Primero de Mayo (1908)



<< Autor: Manuel González Prada

Publicado en Los Parias, periódico de Lima, 1908.


Con la huelga de Iquique sucede todo lo contrario de lo que a menudo pasa con los movimientos de esa índole al estallar un conflicto de los obreros con la fuerza pública. Las primeras noticias resultan casi siempre exageradas y revistiendo los caracteres de una hecatombe, cuando no hubo más que unos pocos heridos leves o contusos. En el presente caso, los sucesos comunicados por el telégrafo a las pocas horas de realizados, fueron más graves y revistieron caracteres más brutales de lo que se había creído en la primera información. Es cosa probada, fuera de la menor duda, que pasa de mil el número de los peones matados por la tropa, sin que hubiese habido ninguna provocación ni amenaza por parte de los huelguistas.

Y para unir el escarnio a la ferocidad, se instaura juicio a los culpables, es decir, a los infelices trabajadores que impelidos por la necesidad y habiendo sido rudamente rechazados por los patrones a quienes pedían un aumento de jornal, se organizan pacíficamente y se dirigen a una población, no para buscar en ella una fortaleza o plaza militar, sino para tener un centro donde reunirse con el fin de acordar la mejor manera de solucionar la espantosa crisis económica. Desprovistos de armas y queriendo evitar desórdenes que dieran achaque para la intervención violenta de los soldados, habían tenido la precaución de impedir la venta de licores. Jamás huelga alguna presentó carácter menos belicoso. Entonces, ¿por qué tanta inhumanidad para sofocarla? Porque se deseaba hacer un escarmiento; porque se quería enseñar al trabajador que debe obedecer y callarse.

Si hoy, 1 de mayo, recordamos la inexcusable matanza de Iquique es para manifestar a los proletarios que en la lucha con los capitalistas no deben esperar justicia ni misericordia. Para el negro de las haciendas había el cepo y el látigo; para el trabajador de las fábricas o de las minas hay el rifle y la ametralladora. A más, si el hacendado respetaba la vida del esclavo porque ella le valía un talego, el industrial de nuestros días no anda con tales remilgos porque nada pierde al sacrificar la existencia de un obrero: desaparecido uno, es sustituido en el acto y quizá ventajosamente.

Lo que se llama la libertad del trabajo no pasa de una sangrienta burla para el hombre que tiene por solo capital la fuerza de sus brazos y deja de comer el día que cesa de trabajar. Al proletario no se le abren sino dos caminos; o trabajar mucho con salario deficiente o sublevarse para caer bajo las balas de la soldadesca.

Sin embargo, no faltan excelentes plumíferos, consagrados a celebrar la dicha del obrero que desempeña su labor sin preocuparse de si el producto será o no vendido; que tranquilamente duerme todos los días de la semana, y el sábado, después de recibir su paga, se va, tarareando, a cenar alegre en unión de su mujer y de sus hijos. ¡Hermoso idilio! Por asociación de las ideas contrarias, esa dicha les hace pensar a los plumíferos en la desdicha del acaudalado patrón que sin descansar un solo instante del día prosigue su trabajo mental, que noches de noches vela, cavilando en sus créditos inaplazables, en el crecido stock de sus almacenes, en la dificultad de las ventas, en la ruinosa competencia de sus rivales, etc. Su pan es amargo y más amarga es su bebida.

Con todo, nunca vemos nosotros (ni probablemente verán nuestros descendientes) que el desdichado patrón se cambie por el dichoso obrero. ¡Qué espectáculo tan bello sería contemplar al multimillonario yanqui despojarse de sus millones para convertirse en el feliz trabajador que mantiene una mujer y seis hijos con el honroso jornal de ochenta centavos!

No, el capitalista no ceja voluntariamente ni un solo palmo en lo que llama sus derechos adquiridos: cuando cede no es en fuerza de las razones sino en virtud de la fuerza. Por eso no hay mejor medio de obtener justicia que apelar a la huelga armada y al sabotaje.

Es lo que hoy, 1 de mayo, conviene repetir a los trabajadores ilusos que siguen confiando en la humanidad del capitalista y figurándose que los arduos conflictos de la vida social han de resolverse por un acuerdo pacífico: el capitalista no da lo que se le pide con ruegos sino lo que se le exige con amenazas.