XXXI

En mala ocasión iba Manolita con estas andróminas al amigo Chaves, que entonces se hallaba en el paroxismo de su actividad demoledora. Los trabajos no permitían un minuto de reposo a los atrevidos laborantes. Todo estaba dispuesto. La conspiración era ya un rimero de pólvora, al cual no faltaba más que arrimar la encendida mecha... No obstante la buena voluntad de todos, surgían desavenencias que no siempre eran reductibles. La más grave de ellas sobrevino entre la dirección civil y la militar, entre la Junta y Moriones. Este, que había llevado a feliz término la seducción de sargentos, vio pospuestas sus ideas a las de los civiles, y para cortar discusiones peligrosas, la suprema autoridad, que era Prim, determinó que el hombre de las Cinco Villas fuese a dirigir los trabajos de Valencia.

En el delirio de la organización masónica, Chaves no desperdiciaba las horas ni los momentos; ni aun cuando sacaba de paseo a su adorado niño, dejaba de desempeñar alguna comisión, o despachar algún trámite necesario. Una tarde cogió al niño, a quien su mamá había puesto muy majo para el paseo, y se lo llevó por las calles dándole cuerda, por el gusto de oírle sus dichos graciosos y sus salidas agudas. Era el chiquillo travieso, levantisco, y como decía su padre, estaba siempre en la oposición. Los juguetes de sus hermanos le gustaban más que los suyos. Era una fierecilla cuando le vestían y cuando le desnudaban; en las comidas chillaba siempre por lo que no había; si en el paseo le conducía su padre de la mano derecha, quería ir de la izquierda.

Aquella tarde llevaba Pepito, como de costumbre, su pelota, que solía tirar ocasionando algún trastorno en la circulación de transeúntes. Pero don José, lejos de incomodarse por esto, se reía como un simple cuando tenía que recoger el juguete a larga distancia. Así entraron por la calle de San Mateo, y al llegar al cuartel del mismo nombre, frente a la puerta principal, donde estaba la guardia, tiró el chiquitín la pelota, la recogió el papá devolviéndola por elevación, y en este juego con apariencias de inocente, la pelota entró por el portal adelante hasta el patio en que estaban los soldados. Por impulso propio o por instigación paterna, colose dentro la criatura en seguimiento de su juguete; con fingido enojo entró tras él el padrazo, diciendo: «¡Ay, qué chiquillo!... Ustedes dispensen...» y este fue el preciso instante en que apareció el sargento de guardia, ya prevenido. Chaves hizo como que le pedía excusas, y sotto voce le sopló al oído la hora, día y lugar de la cita. No era la primera vez que este ardid se empleó en los cuarteles; también solía usarlo el astuto conspirador para meterse entre filas, cuando la tropa estaba en maniobras. El tal Pepito era un ángel atrozmente revolucionario.

El juego de pelota no fue la última diligencia de Chaves aquella tarde. A otros sitios fue con su gracioso niño, y por fin llegose a casa de don Joaquín Aguirre, con quien tenía que conferenciar. El ilustre canonista, presidente de la Junta revolucionaria, le esperaba en su despacho; entró el amigo con su nene, que ya venía muy cansado y soñoliento, frotándose con los puños los ojitos. Púsole su padre en una silla, ordenándole la quietud. Hablaron el patriota y el patricio con la viveza y el interés propios de la madurez del asunto que iban a tratar. Pero el chiquillo, que siempre era de oposición, interrumpió a los graves conjurados rompiendo en clamores de protesta y tirándose de la silla. Tuvo D. José que cogerle en brazos, acariciarle, arrullarle, decirle mil ternezas, y el niño, agradecido, inclinó la cabecita sobre las patriarcales barbas de su papá, y se durmió profundamente. Era en aquel momento el buen demagogo la perfecta imagen de San José.

Siguiendo la conversación interrumpida, Aguirre hizo a su amigo manifestaciones de suma importancia. Según lo acordado por Prim, este daría el grito el 23, en un pueblo de Guipúzcoa. Ya estaban en camino los comisionados que habían de transmitir las órdenes a las fuerzas comprometidas en las poblaciones del Norte. El alzamiento de Madrid había de ser precisamente el 24. Para ponerse al frente de los sublevados, ya teníamos aquí al general Pierrad, oculto en casa de Moreno Benítez. Revelando satisfacción, dijo asimismo don Joaquín que estaban ya vencidos los escrúpulos que había mostrado para secundar la sublevación su pariente el capitán de Artillería don Baltasar Hidalgo. Realmente, no debía influir ya el espíritu de Cuerpo en el ánimo de aquel distinguido oficial, pues oportunamente había pedido la licencia absoluta... A este propósito, habló Aguirre calurosamente del capitán Hidalgo, alabando su valor, liberalismo y caballerosidad: este juicio no lo ha desmentido la Historia.

Despidiéronse el patricio y el patriota con breves fórmulas de amistad y proselitismo. Salió Chaves presuroso con su niño en brazos, y tomó rumbo hacia su casa... La excitación encendida en su ánimo por el entusiasmo, el deber, la responsabilidad, la grandeza de la idea que pronto había de condensarse en formidables hechos, era como acicate que a precipitar el paso le obligaba. Por esto y por el peso de la criatura, llegó a su casa sofocado. Ya no parecía San José, sino San Cristóbal. «Toma esto», dijo a su esposa, entregándole a Pepito. Comió precipitadamente, tragando sin mascar, y salió como una saeta. Urgía disponer la forma de repartir armas a los paisanos, cosa en verdad peliaguda. Toda la noche emplearía en avistarse con los amigos, ávidos de empuñar trabucos y pistolas, y para ello era forzoso acudir a sitios diferentes y distantes, donde el animoso pueblo celebraba sus obscuras asambleas: Afligidos, Limón, Cuchilleros, Ventosa, Tribulete, Salitre, Tres Peces, etc... Felizmente, dos comisarios de Policía, a la entera devoción de Chaves, le ayudaban en esta colosal faena.

Y sucedió que la ejecución del plan se anticipó dos días a lo presupuesto, por impaciencia de algunos conjurados, que temían no poder hacer nada si aguardaban a que el pronunciamiento estallase en provincias... Véase cómo ocurrieron las cosas. La noche del 21 al 22, doña Manuela Pez notó desusado ir y venir de gente en la solitaria calle donde vivía, que era, como se ha dicho, la de San Ignacio, en el apartado barrio de Leganitos. Mirando por los cristales de su gabinete, vio que no cesaban de entrar hombres en la casa inmediata a la suya. Al instante, recordó que Chaves había alquilado días antes los dos cuartos de aquella casa. «No hay duda -se dijo-: aquelarre tenemos. Milagro será que no se arme esta noche la gran trifulca». Luego sintió run-run de voces tras del tabique medianero. En el mismo gabinete estaba Teresa, que sufría quebrantos de salud, inapetencia, insomnios... Los ruidos de la casa cercana no se escaparon a su oído sutil; levantose de la butaca, y aplicó su oreja al tabique. Escuchó largo rato; sus ojos brillaban de júbilo, sonreía su boca repitiendo: «¡Prim, Libertad!».

Dejándola en aquella distracción inocente, su madre, sin apartarse de los cristales, se zambullía en hondas cavilaciones. En aquellos días, no pudiendo apartar de su magín la nueva crisis de Teresa, abusaba horrorosamente del monólogo. «Si viene trifulca, que venga, que de las revoluciones salen los hombres nuevos... Con lo que me ha dicho Mauricia se me ha ensanchado el corazón. ¡Vaya, que si es efectivamente un conde disfrazado...! ¡Jesús, Jesús, de pensarlo me dan mareos!... Pues otra: ahora sale Pepe Chaves con que el chico es de una familia rica y noble de la Rioja alavesa... ¡Virgen de los Remedios, si todo eso es cierto, menuda lotería nos va a caer! La verdad es que el don Enrique se había hecho insoportable. Hombre más jaqueca y más chinche no ha venido al mundo. Con sus remilgos, su miedo al escándalo, y aquel hablar como la Gaceta, no le aguantaría ni el mismo Job. ¡Vaya con la pretensión de meter a mi hija en las Arrepentidas! Métase él si quiere en un correccional para hombres desaboridos, fulastres y mariquitas. En fin (suspirando fuerte), despedido está... Veremos lo que ahora nos trae Dios. Vengan trapisondas y novedades. Lo que yo digo a mi hija: no importa la revolución con tal que no nos destronen a Isabel II, ni nos traigan la libertad de cultos...». Apartándose del tabique, se lanzó Teresa a un pasear vivo por la estancia. Su rostro, de admirable belleza melancólica, irradiaba satisfacción y orgullo. Acudió su madre a tranquilizarla; mas ella, alzando el brazo como si tremolara una bandera, gritaba: «¡Prim... Libertad!». La bellaca dueña, con ademán de blandir una espada, respondía: «Venga revolución... hombres nuevos». Excitada y nerviosa, Teresa quiso echarse a la calle; pero su madre con exhortaciones y caricias logró quitárselo de la cabeza. Oyendo los ruidos de la casa inmediata, y haciendo mil conjeturas sobre lo que podría suceder, estuvieron en vela hija y madre toda la noche.

A las dos de la madrugada salió Chaves de la casa donde paisanos y oficiales aguardaban el momento de entrar en acción. Iba solo. De la calle de San Ignacio bajó a la plazuela; metiose luego por el callejón de Leganitos, y atravesando por solares y recovecos lóbregos, llegó a una explanada de donde se veían las ventanas altas del cuartel de San Gil por la parte trasera. Allí se detuvo; vio luz en uno de aquellos huecos; sacó un pañuelo, y lo agitó repetidas veces; poco tardó en abrirse la ventana, donde un soldado hizo señal con una sábana... De allí partió el hombre, y por ásperos derrumbaderos se dirigió a la Montaña; rodeó el Cuartel, y llegando al promedio de la fachada Norte, encendió un cigarrillo: la quietud del aire permitía mantener un rato inextinta la llama del fósforo. A esta señal, respondió una luz en las ventanas altas... Después, dio la vuelta el patriota por senderos abruptos, entre el palomar y el Cuartel, y pasando por la fachada principal de este, donde estaba la guardia, repitió la señal sin pararse. A cierta distancia, al arrimo de un árbol, vio claridades inequívocas, que en las rejas del piso bajo daban respuesta o conformidad...

Acto continuo salió como flecha hacia la calle de San Ignacio, donde los oficiales y el General esperaban intranquilos. Chaves les dijo: «La señal está dada; han respondido: conformes; no hay novedad. Cada cual a su puesto». Volvió a salir disparado, y en un minuto llegó frente a la puerta del Cuartel de San Gil, apostándose a la mayor distancia que permitía la anchura de la plaza... Aclaraba el día por instantes; era el momento más bello que sin duda existe en la Naturaleza. El cielo sereno y limpio, sin la más ligera mancha de nube, se inundaba de luz, dando vida y color a todas las cosas de la tierra. El silencio religioso de aquellos instantes sólo era turbado por lejanos desperezos de la ciudad que salía del sueño, y por los cantos de codornices aprisionadas que en diferentes balcones saludaban el día. La expectación anhelante con que el patriota miraba al Cuartel, no estaba exenta de fervor pietista. En su bárbaro fanatismo sectario cabía la invocación a la Divinidad. Todo hombre que vive consagrado a una idea, cuando suena para esta idea la suprema hora, sabe enlazarla con los altos designios.

Esperando los hechos, contemplaba Chaves en su mente el plan trazado para realizarlos. Todo su afán era que los hechos correspondiesen con exactitud a su explanación teórica, como acontece en los programas de teatro. El plan era este: los sargentos de San Gil, al toque de diana, sorprenderían a los jefes, encerrándolos en el cuarto de estandartes, sin derramamiento de sangre. Los del Retiro sacarían al Prado sus baterías, amenazando el Cuartel de Ingenieros, y esperando a que llegase la Infantería de San Mateo. Los Cazadores de Santa Isabel correrían a situarse en las calles que desembocan en Palacio. Las fuerzas del cuartel de la Montaña, ocupando la Plaza de Isabel II y la Plaza Mayor, incomunicarían las zonas Sur y Norte de Madrid. Las baterías de San Gil ocuparían la Puerta del Sol... Los paisanos en armas se colocarían en los sitios consagrados por la estrategia popular.

El programa militar de la sublevación no quería dejarse fijar en la mente del patriota, y en ella oscilaba, descomponiéndose en movibles líneas que alteraban sus disposiciones fundamentales. Esforzábase Chaves en reorganizarlo... Quisiera por virtud del solo pensamiento calcar en él los históricos hechos... En esto, vio aparecer a Becerra con algunos paisanos bravucones armados hasta los dientes. Díjoles que esperaran en lo alto de la escalerilla de la calle del Río, y volvió a su acecho. Aclaraba más el día... El corazón de Chaves marcaba los segundos con tremendos golpetazos... De repente ¡ah! hirió sus oídos el vibrante son de la diana, que fue como estremecimiento de los cielos y la tierra. Medio minuto más, y sonó un disparo dentro del Cuartel; después dos... cinco... hasta diez.

Corriendo hacia la escalerilla, vio descender por ella al capitán Hidalgo, con traje de marcha. «Ya han sonado tiros -le dijo-. Entre usted...». Decidido, Hidalgo entró en el Cuartel. Acompañole Chaves hasta la puerta, y vio un sargento muerto a la entrada del cuerpo de guardia... Los tiros seguían.