Prosa por José Rizal/El Sentimiento de Lo Bello

Prosa: edición del centenario (1961)
de José Rizal
El Sentimiento de Lo Bello
EL SENTIMIENTO DE LO BELLO[1]


El espíritu del hombre se refleja en todas sus acciones, como el de una sociedad en las de sus individuos y el de una nación en la manifestación general de los ciudadanos. Hay para el nivel moral, el intelectual y el científico barómetros, así como para los cambios atmosféricos, barómetros más seguros aún si cabe más numerosos y duraderos. Las oscilaciones sociales que sufre la humanidad; los cambios, esos encumbramientos, esas caídas, las crisis laboriosas porque una y otra vez y alternativamente pasa, todo cuanto caracteriza y define la esencia del ser humano en cuanto tiene de perfectible, de mudable, de transitorio e inconstante, su progreso, su decadencia, su estacionamiento, el más pequeño paro, el movimiento más imperceptible todo se manifiesta, todo lo delata y acusa ese sentimiento esparcido en la naturaleza, dado por Dios al hombre y por el hombre perfeccionado. Sólo que superior a los instrumentos físicos, sus huellas se graban, sus efectos suelen subsistir, hablan a las generaciones. No es el ave que vuela cuyas huellas son el aire; no es el barco que deja ancha estela dilatada, sí, muchas veces, pero pasagera aun más como los amores bastardos; no es la ráfaga de luz tropical, que brilla en la noche como relámpago de la tierra; su camino es como el del rayo si al rayo puede como lo vigoroso y lo sublime pero creador delicado: desgaja el árbol, abre la peña y surca la tierra hasta las profundidades de su seno. Este sentimiento es el sentimiento de lo bello.

En el mundo material el aire llena el espacio y penetra en todas las cavidades: el fondo oscuro de la gruta, los espléndidos salones de los palacios, el pedazo de paraiso que en sombría floresta se cobija bajo entretejidas ramas la verde galería de un jardín, el caprichoso y perfumado kiosco oriental, la oscura mazmorra, el infecto tugurio, el gabinete del sabio, la madriguera, el cáliz de una flor, la trompa de un insecto, el más pequeño poro que respetan los átomos, todo lo ocupa; todo es dominio y mansión del aire, ya en movimiento, ya en reposo, puro, agradable o corrompido. En el mundo de las ideas lo llena también un aire dentro del cual flotan todos los seres de esa creación divina y ese fluido es el sentimiento de la belleza. Es puro y celestial en contacto con la poesía y el infinito como aquel en los mares y en las selvas; es corrompido y dañoso en sociedades abyectas y degeneradas como aquel en los pantanos y en las cloacas; arrebata, impulsa y conmueve en los momentos de lustre y agitación como el aire en las revueltas tempestades; como el viciado cuando se arrastra en la tierra; puro y transparente cuando se eleva a los cielos, es la vida de la idea, es el encanto que baña los objetos de la inteligencia y del corazón; forma su perspectiva y sus hermosas gradaciones; transmite la luz, su luz que no ciega al alma, los sonidos de la música que no desafina ni aturde y es verdaderamente el vehículo del lenguaje más sublime del más universal que hablan los genios y los corazones sensibles. Reproduce la belleza, adivina lo delicado, a lo grande le entona himnos y le ensalza, y en el camino de la vida es desgraciadamente la única planta que ofrece flores sin mezcla de espinas.

El que previó la desigualdad y la vana suerte de los hombres les dió este dulce sentimiento, para cuando cansado de luchar en la tierra elevarse con él a otras regiones y aliviarse: es una flor que cultiva el prisionero de los cuentos indios. El hombre también los ha entendido, así lo ha cultivado.

Como dijimos que llenaba el fondo del alma, y efectivamente. Parece que de allí tiende a escaparse, así es que acompaña a todas sus producciones, a sus manifestaciones todas. Esto quizás al primer pronto parecería inexacto, pero no lo es en ningún modo si se le considera bien. Nos equivocarémos quizás en el camino, disentirémos en la opinión, pero es seguro que perseguirémos una cosa así agradable, bello, que nos deleite, sombra de felicidad, un momento sin sufrir, algo grande, algo que nos produzca un bien que nos conmueva.

Queriendo darle forma, expresarle hallar para él al símbolo, una vestidura, el hombre con el tiempo inventó las bellas artes. Quizás nació primero la música porque desde un principio el hombre lloraría y sufriría (sentiría el primer amor) y queriendo expresar sus dolores y sus deseos a falta del lenguaje moduló sonidos. Mas después a medida que sus ojos se acostumbraban al espectáculo de la naturaleza, a medida que las bellezas de esta, adivinadas en un principio, sentidas después y más tarde comprendidas, agitaban su espíritu y entusiasmaban su corazón, el hombre que no es más que un espejo que copia y reproduce cuanto le rodea, el hombre decimos, quiso imitar los objetos exteriores e inventó la Pintura, la única arte que da derecho al hombre a que se llame imagen y semejanza de Dios.

Y en efecto la Pintura reproduce cuanto Dios ha creado, crea también como Él, sólo que entre muchas creaciones hay la diferencia entre lo limitado y lo infinito, entre la obra de un Dios y la producción de un hombre. Nada poderoso ofrece a vuestros ojos el mar allí donde tenéis el desierto y no refresca el aire; la más pequeña ola despliega ante vosotros risueños panoramas, bosques umbríos, cielos que sonríen con sus brillantes y caprichosas nubes, horizontes dilatados llenos de profunda melancolía, nobles pasiones, el heroismo, la grandeza y los dulces sentimientos. Si desde vuestra infancia sólo habéis visto la bruma y habéis contado los años por el hielo o por la nieve, ella os hará gozar del paraiso que habéis soñado: la espléndida vegetación de los trópicos, el aíre purísimo y transparente, una luz que os hará sentir el tibio calor de la primavera y que jugando sobre las elevadas copas de los árboles, sobre el cristal de los rios y de los lagos vá a formar deliciosas penumbras llenas de amor y de misterio, cascadas de plata y diamantes que os harán recordar los sueños del oriente o las divinidades del paganismo. Si por el contrario hastiado de la vida, aturdido, y cansado de la esplendidez que os rodea doquiera; queréis hacer sentir al alma frías sacudidas, nuevos sentimientos para prepararla a sus dulces emociones, allá con su vara mágica os llevará a los reinos de la muerte: montones blanquísimos de hielo, horizontes sombríos, un cielo de plomo y como el plomo frío e inaccesible, ni una hoja, ni una flor que alegren el espíritu, por todas partes la monotonía de la muerte, la grandiosidad de la agonía. Ella os trasportó a los pasados tiempos de vuestros abuelos, os recuerda sus sacrificios, los dramas del pasado, las lágrimas derramadas en vuestra cuna para que florezca la sagrada planta de la libertad y del progreso. Un recuerdo querido, una poesía tenue y delicada, un canto del corazón, todas estas pequeñeces que forman los pocos momentos felices de la vida, todo lo guarda, todo lo conserva, este arte el más universal de las concepciones de los hombres.

De las bellas artes, la pintura es la única que pertenece al hombre. Canta el ave inimitables himnos bajo la copa de un árbol o entona elegías sobre una seca rama; el murmullo de las hojas no es sólo un ruido, es música como también el murmullo de la fuente, el rumor de las olas y el quejido del viento. El castor construye sus madrigueras, como un hábil arquitecto, la araña fabrica con tenues rayos su aerea habitación…



  1. El Ms. sin título, está en la Biblioteca Nacional.