Primera Catilinaria

Primera Catilinaria
 de Marco Tulio Cicerón
INVECTIO
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[1] ¿Hasta cuándo, Catilina, continuarás poniendo a prueba nuestra paciencia? ¿Cuánto más esa locura tuya seguirá burlándose de nosotros? ¿A qué fin se arrojará tu irrefrenable osadía?[1] ¿Acaso nada te ha inquietado el destacamento nocturno del Palatino, nada la guardia de la ciudad, nada el temor del pueblo, nada la concurrencia de todos los hombres de bien, nada esta fortificadísima plaza que es el Senado, nada los labios y los rostros de todos los presentes? ¿No comprendes que tus planes se derrumban, no ves que ya tu conjura ha sido sofocada por el hecho mismo de que todos la conocen? ¿Quién de entre nosotros piensas que no sabe lo que has puesto en práctica la noche pasada y la anterior, dónde has estado, a quiénes has reunido y qué suerte de planes has ideado?


[2] ¡Oh tiempos, oh costumbres! El Senado conoce estas cosas, el cónsul las ve: éste, sin embargo, vive. ¿Vive? Si incluso viene al Senado, se hace partícipe de las deliberaciones públicas, fija su vista en cada uno de nosotros y decreta nuestro aniquilamiento. En cambio nosotros, decididos varones, juzgamos haber hecho suficiente por la República con lograr huir de sus dardos y su furia. Tiempo ha ya, Catilina, que se te debiera haber conducido a la muerte por orden del cónsul, que esa misma ruina que tú llevas maquinando contra nosotros desde hace mucho se hubiera vuelto en contra tuya.


[3] Un muy notable varón, Publio Escipión, pontífice máximo, dio muerte como particular a Tiberio Graco por haber insinuado siquiera el levantarse contra la República,[2] ¿y nosotros, los cónsules, debemos soportar impertérritos a Catilina, que anhela devastar la tierra entera con incendios y matanzas? Prefiero obviar ejemplos antiguos, como el de Gayo Servilio Ahala, que dio muerte por su propia mano a Espurio Melio por intentar tímidas reformas. Hubo, sí, hubo en otro tiempo ese ejercicio de virtud en esta República, cuando los varones decididos castigaban por igual, con rigurosos tormentos, así al ciudadano pernicioso como al más enconado enemigo. Tenemos un justo y severo senadoconsulto contra ti, Catilina. No carece la República de deliberaciones ni autoridad entre estas gradas: nosotros, nosotros los cónsules (abiertamente lo digo) somos quienes carecemos de la iniciativa requerida.[3]


II [4] Resolvió el Senado en el pasado que el cónsul Lucio Optimio velara por la República a fin de que ésta no cayese en desgracia. Ni una sola noche transcurrió. Se pasó a cuchillo a Gayo Graco, de padre, abuelo y linaje esclarecidísimos; fue muerto el ex cónsul Marco Fulvio junto a sus hijos. A un senadoconsulto similar se confió la República en tiempos de Gayo Mario y Lucio Valerio: ¿se demoró acaso en un solo día la justicia de la República contra el tribuno Lucio Saturnino y el pretor Gayo Servilio? Nosotros, por el contrario, consentimos que se embote, desde hace ya veinte días, el agudo filo[4] de la autoridad de los presentes. Tenemos, ciertamente, un senadoconsulto, pero encerrado entre las letras cual si estuviera metido en su vaina[5]. Por medio de él, Catilina, convino darte muerte al instante. Vives, y vives no para reponer tu osadía, sino para reafirmarte en ella. Deseo ser clemente, padres conscriptos; deseo no parecer disoluto entre tantos peligros que presenta la República, pero ya yo mismo en mi indolencia y mi desidia me condeno.


[5] En Italia, en las gargantas de Etruria se ha levantado un campamento en contra del pueblo romano; de día en día ha aumentado el número de adversarios. Pero estáis viendo entre nuestros muros, estáis viendo en el Senado al comandante de ese campamento y caudillo de los enemigos, que maquina cada día la perdición de la República hasta sus entrañas[6]. Si yo te hubiera hecho prisionero, Catilina, si ordenara matarte, juzgo sería cosa más temible para mí el que todos los hombres de bien digan que he actuado con excesiva demora que el que afirmen que he sido cruel en exceso. Existe, sin embargo, un motivo de peso que me impide hacer aún lo que debió haberse llevado a término hace ya tiempo. Cuando ya no pueda encontrarse a nadie tan corrompido, tan falto de moderación, tan idéntico a ti que no admita que tal acto se ha efectuado bajo derecho, será entonces cuando mueras.


[6] En tanto alguien ose alzarse en tu defensa, vivirás, y vivirás como ahora vives: asediado por mis diligentes guardas a fin de que no puedas agitarte contra la República. A ése que no quiere percibirlo, los ojos y oídos de muchos lo atalayan y vigilan como hasta ahora han hecho.

PARTITIO ARGVMENTATIONIS
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(Argumentatio in Catillinam) III Y realmente, Catilina, ¿qué es lo que todavía continúas aguardando, si ni la noche en sus tinieblas es capaz de oscurecer tus abominables intrigas, ni tu casa particular contener con sus paredes los gritos de tu conjura, si todo ha salido a la luz, si todo ha reventado definitivamente? Reemplaza tus propósitos, créeme, olvida las sangrías y los incendios. Te encuentras de todo punto asediado, más claros que la misma luz se nos manifiestan tus planes: justo es que, como yo, los reconozcas como tuyos.


[7] ¿Recuerdas que yo, el 21 de octubre, afirmé en el Senado que un día fijo, esto es, el día 25, Cayo Manlio, cómplice instrumento de tu demencia, habría de levantarse en armas? ¿Es que he errado, Catilina, no sólo en la magnitud de un problema tan atroz y extraordinario, sino también –y esto es más admirable aún- en la jornada exacta? Yo mismo aseguré en el Senado que tú fijarías el asesinato de los aristócratas para el día 17 de octubre, justo cuando muchos hombres de primera talla de la ciudad partieron de Roma no tanto para guardarse a sí mismos como para detener tus planes. ¿Acaso puedes negar que aquel mismo día, rodeado como te hallabas por mis guardas, por mi diligencia misma, no pudiste alzarte contra la República, en tanto tú, no obstante, decías hallarte alegre por poder acabar al menos con mi vida, ya que no con la de los que se habían ido?


[8] ¿Y bien? Cuando confiabas que en esa misma fecha fuera tomado Preneste con un asalto durante la noche, ¿no te percataste de que luego de una orden mía fue fortificada esa plaza con mis guardas, centinelas y vigías?[7] Nada haces, nada maquinas, nada piensas que yo no sólo no oiga, sino que incluso vea y perciba con claridad absoluta.


IV Recuerda conmigo, en fin, aquella noche pasada: sabes ya de sobra que con mayores bríos me mantengo yo despierto para salvaguardar la República que tú para devastarla. Me refiero a que tú acudiste la noche anterior junto al barrio de los fabricantes de hoces –lo diré sin tapujos- en casa de Marco Leca, lugar en el que conviniste con muchos aliados de tu crimen y tu demencia. ¿Te atreves por ventura a negarlo? ¿Por qué guardas silencio? Te lo probaré, si lo niegas. Veo, en efecto, que se encuentran aquí, en el Senado, algunos que a ti se sumaron sin ponerlo en duda.


[9] ¡Oh dioses inmortales! ¿Qué suerte de nación somos? ¿En qué ciudad vivimos? ¿Qué República es la nuestra?[8]. Aquí, padres conscriptos, aquí entre nosotros, en la deliberación más digna y necesaria del orbe entero, se encuentran los que buscan la caída de todos nosotros, la devastación de esta ciudad y aun de la tierra toda. Yo, el cónsul, los veo y le pido a la República su parecer, y a quienes ya convendría haber condenado a muerte, a ésos ni los hiero todavía. Acudiste a casa de Leca aquella noche, Catilina, repartiste las regiones de Italia, elegiste quién debía partir y adónde debía hacerlo, decidiste quiénes habían de quedarse en Roma y quiénes salir contigo, concretaste los lugares de la ciudad que incendiaríais, dijiste que si en algo te demorabas, era porque vivía yo. Dos caballeros romanos se ofrecieron a solucionar ese problema tuyo prometiéndote que esa misma noche, antes del alba, me darían muerte en mi propio lecho.


[10] Conocí yo toda esta trama nada más hubo terminado vuestro encuentro. Fortifiqué y aseguré mi hogar con los mejores destacamentos, e impedí, luego que llegaran, la entrada a los sicarios que tú me enviaste a dar el saludo matutino, pues hacía ya tiempo que se les había anunciado tu llegada a muchos y muy dignos varones.


V Así las cosas, Catilina, prosigue lo que has iniciado. Retírate, por fin, de la ciudad. Las puertas están abiertas: márchate. Hace demasiado tiempo que te echan de menos como caudillo en el campamento de Manlio. Y haz salir[9] contigo a todos los tuyos, o cuando menos a la mayor parte. Deja limpia la ciudad. De una gran preocupación me liberarás con tal que entre tú y yo medie un muro. No vivirás más tiempo entre nosotros: no lo aceptaré, no lo consentiré, no lo permitiré.


[11] Debe alabarse el favor de los dioses inmortales y el del mismísimo Júpiter Estator, antiquísimo centinela de la ciudad, por habernos protegido ya tantas veces de calamidad tan repulsiva, tan hostil y tan digna de espanto. Por culpa de un solo hombre no puede consentirse que la sagrada seguridad de la República se ponga en juego. En tanto me tendiste asechanzas siendo yo un cónsul electo, Catilina, no requerí a la guardia pública para mi defensa, sino que me la procuré por mis propios medios. Y cuando en los pasados comicios electorales quisiste darme muerte a mí, al cónsul, en el Campo de Marte, así como a tus restantes adversarios, reprimí tus execrables propósitos con la protección y la fuerza de mis amigos, sin suscitar tumulto alguno. En definitiva, en cada una de las ocasiones en que te arrojaste en mi contra, me opuse a ti con mis recursos propios, por más que supiera que mi ruina iba pareja a la destrucción total del Estado. [10]


[12] Ahora ya arrojas tus dardos abiertamente contra la República entera; llamas al desastre y a la devastación a los templos de los dioses inmortales, a los hogares particulares de Roma, a la vida de la ciudadanía y, en suma, a Italia toda. Por consiguiente, dado que aún no me atrevo a llevar a cabo lo que concierne tanto a mi mandato como a la moral de nuestros padres, no puedo sino moderar la severidad y ejecutar lo que más útil resulte al bien común. Y es que si ordenara darte muerte, permanecería en la República la sombra de los conjurados, pero si tú partes de aquí, como acabo de exigirte, habremos conseguido expulsar de Roma a esa escoria perniciosa para la República junto a todos sus secuaces.


[13] ¿Qué ocurre, Catilina? ¿Vacilas en hacer, ahora que yo lo ordeno, lo que ibas a hacer hasta este momento por ti solo? El cónsul ordena que el enemigo salga de Roma. Me preguntas si al exilio. No te lo mando, pero, ya que lo sacas a colación, te lo aconsejo.


VI De hecho, ¿qué es, Catilina, lo que aún puede resultarte de agrado en esta ciudad? Nadie hay aquí que no te tema, nadie que no te aborrezca fuera de esa conjura de hombres indignos. ¿Qué señal de la ignominia de tu casa no está impresa en tu vida? ¿Qué acto vergonzoso de tus asuntos privados no va en perjuicio de tu honra? ¿Qué desenfrenada pasión se aleja de tus ojos, qué fechoría de tus manos, qué infamia de tu cuerpo todo? ¿A qué joven muchacho, fascinado por tu seductora corrupción, no le has entregado una espada para la osadía o una antorcha para el ansia sin límites?


[14] ¿Y qué más? Al dejar vacía tu casa por la muerte de tu esposa anterior para poder casarte con otra, ¿no añadiste a ese crimen otro crimen inconcebible? Crimen que callo y del que consiento se guarde silencio, a fin de que no se crea que ocurrió en esta ciudad una fechoría de tal calibre, o que quedó sin castigo. Callaré también el ruinoso destino que te aguarda, que sabes se cernirá sobre ti en los próximos idus. No entra entre mis objetivos el referirme a tus vicios infames, a la vergüenza y la molestia de tu casa, sino a la gloriosa República y a la preservación de la vida de todos nosotros.


[15] ¿Pueden resultarte de agrado la luz y el resplandor del cielo, Catilina, cuando sabes que nadie aquí ignora que en las kalendas de enero, siendo cónsules Tulo y Lépido, te presentaste en las elecciones pertrechado con una daga, que dispusiste sicarios para dar muerte a los cónsules y notables de la ciudad, y que lo que se opuso a tu crimen y locura no fue ya tu miedo o un amago de razón en tus mientes, sino la buena estrella del pueblo romano?[11]


No mencionaré tampoco ya las ocasiones en que fijaste en mí tu maldiciosa mirada, ocasiones que intentaste matar a un cónsul, ya sea porque nadie las ignora o por no ser pocas las fechorías que después cometiste. Los dardos que me has arrojado, de calibre tal que parece imposible haberlos rehuido, los he sorteado con un ladeamiento débil y, según se dice, hurtando el cuerpo[12]. Nada haces, nada concluyes, nada maquinas, y sin embargo no desistes en perseverar en tu afán.


[16] ¡Cuántas veces te han arrebatado ya esa daga de las manos, cuántas se te ha resbalado de ellas! Y sin embargo, no puedes mantenerte privado de su tacto por más tiempo. Desconozco, de hecho, en qué suerte de magias y ceremonias habrás sido iniciado para que quieras hundirla en el pecho de un cónsul.[13]


VII Por otra parte, ¿qué es ahora de tu vida? Te diré, aún más, que no actúo dominado por la inquina, que justo sería te la guardara, sino por la compasión, que ninguna se te debe. Has llegado hace poco al Senado: ¿quién de entre la concurrencia toda, quién de entre tus amigos y allegados te ha tendido el acostumbrado saludo? Habida cuenta de que semejante cosa no ha ocurrido jamás desde que los hombres guardan constancia del mundo, ¿esperas el ultraje de su voz, cuando te hallas oprimido por el juicio de su silencio? ¿No es significativo que a tu llegada[14] hayan quedado vacantes esos escaños, y que todos los consulares, a los que repetidas veces fijaste[15] como objeto de la muerte, hayan dejado desnudo y vacío ese extremo de la concurrencia? ¿Con qué ánimo habrás de sobrellevarlo?


[17] A fe mía que si mis siervos me temieran tal como todos los ciudadanos te temen a ti, regresar a casa me parecería lo más sensato. ¿No valoras la opinión de la ciudad? Además, si por resultar ofensivo a mis propios ciudadanos me considerara peligroso y hostil en tal gravedad, antes sería de mi gusto librar a la plebe de mi imagen que atraer a mí las miradas contrarias de todas las pupilas. Reconociendo en la conciencia de tus crímenes la justa inquina de todos, que desde largo tiempo has merecido, ¿vacilas en huir de la presencia de ésos a quienes hieres en lo profundo de su ser? Si tus padres te temieran y odiasen, y no pudieses aplacar su ira con razón alguna, imagino que te alejarías de su vista. Y en este momento la patria, que es el padre común a todos nosotros, te teme y te odia y nada cree de ti sino que andas en pos de su parricidio: ¿no reverenciarás su autoridad, ni seguirás su juicio, ni temblarás ante su fuerza?


[18] La patria se vuelve hacia ti, Catilina, y del modo siguiente te habla en su silencio: “Ya desde hace años no hay fechoría ni infamia alguna que no venga asociada a tu nombre. Cometiste con total impunidad la sangría de muchos ciudadanos, la humillación y el robo a sus amigos. No sólo tuviste fuerza para despreciar las leyes y la justicia, sino también para quebrantarlas y abatirlas. Aquellas ofensas antiguas, pese a ser intolerables, yo, sin embargo, las toleré como pude; pero hallarme sumida en el pánico por ti solo, temer ante cualquier ademán el nombre de Catilina, ver que nada se intenta en contra mía que no dependa de tus arrebatos criminales, eso no puedo tolerarlo. Abandona, pues, tus propósitos, y líbrame de ese miedo. Si lo cumples, dejarás ya de oprimirme, pero en caso contrario, algún día ese temor mío llegará a diluirse”.


VIII [19] Si ante ti la patria se expresase tal como he dicho, ¿no debería cumplir su propósito, aunque no pudiera usar la fuerza? ¿Y bien? ¿Qué hay de que tú a ti mismo te pusieses bajo arresto, qué de que manifestases tu deseo de resguardarte con Marco Lépido por huir de las sospechas? Despachado por él, aún osaste venir a mí y pedir que te aceptara en mi casa. Ya que te respondí que yo, que en gran peligro me encontraba simplemente con hallarnos los dos dentro de las mismas murallas, de ningún modo podría encontrarme contigo entre las paredes mi casa sin exponer la vida, acudiste al pretor Quinto Metelo. Una vez que éste te repudió, te fuiste a establecer con tu camarada Marco Metelo, hombre excepcional, y presumiste, naturalmente, que éste habría de ser el más diligente para vigilarte, el más raudo para conocer tus intenciones y el más decidido para darte castigo. Sin embargo, ¿qué lejos parece que debiera hallarse del calabozo y las cadenas quien ya a sí mismo se juzga digno de presidio?


[20] En tal circunstancia, Catilina, si eres incapaz de morir sin entregarte a las pasiones, ¿vacilas en marchar a otras tierras y dedicar tu vida a la evasión y la soledad, librándola así de muchos y justos castigos merecidos? “Propónlo al Senado”, me dices. Es cierto que es lo que me pides y que afirmas que habrías de acatar la decisión si estas gradas mirasen con buenos ojos que partieras al exilio. Sin embargo, no haré tal cosa –que por lo demás no concuerda con mi proceder-, pero haré que sepas qué opinan de ti los aquí presentes. Sal de la ciudad, Catilina, libra a la República del pánico. Parte al exilio, si es la palabra que aguardas. ¿Qué ocurre, Catilina? ¿No logras percibir su silencio? ¿No lo estás sintiendo? Se mantienen serenos, no profieren una sílaba. ¿Qué orden esperas que te digan cuando reconoces claramente la voluntad de su silencio?


[21] Si yo, en cambio, hubiese hecho la misma proposición para Publio Sestio, joven ilustre aquí presente, o para Marco Marcelo, hombre decidido, el Senado ya habría movido en mi contra en este templo, ajustándose al derecho vigente, la fuerza de su poder, aun siendo yo el cónsul. Pero en lo que respecta a ti, Catilina, cuando no vierten opinión, te están juzgando; cuando te toleran, te están combatiendo; cuando callan, están arrojando gritos contra ti. Y no sólo ellos, cuyo parecer estimas pero cuya vida desprecias, sino también los romanos de la orden de los caballeros, personajes muy insignes y honestos, así como los restantes ciudadanos esforzadísimos que rodean ahora mismo el Senado, cuya concurrencia has podido comprobar tú mismo hace poco, y percibir sus afanes, y oír con claridad sus palabras. Contengo con dificultad desde hace ya mucho tiempo los golpes y los dardos que te dirigen, aunque muy fácil me resultará empujarlos a que te acompañen a las puertas cuando dejes atrás esta ciudad que ya desde hace tanto anhelas sumir en la destrucción.


IX [22] Pero, ¿qué estoy diciendo? ¿Que alguna cosa te conmueva, que alguna vez rectifiques, que dispongas alguna clase de partida, que pienses en algún destierro? ¡Ojalá los dioses inmortales te infundieran tal idea! No obstante, preveo la magnitud del odio que se despertaría contra nosotros, no tanto ahora, estando reciente el recuerdo de tus crímenes, sino lo que depara el futuro, si, aterrado por mis palabras, resolvieses ir al exilio. Aun así, nada me preocupa con tal que semejante desgracia se mantenga en privado y se desvincule de cualquier peligro para la República. Pero no puede pedirse que vaciles en tus vicios, que temas el castigo de la ley, o que te retires ante los tiempos que corren para la vida política. Al fin y al cabo, Catilina, tampoco eres alguien a quien la vergüenza pueda sacar de la ignominia, o el miedo del peligro, o la razón de la locura.


[23] Por tal motivo, márchate como te he indicado muchas veces, y, si lo que quieres es avivar la ira contra mí, que según tú soy tu adversario, parte de una vez al destierro. Si esto hicieras, difícilmente podría tener control de las opiniones de los hombres; difícilmente podré contener el odio de la muchedumbre si partes al exilio por orden de un cónsul. En cambio, si prefieres ser de utilidad para mi gloria y mi renombre, sal de aquí con la importuna mano autora de tus crímenes, reúnete con Manlio, enardece a los réprobos, sepárate de los hombres de bien, instiga una guerra civil, regocíjate con las perversas rapiñas, de modo que parezca que no acudes junto extraños expulsado por mí, sino en calidad de invitado junto a los tuyos.


[24] Pero, ¿a qué habré yo de invitarte, cuando conozco ya que has sido tú quien les dio la orden a los que te esperaban armados en el Foro Aurelio, cuando ya sé la fecha del día acordado con Manlio, y cuando conozco también que te has adueñado de aquella Águila Plateada, que estoy seguro habrá de resultar perniciosa y funesta para ti y para los tuyos, y a la cual redujiste en tu casa a reducto de tus acciones criminales? ¿Cuánto tiempo más podrás carecer de ella, siendo como era objeto de tu veneración cuando partías a la matanza, llevando tantas veces tu impía diestra desde sus altares al asesinato de los ciudadanos?


X [25] Irás, por fin, adonde ya desde hace tiempo te arrastra tu desenfrenada y demente ambición, pero esto no te habrá de resultar doloroso, sino que te causará una satisfacción increíble. Para esta locura te engendró la naturaleza, te mantuvo en pie tu perseverancia, te protegieron los azares del destino. Ya no digo que te conformaras nunca con el mero bienestar, sino que no te dignaste a aceptar una guerra si no traía aparejados caracteres abominables. Naciste en el seno de hombres depravados, y, perdidas totalmente la esperanza y la buena estrella, diste en seducir a un puñado de libertinos.


[26] Te regocijaste en tu felicidad, te entusiasmaste con tales gozos, te entregaste a la ambición como una bacante se arroja a la lascivia, cuando no escucharás ni observarás a ningún hombre de bien en el conjunto de tus sicarios. Todos los esfuerzos que has llevado a cabo han dado prueba del afán de tu vida: yacer en el suelo no sólo para cometer adulterio, sino también otras fechorías, manteniéndote despierto para aprovecharte del sueño de los maridos y de los bienes de los inocentes. Podrás ostentar ahora tu tolerancia admirable al hambre, el frío y la indigencia que en breve tiempo habrán de agotar tu sentir.


[27] Cuando se te negó la posibilidad de presentarte candidato, logré al menos que pudieses realizar algún conato como proscrito antes que atormentar a la República como cónsul, y que ese crimen que has emprendido reciba antes el nombre de latrocinio que el de guerra.


(Argumentatio ad patres) XI Ahora, padres conscriptos, ahora que estoy próximo a responder a una justa demanda de la patria, os ruego pongáis atención a lo que voy a deciros, y que lo fijéis en vuestra memoria. Si la patria, a la que amo más que mi propia vida, si Italia entera, si toda la República me hablase del modo que se sigue:


“¿Qué estás haciendo, Marco Tulio? ¿A quien sabes que es enemigo, a quien ves que habrá de ser el artífice de la guerra, a quien conoces que aguardan en el campamento enemigo como cabecilla, al autor del crimen, al príncipe de la conjura, al que levantado en sedición a siervos y ciudadanos descarriados, a ése vacilas en expulsarlo, de suerte que parece, no que lo has desterrado de la ciudad, sino que lo has traído a ella? ¿Es que no vas a ordenar que se le encadene, que se le condene a muerte, que se ponga fin a su existencia con toda especie de tormentos? [28] ¿Qué es lo que te lo impide, en definitiva? ¿La moral tradicional? Ya muchas veces en esta República los hombres particulares condenaron a muerte a los ciudadanos perniciosos. ¿Las leyes censadas, relativas al tormento de los ciudadanos romanos? Nunca en esta ciudad conservaron sus derechos de ciudadano quienes se apartaron del cauce de la República. ¿Acaso es la censura de la posteridad? Buen agradecimiento le otorgas al pueblo romano, tú que, sin ser conocido por la sangre noble de su ascendencia, con tamaña celeridad alcanzaste por méritos propios el mayor de los cargos políticos, si a causa del odio o del temor a algún peligro descuidas la salvación de tus ciudadanos. [29] Si lo que te detiene es ese odio venidero, no acudirá más rápido la censura de la severidad y el rigor que la que viene engendrada por la indolencia y la desidia. Cuando la guerra devaste Italia, cuando las ciudades sean arrasadas, cuando haya fuego prendiendo los hogares, ¿no crees, de hecho, que tú habrás de arder con las llamas del odio público?”


XII Poca cosa responderé yo a las irreprochabilísimas palabras de la República y al entendimiento de quienes son del mismo parecer. Si a tenor de este hecho, padres conscriptos, yo hubiese juzgado condenar a muerte a Catilina, no le concedería a ese matasiete ni el disfrute de una hora para seguir viviendo. Y en verdad, si los varones notables y los más ilustres ciudadanos no sólo no se envilecieron con la sangre de Saturnino, de los Gracos, de Flaco y de todos sus antepasados, sino que incluso se honraron con ella, no debo temer que, una vez muerto ese asesino de ciudadanos, tal hecho me colme de odio en la posteridad. Y aunque es algo que me amenaza, siempre he sido del parecer de que el aborrecimiento por un acto de virtud, más que aborrecimiento, es un título de gloria.


[30] Hay entre estas gradas algunos que conocen el peligro que se cierne sobre nosotros y se niegan a aceptar lo evidente; algunos que con sentencias flexibles alimentan la esperanza de Catilina y dan pábulo a la naciente conjura cerrando los ojos ante ella; algunos que no sólo son una gran cantidad de maliciosos atraídos por el carisma de los anteriores, sino también ignorantes que, si esto advirtieran, dirían que me he convertido en un tirano. Ahora sé que si ése a quien me dirijo acude al campamento de Manlio, nadie sería tan estúpido que no viera que se ha gestado una conjura, nadie tan malicioso que no lo confesase así. Sé que con sólo darle muerte a él atajaríamos de inmediato esa ruina que a modo de peste sojuzga la República, aunque no la destruiríamos por siempre. Pero si se le expulsa a él y seguidamente se hace lo propio con los suyos, sumándosele los restantes náufragos recogidos de todas partes, no sólo se extinguiría ese objeto de desolación anclado con tanta fuerza en la República, sino también la estirpe y la simiente de los males.


(Transitus) [31] Es mucho tiempo ya, padres conscriptos, el que llevamos sumidos en los peligros y asechanzas de la conjuración, pero no entiendo en virtud de qué suceso aciago todo este delito, toda esta vieja osadía y toda esta demencia se han hallado en sazón en nuestro consulado. Si entre tantos malhechores se acaba únicamente con la vida de ése, quizá nos veamos libres durante algún tiempo de la preocupación y el temor, pero el peligro se mantendrá latente y buscará refugio en lo profundo de las venas y entrañas de la República. De la misma manera que con frecuencia un enfermo, ante una grave dolencia con fiebre y ardores, se siente repuesto al ingerir un jarro de agua fría, pero después se aflige todavía más, así esta enfermedad que asola la República, curada por el castigo a ése que veis, se agravará con mayor crudeza al hallarse vivos los otros.

PERORATIO
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[32] Que se retiren, por tanto, los ímprobos, que se aparten de los hombres de bien, congregándose en un solo lugar y, como ya he dicho, separándose de nosotros por mediación de un muro. Que desistan de tender insidias al cónsul en su propia casa, que se mantenga en derredor suyo el tribunal de la guardia urbana, que cesen de vigilar a la curia con espadas, de disponer antorchas y dardos ardientes para incendiar la ciudad. Que cada ciudadano lleve, en suma, su sentir de la República grabado en la frente. Os juro, padres conscriptos, que tanta diligencia habrá en los cónsules, tanta autoridad en vosotros, tanta virtud en los caballeros romanos, tanta unanimidad en los hombres de bien, que veréis cómo al partir Catilina toda contrariedad será descubierta, clarificada, dominada y ajusticiada.


[33] Márchate con tales augurios, Catilina, para bien de la República, para ruina y perdición tuya y de cuantos contigo vayan unidos a tu crimen y tu parricidio; márchate a tu guerra impía y deleznable. Y tú, Júpiter, a quien Rómulo consagró bajo los mismos auspicios que esta ciudad, a quien llamamos “Estator” por ser centinela de Roma y de su poderío, ofrecerás protección a la vida y suerte de todos los ciudadanos. Y a los perseguidores de los hombres de bien, a los enemigos de la patria, a los conspiradores de Italia –juntos en una infame alianza para perpetrar los crímenes- los condenarás en vida y muerte a suplicios eternos.

Notas
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  1. El discurso, que carece de prooemium, se inicia con una sucesión de tres preguntas de estructura similar acerca de un mismo tema (la triple enumeración es una de las prácticas retóricas más habituales). La abundancia de sílabas breves a lo largo de toda la composición, unido a este abrupto inicio, parecen dejar claras las pretensiones de Cicerón de dar una rápida pronuntiatio a su discurso.
  2. Todo este párrafo incluye una sucesión de exempla retóricos que pretenden demostrar nada menos que la viabilidad de la justicia entre particulares, práctica respaldada, por lo que se observa, por una tradición de lo más romana.
  3. Cicerón emplea aquí, por primera vez en el discurso, la técnica de la occupatio, que consiste precisamente en que el orador se adelante a la probable réplica de la parte contraria.
  4. El sustantivo acies -ei ("punta", "filo", pero también "tropa formada en línea de batalla") tiene evidentes connotaciones militares
  5. Este in vagina ahonda en las connotaciones militares del fragmento. Es interesante destacar la relación alegórica que idea Cicerón entre el senadoconsulto y una espada.
  6. intestinam aliquam... perniciem entre en relación con el vocabulario de la Conjuración de Catilina de Salustio, donde se le achacaba a Catilina una precoz pasión por las bella intestina.
  7. Los sustantivos en latín incorporan ciertos matices semánticos. Praesidiis indica tanto a quien ataca como a quien defiende custodiis únicamente a quien defiende, y vigiliis a quien no duerme, lo que parece entrar en relación con el interés ciceroniano de recordar su ininterrumpido afán por salvaguardar las instancias de la República.
  8. El uso de cierto vocabulario (quam en lugar de qualis), así como el empleo de partitivos en genitivo, usos muy próximos a la lengua coloquial y alejados de los estándares del lenguaje elevado y elegante, parece denotar una deliberada indignación que lleva a Cicerón a expresarse de una forma distina a lo esperable por el contexto.
  9. El verbo educere, que se utiliza aquí en imperativo, expresa en realidad un sentido de "hacer salir para limpiar lo que hay dentro", con lo que Cicerón estaría relacionando la marcha de Catilina con una purga para la ciudad.
  10. Todo este pasaje está construido sobre un eje temporal que termina llegando a una conclusión lógica, o valoración general de los hechos, que se introduce por el conector denique ("en definitiva").
  11. Nótese el continuo asedio de preguntas que Cicerón lanza contra Catilina.
  12. En lenguaje de gladiadores, según parece. Cicerón está comparando a Catilina con un mero "matasiete" o "navajero", que además sería portador de una sica ("daga", y en concreto puñal corto que facilitaba la rapidez del ataque, y que por tanto era el habitual de criminales y asesinos, los "sicarios").
  13. Cicerón sugiere además que Catilina habría seguido ciertos ritos mistéricos para consagrar el arma antes del asesinato. Si bien aquí las connotaciones negativas resultan obvias, las atribuciones mágicas de las armas no parecen ser algo extraño a lo largo de la historia. Recuérdese el "viva mi dueño" que las espadas españolas llevaban grabado aún en el siglo XVII, lo que sería heredero de una concepción según la cual el arma nunca podría volverse contra su portador.
  14. La palabra usada en latín es adventu, que implica, como la tradición cristiana ha mantenido, esperar algo de lo que se tiene la certeza de que llegará. En este sentido los senadores estarían actuando con cierto conocimiento de causa, lo que acentúa el carácter burlesco del pasaje.
  15. constituti fuerunt, no el habitual constituti sunt. El aspecto perfectivo deja claro que los consulares ya no están bajo las amenazas de Catilina.