos aquí á interrumpir á Callías, ni somos soistas; abre, pues, sin tenor; nosotros venimos á ver á Protágoras, y á tí te vasta anunciarnos. A pesar de esto, se hizo violencia en abrirnos la puerta.

Cuando entramos, encontramos á Protágoras, que se paseaba delante del pórtico, y con él estaban de un lado Callías, hijo de Hiponico y su hermano uterino Paralos, hijo de Perícles, y Carmides, hijo de Glaucon; y del otro lado estaban Jantipo, el otro hijo de Perícles, Filipides, hijo de Filomeles, y Antimeros de Menda[2] el más famoso discípulo de Protágoras, y que aspira á ser sofista. Detrás de ellos marchaba una porcion de gente, que en su mayor número parecian extranjeros, que son los mismos que Protágoras lleva siempre consigo por todas las ciudades por donde pasa, y á los que arrastra por la dulzura de su voz, como Orfeo. Entre ellos habia algunos atenien. ses. Cuando vi esta magnífica reunion. tuve un placer singular en ver con qué aplomo y con qué respeto marchaba toda esta comitiva detrás de Protágoras, teniendo el mayor cuidado en no ponerse delante de él. Desde que Protágoras daba la vuelta con los que le acompañaban, se veia aquella turba, que le seguia, colocarse en círculo á derecha é izquierda, hasta que él pasaba, y en seguida colocarse detrás.

Despues de él, vislumbré, sirviéndome de la expresion de Homero[3], á Hipias de Elea, que estaba sentado al otro lado del pórtico en un sitial elevado, y cerca de él sobre las gradas observé á Eriximaco, hijo de Acumenos, Fedro de Mirriñusa[4], Andron, hijo de Androtion, y algunos extranjeros de Elea mezclados con los demás. Al parecer dirigian algunas preguntas de fisica y de astronomía & Hipias, é Hipias de lo alto de su asiento resolvia todas sus dificultades. Asimismo ví allí á Tantaro[5], quiero decir, Prodico de Ceos, que había llegado tambien á Atenas, pero estaba en un pequeño cuarto que sirve ordinariamente de despacho & Hiponico, y que Callías, á causa del excesivo número de huéspedes, habia arreglado para estos extranjeros, despues que le hubo desocupado. Prodico estaba aún acostado, envuelto en pieles y cobertores, y cerca de su cama estaban sentados Pausanías, del pueblo de Ceramis, yunjóven que me pareció bien portado y el más hermoso del mundo. Me parece haber oido llamarle Agaton, y mucho me engañaré, si Pausanías no estaba enamorado de él. Además estaban los dos Adimantos, el uno hijo de Cefis y el otro hijo de Leucolofides, y algunos otros jóvenes. Como yo estaba de la parte de fuera, no pude saber el objeto de su conversacion, por más que desease ardientemente oir á Prodico que me parecia un hombre muy sabio, ó mas bien, un hombre divino. Pero tiene la voz tan gruesa, que causaba en la habitacion cierto eco que impedia oir distintamente lo que decía. Entramos nosotros, y un momento despues llegaron el hermoso Alcibiades, como tienes costumbre de llamarle y con mucha razon, y Critias, hijo de Callescrus.

Despues de estar allí un poco de tiempo y de ver lo que 25 pasaba nos dirigimos á Protágoras. Cerca ya de él, le dije: -Protágoras, Hipócrates y yo venimos aquí para verte. -¿Quereis hablarme en particular ó delante de toda esta gente? -Cuando te haya dicho el objeto de nuestra venida, le dije, tú mismo verás lo que más conviene. - ¿Y qué es lo que os trae? nos dijo. - Hipócrates, que aquí ves, le respondí, es hijo de Apollodoro, una de las más grandes y ricas casas de Atenas, y es de tan buen natural, que ningun hombre de su edad le iguala; quiere distinguirse en su patria, y está persuadido de que, para conseguirlo, tiene necesidad de tus. lecciones. Ahora ya puedes decir si quieres que conver- semos en particular ó delante de todo el mundo. -Está muy bien, Sócrates, que tomes esta precaucion para conmigo; porque tratándose de un extranjero que va á las ciudades más populosas, y persuade á los jóvenes de más mérito á que abandonen á sus conciudadanos, pa- rientes y demás jóvenes ó ancianos, y que sólo se liguen á él para hacerse más hábiles con su trato , son pocas cuantas precauciones se tomen, porque es un oficio muy delicado, muy expuesto á los tiros de la envidia, y que ocasiona muchos odios y muchas asechanzas. En mi opi- nion, sostengo que el arte de los sofistas es muy antiguo. pero los que la han profesado en los primeros tiempos por ocultar lo que tiene de sospechoso. Trataron de encu- brirla, unos, con el velo de la poseía como Homero, Hesiodo y Simonides; otros, bajo el velo de las purificaciones y profecías,como Orfeo y Museo; aquellos la han disfrazado bajo las apariencias de la gimnasia, como Iccos de Ta- rento, y como hoy dia hace uno de los más grandes sofis- tas que han existido, quiero decir, Herodico de Selibria (1) (1) Selibria, hoy dia Silivri, ciudad del Sudoeste de la Tra- cia sobre la Propóntide Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/28 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/29 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/30 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/31 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/32 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/33 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/34 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/35 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/36 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/37 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/38 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/39 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/40 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/41 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/42 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/43 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/44 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/45 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/46 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/47 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/48 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/49 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/50 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/51 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/52 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/53 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/54 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/55 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/56 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/57 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/58 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/59 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/60 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/61 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/62 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/63 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/64 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/65 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/66 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/67 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/68 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/69 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/70 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/71 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/72 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/73 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/74 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/75 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/76 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/77 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/78 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/79 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/80 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/81 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/82 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/83 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/84 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/85 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/86 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/87 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/88 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/89 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/90 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/91 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/92 Página:Obras completas de Platón - Tomo II (1871).djvu/93 admiro, y que, entre todos los de tu edad, no hay ninguno que no esté infinitamente por bajo de tí. Añado, que no me sorprenderé, si algun dia tu nombre aparece entre los personajes que se han hecho célebres por su sabiduría. En otra ocasion hablaremos de estas materias, y lo haremos cuantas veces quieras. Por ahora basta, porque un negocio me precisa á ausentarme.

—Marcha á tus negocios, respondí yo, Protágoras, puesto que así lo quieres. Así como así, há mucho rato que yo debiera haber partido para ir á donde se me aguarda, y sólo por complacer al buen Callías, que me lo suplicó, he permanecido aquí.

Dicho esto, cada uno se retiró á donde le pareció.


  1. Homero, Odisea, l. X, v. 279.
  2. Ciudad de Tracia.
  3. Esta palabra se toma del libro II de la Odisea, verso 601.
  4. Aldea de Ática.
  5. Homero. Odisea, lib. XI, v. 582.