XXXIII

Vencido y desarmado el brazo militar, faltaba someter al civil, lo que no era fácil, porque la plebe armada, dirigida por sus iguales, con una organización primitiva, se movía con gran desembarazo. Acosada y dispersa en una calle, aparecía prontamente en otra. Era la guerrilla urbana, más veloz que la milicia regular, y más conocedora de los atajos y callejuelas para sorprender al enemigo. En la calle de la Luna, un grupo de estos leones sueltos, que disponían de un cañón y de varios artilleros para servirlo, tuvieron en jaque al general Concha más de una hora. Pero lo más apretado de aquellos sangrientos lances callejeros estuvo en la Plaza de la Cebada: allí acudieron y se fortificaron con improvisados parapetos los bandos más aguerridos de la patriotería del Rastro y Latina. Tres cargas a la bayoneta les dio la infantería con soberbio empuje, y aún no pudo con ellos.

Cuando parecían debilitarse, vino por San Millán un refuerzo de tiradores fieros y desesperados. Entre ellos descollaba una figura tan gigantesca por su talla como por su arrojo. Era un león barbudo, un descomedido atleta que de sus ojos enrojecidos echaba fuego, de su boca imprecaciones tonantes; era la estampa del coraje indómito, del feroz patriotismo, que guerreaba a tiros, a puñetazos, a dicterios inflamados con rabia y encono; era, en fin, el gran Chaves, demente, bárbaro, heroico. En lo más duro del ataque, vio entre la tropa que contra él venía la cara del sargento con quien cambió, días antes, palabras sigilosas en el patio del Cuartel de San Mateo... Fue aquella tarde en que con el artificio de la pelota entró en el Cuartel el niño, y tras el niño el padre... Dirigiole el barbudo desde lejos palabras rencorosas, vengativas... Y el sargento, mirándole con ojos benignos, y cumpliendo su deber como esclavo circunstancial de la ordenanza, decía para su capote: «Te veo, Chaves; no quiero matarte; huye, escóndete. Podemos ahora más que tú... Te ha salido mal la cuenta; otra vez será». Todo esto fue obra de segundos. Los valientes paisanos no pudieron resistir el ataque, mandado por el general Hoyos. Dejando algunos muertos y heridos, y llevándose casi a rastras al furioso Chaves, huyeron hacia la Cabecera del Rastro.

Estas refriegas parciales y otras muy reñidas en Puerta Cerrada, Plazuelas del Progreso y Antón Martín, duraron hasta la una o las dos de la tarde. A esta hora ya se dio por dominada la insurrección. El general O'Donnell, con su Estado Mayor, recorrió todos los sitios donde la lucha había sido más empeñada y tenaz. Herido fue levemente Narváez en la calle de Bailén, hallándose junto a O'Donnell. También les tocó alguna china a los generales Ceballos y Conde de la Cañada; herida grave recibió el brigadier Jovellar. Los pocos transeúntes que afrontaron los riesgos de la calle, vieron caballos muertos, charcos de sangre, despojos de guerra; las casas de Santo Domingo acribilladas a balazos; cadáveres conducidos en camillas, entre ellos los de los dignos oficiales Escario y Balanzat, muertos en las calles cuando iban a incorporarse a sus Cuerpos. A media tarde, era peligroso andar por los barrios circundantes del Cuartel de San Gil, pues aún sonaban disparos hacia San Bernardino y Conde-Duque. La Plaza de San Marcial ofrecía la pavorosa desolación de la tragedia. El frontispicio del Cuartel, destrozado por el fuego de fusilería y cañón, era una faz llorosa dentro de la cual se sentía el gemido de la conciencia nacional, abrumada. Los oficiales muertos, sus matadores y sus vengadores sacrificados en la lucha, dormían todos el mismo sueño.

Avanzaba la tarde; los vecinos de la Plaza de San Marcial salían de sus casas con ávida curiosidad. Querían ver, oír y tocar lo que quedaba de la matanza, y respirar el fluido trágico que aún flotaba en el ambiente, como las emanaciones del cloroformo después de la cruenta cirugía. Las huellas de la humana barbarie atraen poderosamente a los hombres y más aún a las mujeres. Muchedumbre de estas intentó bajar a la Plaza; pero contenidas por el cordón de centinelas, quedaron relegadas en la Plazuela de Leganitos. Entre la heterogénea multitud, distinguíase la figura esbelta de Teresa Villaescusa, que, escapada de su casa, anduvo rondando por las calles próximas en un ansioso atisbo no se sabe de qué. Cuando ella y otras mujeres se quejaban de que los centinelas no las dejaran acercarse al matadero de San Gil, una mano se posó en el hombro de la hermosa mujer. Volviose a ver quién la tocaba, y viendo el amojamado rostro de Santiuste, imagen de la muerte, tembló de nervioso frío y de miedo.


SANTIUSTE.- ¿Qué haces por aquí, Teresa, y qué buscas en este campo de una batalla ideal, tan ganada por los vencedores como por los vencidos?


TERESA.- (con ligero desvanecimiento mental) Entre los vencidos busco a un hombre. Daría muchos días de mi vida por encontrarle vivo.


CONFUSIO.- (risueño, en plena embriaguez de pensamientos optimistas) Vivo le encontrarás, porque muertos no hay aquí... No te fíes de cadáveres fingidos, que ellos son hombres que hacen que se mueren, y viven.


TERESA.- Si fuera verdad lo que dices, yo me alegraría... Pero no puedo creerte, Juan. Muertos hay. Tú no has visto bien, o con tu imaginación enferma trabucas las formas reales.


CONFUSIO.- Yo he visto en el Cuartel el simulacro de asalto y rendición. Los valientes soldados han desempeñado su papel a maravilla, y los generales han igualado con su arte exquisito a los más hábiles cómicos... Dentro del Cuartel, he visto a Prim con sencillo y airoso disfraz de hijo del pueblo.


TERESA.- (contagiada del trastorno de Juan) El que has visto no es Prim; es un hombre que parece humilde y tiene toda la nobleza y sabiduría del Universo.


CONFUSIO.- Te aseguro que es Prim el que he visto. Prim mandaba el simulacro dentro del Cuartel... y fuera, el intrépido Serrano dirigía el asalto. Cuando por acuerdo de los dos terminó la figurada chamusquina, entró Serrano en el Cuartel con cara de júbilo... Serrano y Prim se abrazaron.


TERESA.- Quítate allá, Juan... Eres loco.


CONFUSIO.- Soy lo que soy. Compongo la Historia lógica y estética, estudiando los acontecimientos, no en la superficie, sino en el fondo... En el fondo veo a Serrano y Prim abrazados... Son los mejores amigos del mundo, aunque no lo parezca... Tus ojos pecadores no ven la verdad...


TERESA.- Los tuyos no ven más que disparates.


CONFUSIO.- Veo los muertos vivos, los enemigos reconciliados, el Altar y el Trono llevados a la carpintería para que los compongan, la Historia de España escrita por los orates... Tú no sabes de esto, pobrecilla... Léeme y sabrás.



FIN DE PRIM


Santander-Madrid, Julio a Octubre de 1906.