Prosa por José Rizal/Mariang Makiling
En mi pueblo se conserva una leyenda, la leyenda de Mariang Makíling.
Era una joven que habitaba el hermoso monte que separa las provincias de La Laguna y Tayabas. Jamás se supo a punto fijo el lugar de su morada, porque los que tuvieron la fortuna de dar con ella después de vagar mucho tiempo como perdidos en los bosques, ni han podido volver, ni han sabido encontrar el camino, ni están conformes en el sitio ni en su descripción. Mientras unos le dan por morada un hermoso palacio, brillante como un relicario de oro, rodeado de jardines y hermosos parques, otros afirman que sólo vieron una miserable choza, de techo remendado, y dindines1 de sawali.2 Semejante contradicción puede dar lugar a que se crea que tanto unos como otros mienten donosamente, es verdad; pero puede deberse también a que Mariang Makíling tuviese dos viviendas como muchas personas acomodadas.
Según testigos oculares, era ella una joven, alta, esbelta, de grandes y negros ojos, larga y abundante cabellera. Su color era un moreno limpio y claro, el Kayumanging-Kaligatan que dicen los tagalos; sus manos y pies, pequeños y delicadísimos, y la expresión de su rostro, siempre grave y seria: era una criatura fantástica, mitad ninfa, mitad sílfide, nacida a los rayos de la luna de Filipinas, en el misterio de sus augustos bosques, y al arrullo de las olas del vecino lago. Según creencia general, y contra la reputación atribuida a las ninfas y a las diosas, Mariang Makíling se conservó siempre virgen, sencilla y misteriosa como el espíritu de la montaña. Una vieja criada que tuvimos —amazona que defendió su casa contra los tulisanes y mató a uno de ellos de un bote de lanza— me aseguraba haberla visto en su niñez pasando a lo lejos por encima de los kogonales3 tan ligera y tan aérea que ni siquiera hacía doblar las flexibles hojas. Dicen que por la noche del Viernes Santo, cuando los cazadores encienden hogueras para atraer a los ciervos con el olor de la ceniza a que son tan aficionados, la han columbrado inmóvil al borde de los abismos más peligrosos, dejando flotar al viento su larga cabellera, inundada toda en la luz de la luna; dicen también que a veces se ha dignado ella de acercarse: entonces saludaba ceremoniosa, pasaba y desaparecía bajo las sombras de los vecinos árboles: por lo demás, todos la querían y la respetaban, y ninguno se atrevió jamás a preguntarla, seguirla o vigilarla. Se la ha visto también sentada largas horas sobre una roca, a orillas de un río, como contemplando el lento curso de las aguas. No falta un cazador viejo que asegure haberla visto bañándose en alguna escondida fuente a media noche, cuando las mismas cigarras duermen, cuando la luna reina en medio del silencio y nada turba el encanto de la soledad. En esas mismas horas y en medio de las mismas circunstancias, es cuando también los sonidos de su arpa se dejan oir, misteriosos y melancólicos: los que los perciben se detienen porque se alejan y se extinguen cuando se los trata de buscar.
Su paseo favorito era, según dicen, después de la tempestad: entonces se la veía recorriendo los campos, y por donde ella pasaba renacía la vida, el orden, la calma; los árboles volvían a enderezar su abatido tronco; los ríos se encerraban en su cauce y se borraban las huellas de los elementos desencadenados.
Cuando los pobres campesinos de las faldas del Makíling4 necesitaban de ropa o de joyas para las solemnidades de la vida, ella se las prestaba a condición de devolvérselas y darle además una gallina, blanca como la leche, y que antes no hubiese puesto huevos, una dumalaga5 como dicen. Mariang Makiling era muy caritativa y tenía buen corazón. ¡Cuántas veces no ha ayudado ella, en forma de una sen-cilla campesina, a las pobres viejas que iban al bosque por leña o para coger frutas silvestres deslizando entre ellas pepitas de oro, monedas, relicarios y joyas! Un cazador que un día perseguía un jabalí al través de los kogonales y de las matas espinosas de la espesura, descubrió de repente una choza en donde se ocultó el animal. De la choza salió al poco una hermosa joven que le dijo tranquilamente:
—El jabalí me pertenece y habéis hecho mal en perseguirle; pero veo que estais muy fatigado, que vuestros brazos y piernas manan sangre; entrad, pues, comed, y luego proseguiréis vuestro camino.
El hombre confuso y sorprendido y más fascinado por la hermosura de la joven, entró, comió maquinalmente todo lo que le ofreció, sin acertar a hablar una sola palabra. Antes de salir, dióle la joven algunos trozos de jengibre, recomendándole se los diese a su mujer para sus guisos. Púsolos el cazador en el baat6 de su salakot7 y después de dar las gracias se retiró resignado. A la mitad del camino, sintiendo que el salakot le pesaba, se deshace de muchos pedazos y los arroja. Pero ¡cuál no sería su sorpresa y su sentimiento, cuando al día siguiente su mujer encuentra que lo que creyeron jengibre era oro macizo, reluciente como un rayo cuajado del sol!
Pero Mariang Makíling no siempre era dadivosa y complaciente con los cazadores, se vengaba también, si bien sus venganzas nunca fueron crueles. La doncella conservó siempre el tierno corazón de la mujer.
Dos famosos cazadores descendían una tarde del monte, cargando algunos jabalíes y venados que habían cazado durante el día. Encontráronse con una vieja que les pidió le cediesen cada uno una pieza, y ellos, considerando exhorbitante la demanda, se la negaron. La vieja se alejó diciendo que iría a dar parte a la dueña de aquellos animales, de lo que se rieron grandemente los cazadores.
Entrada ya la noche, y cuando los dos se encontraban cerca del llano, oyeron un grito lejano, muy lejano, como si hubiese partido de la cumbre del monte. El grito era extraño y decía:
—¡Huyáa… huyó!
Y otro grito más lejano aún, contestaba:
—¡Huyáa… huyó!
Aquel grito sorprendió a ambos cazadores, no sabían a que atribuirlo: sus perros, al oirlo, enderezaron las orejas, gruñeron un poco, y se les acercaron.
Apenas habían pasado algunos minutos, cuando el mismo grito resonó de nuevo, pero esta vez en la falda del monte. Al oírlo, los perros metieron la cola entre piernas y se pegaron a sus amos como buscando protección; éstos, a su vez, miráronse asombrados sin decir una palabra, interrogándose con la mirada; les sorprendía que los que lanzaban aquel grito hubiesen andado tanto en tan poco tiempo.
Ya en el llano, resonó de nuevo el siniestro grito; pero esta vez tan claro y tan distinto, que ambos instintivamente volvieron la cabeza. Entonces, a la luz de la luna, columbraron dos formas colosales, extrañas, bajando la montaña con toda rapidez. Uno de los cazadores, el más intrépido, quiso detenerse y cargar su escopeta; pero arrastrado por el otro, también se echó a correr con la prisa que le permitía el peso que llevaba encima. Pero los extraños seres se aproximaban, sus pasos se oían; así que, llegados a una fuente que llaman bukal,8 arrojan sus cargas, se encaraman a un árbol, y desde allí aguardan la llegada de los monstruos, levantando el gatillo de sus escopetas. Sus perros en tanto, al verse desamparados, llenos de un terror pánico, echan a huir con dirección al pueblo sin proferir un solo ladrido.
Los monstruos llegaron y su aspecto heló la sangre en las venas de los cazadores. El que me ha referido esta aventura, sobrino de uno de ellos, no me supo jamás describir la forma de los extraños seres; el único detalle que me daba era los colmillos enormemente largos que relucían a la luz de la luna: es lo único que él oyera de su tío. En pocos segundos se comieron los jabalíes y venados que encontraron en el suelo, dirigiéndose después a la montaña. Sólo entonces volvieron en sí los cazadores, y el más animoso apuntó, pero el tiro no salió y los monstruos desaparecieron.
No se supo jamás que Mariang Makiling tuviera padres, hermanos o parientes: semejantes personajes brotan en la naturaleza como las piedras que los tagalos llaman mutyâ.9 Su verdadero nombre tampoco se sabe; la llamaron María por darle un nombre: jamás la vieron entrar en el pueblo ni tomar parte en ninguna ceremonia religiosa. Permaneció siempre la misma, y las cinco o seis generaciones que la conocieron la vieron siempre joven, fresca, ligera y pura.
Pero ya hace muchos años que su presencia no se ha señalado en el Makíling; su vaporosa silueta ya no vaga por los profundos valles ni cruza las cascadas en las serenas noches de luna; ya no se deja oir el melancólico acento de su arpa misteriosa, y ahora los enamorados se casan sin recibir de ella ni joyas ni regalos: Mariang Makíling ha desaparecido, o al menos huye el trato de les hombres.
Unos culpan de ello a los vecinos de cierto pueblo, quienes no sólo no quisieron dar la gallina blanca de costumbre, sino que tampoco devolvieron las prendas prestadas; claro está que rechazan enérgicamente semejante acusación, y dicen que Mariang Makíling está ofendida, porque los frailes dominicos quieren despojarla de sus dominios, apropiándose la mitad del monte; pero un viejo leñador, que pasó los sesenta y cinco años de los setenta que vivió, en las espesuras del Makíling abatiendo los más seculares árboles, me ha dado otra versión que, si no es muy conocida, tiene al menos mayores visos de probabilidad.
En la vertiente de la montaña vivía un joven dedicado al cultivo de un pequeño campo, y era el sostén de sus ancianos y enfermizos padres. Bien parecido, apuesto, robusto y trabajador, poseía un corazón noble y sencillo, si bien era algo taciturno y poco comunicativo. Sus sembrados pasaban por ser los más hermosos y mejor cuidados; sobre ellos nunca descendía la langosta, los baguios parecían respetarlos, la sequía no los agostaba, ni se pudría la semilla cuando las lluvias torrenciales anegaban los vecinos campos. Jamás la peste diezmó su ganado, y si alguno durante el día se extraviaba, volvía de seguro al anochecer, como si le trajese una mano invisible. Tan feliz ventura la atribuían algunos a ciertos mutyâ y amuletos, otros a la protección de un santo, y otros al cielo que protege y premia a los buenos hijos. Sin embargo, la conducta del joven era bastante misteriosa, sus ratos de ocio los pasaba vagando en la montaña, sentado junto a algún torrente, hablando a veces a solas o pareciendo escuchar extrañas voces.
Llegaba entretanto el tiempo de entrar en quintas. ¡Sabe Dios cuánto lo temen los jóvenes y las madres sobre todo! Juventud, hogar, familia, buenos sentimientos, pundonor, y a veces honra, adiós! Los siete u ocho años de vida de cuartel, embrutecedores y viciosos, en que las groseras interjecciones parafrasean el despotismo militar armado aún del azote, se presentan a la imaginación del joven como una larga noche que agosta lo más sano y hermoso de su vida, en que uno duerme con lágrimas en los ojos y sueña horribles pesadillas, para despertarse viejo, inútil, corrompido, sanguinario y cruel. Así se ha visto a muchos cortarse dos dedos para eximirse del servicio militar; otros se han arrancado los incisivos, en los tiempos en que había menester de morder el cartucho; otros han huido a los montes, haciéndose bandoleros, y no pocos se han suicidado. Sin embargo, la mejor precaución contra esta desgracia ha sido el casamiento, y los padres de nuestro joven determinaron casarle con una muchacha, agraciada y trabajadora, que vivía no muy lejos en la misma montaña. El joven, si bien no se mostró muy entusiasmado con semejante proyecto, aceptólo, sin embargo, primero para librarse de las quintas, y después para no desamparar a sus ancianos padres. Como no tenía ninguna tacha, pronto se arreglaron las bodas y se fijó el día del casamiento.
No obstante, conforme se acercaba el dichoso día, hacíase el novio más taciturno y menos comunicativo aun; desaparecía durante largas horas, y cuando volvía, le veían como desalentado, y muchas veces no respondía cuando le preguntaban.
La víspera de las bodas, a la noche cuando volvía de la casa de su futura, apareciósele una joven en el camino de extraordinaria belleza.
—Yo ya no quería dejarme ver de ti —le dijo ella, en tono dulce, mezcla de lástima y de compasión;— pero vengo a traerte mi regalo, el traje y las joyas de tu novia. Yo te he protegido y te he amado porque te ví bueno y trabajador, y había deseado te hubieses consagrado a mí. ¡Va! Puesto que te es necesario un amor terrenal; puesto que no has tenido valor ni para afrontar una suerte dura, ni para defender tu libertad y hacerte independiente en el seno de estas montañas; puesto que no has tenido confianza en mí, yo que te hubiera protegido a ti y a tus padres, véte; te entrego a tu suerte, vive y lucha solo; vive como puedas.
Y dicho esto, la joven se alejó y se perdió entre las sombras. El quedóse inmóvil y como petrificado; después dió dos o tres pasos como para seguirla, pero ya había desaparecido. Recogió silenciosamente el bulto que la joven había depositado a sus pies y entró en su casa. La novia ni se puso los trajes ni usó las alhajas, y desde entonces Mariang Makíling no apareció ya más a los campesinos.
El leñador que me contó esta historia, no me quiso jamás decir como se llamaba el héroe de ella.
Si esto es cierto o no, yo no lo sé. Varias veces he vagado por las faldas del Makíling, y en vez de dedicarme a matar las pobres palomas que se cuentan sus amoríos en las elevadas copas de los árboles, acordándome de Mariang Makiling la he evocado; he escuchado atento en el silencio del bosque para percibir las armonías de su melancólico instrumento y me he dejado sorprender por la noche para ver si podía columbrar su ideal figura flotando en el aire medio alumbrada por un rayo de luna que se filtra al través del espeso ramaje. Nada he visto, nada he oido. Más tarde, subí hasta la misma cumbre del monte (en aquella famosa ascención que los frailes calificaron de filibustera, a pesar de venir con nosotros un oficial y un soldado de la Guardia civil en calidad de turistas) y vimos parajes deliciosos, sitios encantadores, dignos de ser habitados por dioses y por diosas. Elevados árboles de tronco recto y musgoso por entre cuyas ramas las lianas tejen hermosísimos encajes bordados de flores; plantas parásitas a cual más raras y variadas desde la forma filoforme a la hoja ancha dentada, hendida o circular; gigantescos helechos, palmas de todas clases, esbeltas y graciosas, que esparcen sus simétricas hojas en el espacio como un espléndido plumaje; todo esto y más hemos visto y admirado, suspendiendo varias veces nuestra marcha para quedarnos extasiados; pero ni el palacio encantado, ni la humilde choza de Mariang Makíling, no se han dejado vislumbrar.[2]
^1. Particiones o paredes ligeras de una casa.
^2. Tejidos de caña para particiones y zaquízames.
^3. Kogonales —Cogonales, que Rizal escribió con la letra "k" tal vez por sus propuestas reformas de la ortografía tagala.
^4. Un monte majestuoso entre las provincias de Laguna y Tayabas (hoy Quezon).
^5. Palabra tagala que significa en español una polla.
^6. Badana espaciosa de un salakot que puede contener buyo.
^7. Sombrero o capacete nativo, generalmente hecho de palmas nativas.
^8. Una fuente situada a un lado de la carretera entre Los Baños y Calamba, a tres kilómetros del último, favorecido anteriormente como sitio de baño.
^9. Una piedra mágica o talismán.
- ↑ Otra versión de esta historia, escrita por Rizal, aparece en el apéndice página 318.
- ↑ Publicado en La Solidaridad del 31 de diciembre de 1890.