Primer artículo de LA ESPERANZA sobre los tratados entre Inglaterra y España contra el tráfico de esclavos

 Todavía dura en nuestro ánimo la desagradable impresion que nos causó la lectura del discurso pronunciado el dia 17 en la Cámara de los Lores y repetido el 18 en la de los Comunes por el ministro de Negocios estranjeros de Inglaterra, conde Malmesbury, sobre la manera con que España cumple el tratado de esclavos hecho con la Gran Bretaña. Solo viéndolo es como hemos podido creer que en nombre del gobierno de una nacion que se dice aliada se hable contra el de su amiga de un modo tan injusto como inconsiderado; haciéndose esto mas estraño cuando se atiende á que el acusador es quien debiera ser el acusado. Indigna verdaderamente que invoquen tanto la dignidad del hombre los representantes de un pais que se ha señalado siempre por su inhumanidad y fiereza, y de cuyo gobierno decia el célebre Fox en 8 de enero de 1795, que «había degollado mas hombres que ningun otro del mundo culto, llevando con la palabra filantropía en los labios todo género de calamidades al mas ignorado rincon de la tierra.» Indigna que se hayan constituido perennes declamadores contra el indicado comercio los representantes de un pais que contribuyó mas que ninguno al tráfico negrero, que tuvo por muchos años el privilegio esclusivo del mismo, que fue en otro tiempo el asentista de España en punto á esclavos, y que inventó los vastos calabozos flotantes, donde iban conducidos á América millares de africanos hacinados como fardos, con escasa ventilacion y trato infame. Mas dejemos estas reflexiones y vengamos al discurso que nos ha puesto la pluma en la mano. Antes de examinarle, tocaremos ligeramente la cuestion relativa al comercio de negros, hablando al propio tiempo de la legislacion que rige en la materia y de cómo la observa la Gran Bretaña; todo para que nuestros lectores comprendan bien el asunto y pronuncien su fallo con conocimiento de causa.

 Si hoy se preguntase ¿es lícito penetrar en un pais, apoderarse de sus moradores, meterlos en un buque, trasladarlos á otra parte, venderlos allí como animales y someterlos al dominio particular? de seguro no habría un solo individuo que contestase afirmativamente. Mas preguntándose si en una region donde hay hombres que viven como fieras y están en guerra incesante destruyéndose unos á otros, será licito comprar los prisioneros que indefectiblemente han de ser sacrificados, trasladarlos á una nacion culta y venderlos allí para que, puestos al cuidado de los compradores, vivan como seres racionales, y acostumbrándose al trabajo se civilicen, hagan prosperar la agricultura y sean útiles á sus amos, sin dejar de serlo á sí mismos, difícilmente habrá quien esté por la negativa. Pues así es como debe mirarse la cuestion para resolverla con acierto. Si se examinase bajo este punto de vista, no se oirian las alharacas ni los vanos alardes de filantropía con que los ingleses y otros, á imitacion suya, quieren alucinar á los demás.

 Tal vez se diga: esas regiones salvajes pueden ser civilizadas, con la civilizacion disminuirán sus guerras, y los prisioneros serán tratados con piedad cristiana; pudiendo entre tanto las naciones cultas, para minorar la efusion de sangre, establecer el medio de rescatar los prisioneros, llevarlos á sus colonias y tratarlos allí como hombres libres. No negamos nosotros la posibilidad de civilizar en su mismo pais á los salvajes africanos; pero negaremos si que haya esperanza de conseguirlo. Y sino dígasenos: ¿Se ha civilizado alguna comarca considerable desde que se abolió el tráfico de negros? No tenemos noticia de ninguna. Y ¿qué efectos saludables á la humanidad ha producido entonces la filantropía inglesa? La degollacion de miles y miles de criaturas humanas. Tampoco negamos la posibilidad de que se establezca el medio del rescate de los prisioneros, ni de que sean trasladados á un pais culto para que vivan en él como hombres libres; pero negaremos si que se halle próximo el logro de tan feliz pensamiento. Desde luego convenimos en que ambos medios son preferibles al tráfico; pero mientras no se pongan en ejecucion, juzgamos que el tráfico debe sor tolerado como el menor de dos males.

 Bien sabemos que Inglaterra fue la primera potencia que proclamó la abolicion del comercio que nos ocupa; ¿pero cuándo y con qué fin lo hizo? Lo ejecutó cuando la introduccion de negros en nuestros dominios de América dejó de ser para los ingleses negocio de importante granjería, y cuando los intereses industriales y mercantiles se hallaban notablemente desarrollados en sus posesiones ultramarinas. Lo hizo con el fin de dominar y ejercer el monopolio del comercio, que fue siempre el blanco de su egoísta política. Llevado su gobierno de tales miras procuró poner en el tratado de 1814 la cláusula de abolicion del tráfico de negros: si entonces no lo consiguió fue por la resistencia del gabinete español. Unida á Francia volvió Inglaterra á promover el asunto en el tratado de Paris, y tuvo igual resultado. Propúsolo de nuevo en el Congreso de Viena, y á pesar de haberse opuesto España y Portugal, como las potencias mas interesadas, logró que el Congreso proscribiese el tráfico como contrario á los principios de humanidad y de moral universal; obligando á las naciones allí representadas á hacer todo lo posible hasta conseguir su completa estincion. Sin embargo de haberse negado el representante español á firmar este tratado, quiso la mala suerte que tuviésemos un ministro de Estado (á quien mas adelante vimos figurar entre los liberales progresistas) que en setiembre de 1817 celebró con Inglaterra un tratado, en el que se acordó la abolicion del tráfico de negros para dentro de tres años. A fin de llevarla á efecto se pactaron, como era de esperar, condiciones harto onerosas para España por las trabas y perjuicios que iban á producir en el movimiento de nuestra marina y comercio. Una de esas condiciones fue que los buques de guerra de ambas naciones, habiendo sospecha de que llevasen á bordo esclavos de ilícito comercio, tuviesen el recíproco derecho de visita y la facultad consiguiente de registrar los buques mercantes de cualquiera de las dos naciones, de detenerlos y llevarlos á los tribunales competentes para juzgar de su presa. El resultado de este acuerdo fue que nuestra marina, siendo incomparablemente inferior á la de Inglaterra, tuvo que sufrir las consecuencias de esta desigualdad, resignándose á ver bloqueadas por su poderosa rival las costas africanas, y destruido nuestro comercio en aquel vasto continente. Produjo semejante abuso innumerables reclamaciones; reclamaciones que dieron lugar en 1823 y 1828 á dos convenios especiales para las indemnizaciones de apresamientos injustos de buques y efectos.

 Si la abolicion pactada en 1817 no se cumplia con el rigor y escrupulosidad que anhelaba Inglaterra, fue por culpa de esta potencia, que prevalida de su poder se había erigido en tirana de los mares. Deseaba una coyuntura para recobrar este desmedido poderío, y se la deparó la situacion lamentable á que trajo al bando liberal la última guerra civil. Necesitaba entonces de su auxilio el gobierno, y para lograrle, suscribió en 28 de junio de 1833 un tratado, obligándose á tomar las mas eficaces disposiciones para impedir el espresado tráfico; mas como los derechos eran recíprocos, y nuestra marina insignificante comparada con la suya, ha venido sucediendo lo que antes; es á saber, que no habiendo en las costas de Africa mas cruceros que los da la Gran Bretaña, y no existiendo de las dos tribunales mistos acordados mas que el de Sierra-Leona, donde los ingleses son el todo y nosotros nada, los buques españoles apenas se atreven á comerciar en aquellos mares, y si alguno lo hace se espone á rigores violentos. Mas dejamos para mañana la continuacion de nuestras observaciones.

  Pedro de la Hoz

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