Prosa por José Rizal/Un Libre Pensador

Prosa: edición del centenario (1961)
de José Rizal
Un Libre Pensador
UN LIBRE PENSADOR


No he visto nunca en mi vida un ser más antipático que el libre-pensador.

Desde mi infancia yo le he tenido miedo, y horror en mi adolescencia. —Ahora yo no sé qué pensar de él.

Cuando niños, nos acostumbran a ver bajo este nombre un ser condenado por nuestra santa Religión o al menos por nuestros sacerdotes, un alma entregada al diablo porque no piensa como nosotros ni como los ministros de nuestro Dios; ya adolescentes, cuando, salidos apenas de los juegos infantiles y del regazo de nuestras madres, dejamos los cometas y los caballitos de madera, para discutir los eternos principios de la Moral, para sondear las profundidades del alma, para desenvolver y refutar tantos sistemas filosóficos, para penetrar en las inmateriales regiones, dédalos tal vez, de la Metafísica, y guiados por manos maestras llegamos hasta a descifrar todos los enigmas que pavimentan el camino de la vida; cuando, con la fe en el alma, el amor en el corazón y la confianza en todo nuestro ser, vamos admitiendo sin réplica ni duda, sin discusión ni reserva suficientes, todo lo que nos dicen nuestros grandes maestros, todo lo que se nos presenta como dogmático e infalible, entonces llenos de luz y de celo religioso concebimos un horror por esas ovejas descarriadas que se han dado a conocer con el nombre de libre-pensadores.

¡Orgullosos! les decíamos nosotros, almas huecas y vanas que no admitís más que lo que vuestra razón os dicta; que raciocináis sin partir de nuestros santos y saludables principios; vosotros, mezquinos de concepción, estrechos de espíritu, no comprendéis nuestras luminosas creencias, ¡ay de vosotros!

Y con tanta caridad como filosofía les veíamos condenados para toda una eternidad. Absolutamente exclusivistas, como debían de serlo, todos los partidarios de la verdad que no es más que una y que todo lo demás es mentira, huíamos su contagio, esquivábamos su presencia, cerrábamos nuestros ojos y nuestros oídos a sus escritos y a sus palabras.

Y no hablo yo aquí de esos libre-pensadores de pega, de moda, de imitación o de tono, no; sus objeciones y razonamientos los destruíamos con dos o tres distingos que ellos no solían comprender y les hacíamos volver como mansos corderitos a nuestro corral, tan amigos siempre. ¿Qué podían hacer contra nosotros, los que nos hemos amamantado con jugos escolásticos? Católico desde los cinco años, filósofo a los catorce, metafísico a los quince, teólogo a los diez y seis, nuevos Davides, derribábamos a esos Goliaths en un santiamén que las viejas se quedaban embobadas de nuestra sabiduría.

No, yo no me refiero a esos libre-pensadores; no merecen que uno se tome la molestia de disentir con ellos: yo me refiero a esos hombres dejados de la mano de Dios, que perseveran en el mal, que cierran los ojos a la luz, a esos que están convencidos de lo que dicen, que han raciocinado mucho y que mueren en la impenitencia final, como dice mi maestro. ¡Ah! tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, su corazón es como las piedras donde nada puede sembrarse ni germinar.

Yo he tenido la triste suerte de conocer a uno de estos desgraciados y por más que le he querido convertir nada he conseguido.

Era un famoso médico, a quien sus colegas todos llamaban sabio, hombre de muy profundos y extensos conocimientos en los diferentes ramos que componen la ciencia humana. Mientras no ha hecho más que explicarme la asignatura de la que era profesor, le he admirado y he bajado mi cabeza; pero tan pronto como entraba en el terreno filosófico-religioso he dejado de oirle me he reído de sus explicaciones.

Y sin embargo, parecía que tenía razón: tan claras eran sus demostraciones y tan contundentes sus argumentos. Pero aleccionado yo desde mi más tierna juventud no caía nunca en esas engañadoras apariencias del diablo, y oponía a la realidad la fe, al raciocinio el dogma y nunca me faltaba ocasión de poner un distingo que me dejaba muy satisfecho.

Aparte de todo esto, el médico L. era de costumbres muy sencillas sin ser groseras, maneras naturales sin ser familiares jamás y gustaba de hablar con nosotros, de discutir hasta sobre la filosofía pero sin llevar jamás sus ataques a nuestra religión, exponiendo de cuando en cuando sus opiniones propias, respetando siempre las de los demás. Así que si no fuera porque le encontrábamos un poco más liberal quizás de lo que debiera ser, hubiéramos llegado a amarle; pero enemigo de mi Dios, debe ser también enemigo mío.

Viendo yo que alma preciosa e ilustrada se condenaba irremisiblemente si yo, faltando a la caridad cristiana, no me dignaba instruirle en la verdadera religión, hacer penetrar algunos rayos de luz dentro de aquella inteligencia oscurecida, hice el firme propósito de convertirle, darle parte de las verdades de que rebosaban mi inteligencia y mi corazón.

Y así, aprovechando un día en que él estaba muy triste, me acerqué a él, dispuesto a discutir con él para traerle al buen camino. Cuando las aflicciones descienden al alma, es señal de que Dios quiere prepararle para las cosas buenas. O como diría un gran predicador dominico que me embelesaba en mi niñez: "Cuando la fresca lluvia de las celestes lágrimas cae sobre el árido terreno del estéril corazón del alma, las gotas de la gracia fecundan el suelo que el calor del infierno ha secado y entonces el sembrador de la Iglesia puede plantar en aquellos regados surcos la divina semilla de los mandamientos de nuestra Sta. Madre, la Iglesia."

Yo ya me recreaba con la idea de que iba a convertir a un gran hombre, por lo que mereceré se me perdonen mis pecados: así que encontrándole un día pensativo en su jardín me acerqué a él con la idea de llevarle a una discusión teológica.

¡Ah! exclamó al verme con su natural afabilidad. Viene V. muy a propósito; vea V. en este injerto como ha obrado aquí la naturaleza… es casi admirable.

Y se puso pensativo.

—Dios, querrá V. decir —me apresuré a rectificar su frase.

—Dios o la naturaleza, amigo mío, me es igual —contestó con una triste sonrisa. Sabe V. muy bien que una de las muchas acepciones que dan los escolásticos a la palabra natura es Deus. Por lo demás yo no me meto a buscar si es Dios mismo quien obra ahí o la naturaleza ordenada por Dios. Pero dejemos esto que es una cuestión árida y nada sacaríamos en claro: hablemos de V.

No, no, —dije yo— al contrario hablemos sobre esto; es una conversación que me gusta mucho porque me entera de muchas cosas y me confirma en mis creencias.

Se sonrió tristemente y repuso:

—Cuénteme V. algo de su país, tengo tantos deseos de ver, y, sin embargo, me parece que moriré sin haberlo visto. A mi edad…

—A su edad de V. —repliqué— no debe V. pensar ya en viajes; hay uno que debe preocuparle a V. más y vamos a hablar de ese.

—¿Lo ha hecho V. alguna vez? —me preguntó adivinando mis palabras.

—No, pero otros lo han hecho, como V. y yo lo haremos.

—¿Está V. seguro?

—Y tan seguro.

—¿Pero cómo sabe V. que se hace ese viaje? ¿Quién se lo ha dicho?

—¿Como? quién pues… nuestra Sta. Madre, la Iglesia.

—¿Y a ella quién se lo dijo?

—Jesucristo en sus Evangelios.

—¿Quién hizo los Evangelios?

—Los apóstoles.

—¿Está V. seguro?

—¡Ya lo creo! Además…

—Perfectamente, si V. está seguro, sea enhorabuena; Dios no le puede a V. pedir más porque V. obra como piensa, piensa como cree, y cree según su conciencia. Dios no pide imposibles. —Y consultando su reloj, me convidó a comer con él pues ya era la hora.

Conocí que huía toda discusión; yo, no queriendo exasperarle, aplacé para otro día la conversión, prometiéndome mejor éxito.

Lo que más me alentaba en la tarea que había emprendido era que notaba en él, además de su recto sentido moral, su natural apego o una especie de simpatía a nuestra Sta. Religión. Su mujer y su hija eran católicas, oían misa, confesaban, comulgaban y ayunaban siempre que la Iglesia lo mandaba. Por su parte, aunque él no practicaba los sacramentos, su vida era bastante ejemplar, no se le conocía ni un vicio: curaba gratis a los pobres dándoles hasta las medicinas, distribuía limosnas y no se le oyó nunca hablar mal de nadie, ni del gobierno siquiera, que es todo lo que se puede decir.

—¡Qué lástima —me decía yo muchas veces— que tantas virtudes no sirviesen para nada y que tanta ciencia y tanta abnegación parasen en el infierno! —Verdad es que no le olvidaba en mis rezos, lo que me parece que debía contribuir a mantenerle en tal estado.

Como decía, él tenía una hija muy buena, bastante bella pero muy simpática.

Decidido a ser su sombra (se entiende buena) determiné hacer el amor a su hija para así tener más ocasión de hablarle y de encontrarle en casa y a ver si entre su hija y yo logramos traerle al buen camino.

Me dirán Vs. que el camino que he escogido es un poquito largo: tal vez tengan Vs. razón, pero es el más seguro, ¡todo sea por amor de Dios!

Hícele, pues, el amor a la niña; pero Dios, sin duda para probarme, decretó que ella no admitiese mi amor apesar de vivas protestas, de mis frecuentes visitas, de hablarle del Cielo y de mis esperanzas. Llegué un momento a creer que el diablo, temiendo la realización de mi plan, impedía por todos los medios posibles mis santas aspiraciones; pero reflexionando un poco comprendí que no podía ser así por la razón siguiente. El diablo, muy astuto, muy tentador, hubiera favorecido nuestros amores, para después distraerme, apartarme de mi camino y hacerme entrar en otras vías.

Convencido, pues, de que todo era designio divino, me animé más y más viendo en ello la señal segura de que todo lo que hacía era a sus ojos agradable.

Aprovechaba todas las ocasiones para disputar con él, y como era muy versado en las Sagradas Escrituras, en los Evangelios y en las obras de los Stos. Padres, tenía yo también que estudiar estos fundamentos de nuestra Religión para no quedarme atrás…

Él no admitía la doctrina cristiana. Yo le hablé de los cuatro infiernos que hay en el centro de la tierra, según el P. Astete y me contestó con una sonrisa. Por lo demás, él no me negaba nada, pero no admitía tampoco todo lo que le decía.

Un día yo le pregunté si teníamos alma y si el creía en ella, me contestó: ¿Cree V. en ella?

—Sí, y estoy convencido de que existe y cómo existe y porque existe.

—Mejor que mejor —me contestó y me habló de otras cosas.

Sin embargo él una vez en la clase se dejó decir que no teniendo nosotros exacto conocimiento de lo que es la materia, desconocemos sus cualidades y por consiguiente no podemos negar a ella las que no sabemos a que género de ser pertenecen exclusivamente.

En otra ocasión dijo que el hombre concibe las ideas de un modo material y siempre bajo una forma, y que no tiene nunca una noción exacta de lo que es infinito ni lo que es ilimitado, y que todo lo que se imagina o se forma en su inteligencia está en analogía con los objetos exteriores.

Una vez con motivo de un gran acontecimiento, dijo en medio de su entusiasmo que el hombre, para ser responsable de sus actos, para merecer el premio o el castigo, debe obrar solamente según su conciencia y su razón sin dejarse llevar de ajenas opiniones: porque desde el instante en que obra a influencias de otro, pierde su carácter de libre y no obra según él sino según los otros. Sostiene, sin embargo, que la conciencia debe ser ilustrada y sustraerse a toda presión. Dijo también que Dios no pide al hombre un imposible, y por consiguiente no le exige que vea blanco lo que es negro y negro lo que es blanco. "Si mi razón me dice que ha de ser así, no debo creer que ha de ser lo contrario: el que razone con más o menos claridad, eso no me incumbe; no tengo obligación de ser sabio, sino hombre de conciencia y de convicciones: sin embargo, yo no rechazo las luces siempre que me puedan alumbrar."

Yo notaba que apenas adelantaba en mis dos conquistas. Tanto el padre como la hija permanecían aún de pie y no se rendían. No obstante observé que el padre se mantenía más y más en sus opiniones y la hija se ablandaba de día en día aunque insensiblemente.

Veía allí tan claro la mano de Dios y estaba ya casi tocando el fruto de tantos trabajos, cuando un día cayó enfermo el padre para no levantarse ya más. Un joven médico, pariente de la casa, se encargó de asistirle; gozaba de gran reputación y que el mismo enfermo apreciaba como médico y como amigo. Excuso deciros que he ido a velar junto a su cama dos o tres noches, ya espiando todos los momentos para hablarle de Dios, ya platicando con su hija que se volvía de día en día más pensativa y más amable también para mí. Yo ya me interesaba mucho por ella quizás porque veía en ella el instrumento de Dios para fines laudables; y puedo aseguraros de la pureza de mis pensamientos. Y hasta hubiera sido capaz de casarme con ella si así hubiera sido menester, todo sea por amor de Dios.

El enfermo, sin embargo, notaba que se aproximaba a la tumba, y varias veces así lo ha expresado. Recuerdo aún la noche que precedió a su muerte. Estábamos reunidos en la alcoba, él en la cama, su esposa, su hija y yo.

Pálido, descarnado, con la fisonomía triste y profunda, respirando fatigosamente, pero bañado siempre en una especie de atmósfera de tranquilidad que daba a sus facciones una simpatía singular.

Su señora rezaba fervorosamente en silencio, sentada en una silla: toda su mirada se reconcentraba en su esposo, pero; ¡qué mirada! … Se veía que ella recordaba todo un pasado feliz… No había un crucifijo siquiera.

La hija, que hacía dos noches que no había dormido, estaba inmóvil sentada en un sillón; su mirada vagaba sin fijarse en ningún objeto. Qué bella me parecía con su palidez y con sus suplicantes ojos. Si el enfermo fuese católico yo la hubiera tomado por el Ángel de la guardia que vela en la cabecera del enfermo para transportar su alma al cielo, pero, desgraciadamente, no podía ser así.

—Acercaos —dijo el enfermo con voz desfallecida pero cariñosa— acercaos: los momentos me son preciosos… conozco que mi hora se acerca y dentro de poco quizás vea a Dios y penetre lo que siempre he ignorado…

—Sí —me apresuré a contestar— va V. a comparecer delante de Dios, reciba pues los sacramentos.

—Amigo mío —me contestó con un gesto breve y fijando en mí una mirada de agradecimiento— gracias por sus buenos deseos; pero no hablemos de eso… voy a morir y necesito este tiempo para dedicarlo a mi familia.

Los sollozos de la madre y de la hija largo tiempo reprimidos dejaron oir.

—¿Cómo? ¿Lloráis vosotras que creéis en la otra vida? exclamó— yo soy quien debo de llorar, que no sé que será de vosotras.

—¡Oh! en cuanto a eso descuide V. —interrumpí vivamente.

—¿Qué será de vosotras? —prosiguió— Ven, hija mía, acércate; pon tus manos en las mías… están frías… es que la muerte se acerca… yo ya no siento bien el calor de las tuyas.

—¡Papá… papá! —gritó llorando su hija y cayendo de rodillas.

La esposa estaba también arrodillada al pié del lecho.

—No lloréis… antes bien escuchadme… En la inmensa duda acerca del porvenir… hoy que os voy a dejar vuestra existencia sólo me preocupa… oye, hija mía: sé que tú amas, aunque no me lo has dicho nunca, pero yo lo sé… no es verdad?… pues bien…

—Oh, no se ocupe V. de eso, papá… si V. no lo quiere no le amaré.

Mi corazón palpitó y me acerqué más para oir mejor.

—No, no de ningún modo —repuso el enfermo— yo apruebo tu elección y deseo que te cases con él.

Estaba a punto de caerme de rodillas para darle las gracias, cuando se abre la puerta y entra el médico todo conmovido. El aspecto del cuarto le sorprendió.

—Te esperaba, hijo mío —le dijo el enfermo— ven, arrodíllate… así yo te doy mi hija… haz de ella una buena esposa… yo bendigo vuestro amor…

Y expiró.

Yo no sé lo que pasó por mí; ya no me di cuenta de los que sucedió después.

Siempre que pienso que aquella alma se ha perdido para siempre y yo no lo he podido salvar… yo que tanto he trabajado… ¡Ah! ¡La impenitencia final!

El castigo que da Dios a esos libre-pensadores… ¡Horror!

Desde entonces, viendo la mano de Dios retirada de estos desgraciados, yo ya no pienso convertir a ninguno. ¡Qué se condenen!

Y para eso ¡he tenido que hacer el amor a su hija!


NOTA

En este cuento que Rizal escribió probablemente en Madrid hacia 1884, según D. Mariano Ponce, él tuvo a la vista la mentalidad entonces en Filipinas de considerar a los librepensadores como seres execrables, almas entregadas al diablo; y como enemigos de Dios iban derechito al infierno, condenados para toda la eternidad, según los sacerdotes.