Prim/XXII
XXII
Siempre le fue antipático a Teresa el administrativo personaje. Su alianza con él, gestionada por la sutil tramposa, se le hacía muy dura; por fin, en la situación psicológica que le trajo inopinadamente su destino, el hombre la estomagaba... Devolvía su persona o la vomitaba como el bolo gástrico de un alimento indigesto, venenoso. Disimuló heroicamente ante su madre las bascas que sentía, y la dejó concluir así: «Pues ahora, prenda, te dejo otra vez. No he venido más que a calmar tu impaciencia. Don Enrique me ha citado en la oficina de Sementales para darme dinero y sus últimas instrucciones... pues en caso de que en Aranjuez encontremos testigos pegajosos, debemos seguir a Madrid, donde, por la reunión y revoltijo de tantas almas, hay más libertad y menos cuidado de criticones... Tú te estás aquí quietecita hasta que yo vuelva, y vas recogiendo todo por si es de necesidad que esta misma tarde salgamos pitando, y luego sabrás el dinero que me da... Pienso que no ha de ser poco, si paga como Dios manda esta vida de vagabundas que llevamos por él».
Desobediente a lo que su madre le mandaba, echose Teresa a la calle minutos después de Manolita, y a distancia discreta la fue siguiendo hasta el lugar llamado Sementales, por una larga calleja transversal que iba a parar cerca de la cabecera del puente. Apostada junto al tronco de un árbol, como a treinta pasos de la portada del Depósito, vio entrar a su madre; vio, además, dos guardias civiles hablando con dos paisanos. Los cuatro entraron luego y volvieron a salir. La presencia de los guardias infundió a la pobre mujer pavor intenso y un deseo muy vivo de intentar el salvamento de Leal... ¿Pero cómo, si carecía de todo recurso para tal empresa, y a nadie conocía en el pueblo? Nunca como en aquella ocasión echó de menos a Felisa. Si allí estuviera su fiel criada, en ella tendría un auxiliar poderoso, pues era mujer lista, que se metía por el ojo de una aguja... Privada de tal auxilio, a cuantas personas vio, hombres y mujeres, atentamente miraba, tratando de encontrar en los rostros signos indicadores de bondad y nobles sentimientos... Pero aun contando con las almas caritativas, poco hacer podría, por falta de dinero. Con lo que sustrajo del bolsón de su madre aquella mañana, la segunda vez que esta la dejó sola, no tenía ni para empezar... Y ni su madre ni Oliván habían de darle lo que para tal empresa necesitaba.
Alocada por tales amarguras y ansiedad tan honda, pasó el puente y dejó atrás el arrabal. Por último, en su correr incierto de un lado a otro, con el pensamiento en absoluta indisciplina, sintiendo como si llamas de alcohol, azuladas, se arremolinaran dentro de su cerebro, fue a parar a un lugar desolado, donde yacían sinfín de troncos de chopo recién partidos por el hacha, y en uno de estos se sentó, rendida del incesante caminar. Hallándose en aquel osario del reino arbóreo, sintió que en socorro de su tribulación venía una idea, la única que podía consolarla y dar al conflicto una solución eficaz. La sintió llegar a su mente, entrar con timidez... La incitó a entrar como en su casa, y la acarició después para que no se escapara. Esta idea era compartir la suerte de Leal, y dejarse llevar con él a donde Dios quisiera llevarle. No tardó la voluntad con fuerte vibración en disponerse a ejecutar el soberano deseo. Levantose Teresa del tronco, y con un ojear rápido trató de indagar el mejor camino para trasladarse en breve tiempo a la casa del Águila... No pocos pasos de un lado a otro tuvo que andar para orientarse, y lo consiguió al fin, describiendo una gran curva al través de los campos. Algunas casas que había visto antes acabaron de señalarle el derrotero. Su idea, como estrella milagrosa de las que alumbran de día, con certera indicación la guiaba.
En el trastorno de sus sentidos para todo lo que no fuese su idea temeraria, vio, como vagos espectros o apariciones, dos hombres agobiados por cargas de sarmientos, chiquillos vagabundos que apedreaban a los pájaros; se fijó en el vacío nido de cigüeñas prendido en la torre de la iglesia; miró el cielo azul, brumoso en el horizonte, el suelo abrillantado por la escarcha, las ovejas flacas que pastaban en los rastrojos, el lejano escuadrón de álamos sin hoja alineados en las márgenes del Tajo... y al fin, descollando sobre el gris difuso del paisaje, la casa del Águila, de ladrillo viejo y quemado, con violentos chorretazos de rojo sanguíneo.
Al cabo, como en la misteriosa ordenación de los sucesos del mundo no suelen ir estos bien acordados con nuestras ideas, resultó que, de súbito, un vago rumor de humanas voces apartó de la casa del Águila la atención de Teresa, llevándola a un apiñado grupo, distante un tiro de fusil en dirección contraria al pueblo. Creyó ver la moza en aquel gentío tricornios de la Guardia civil. Maquinalmente corrió allá, delante y detrás de unas cuantas personas igualmente movidas de curiosidad... Poco habían andado, cuando sonó un tiro. Detuviéronse medrosos hombres y mujeres. Alguna gente de la que a los guardias rodeaba, retrocedió con susto y azoramiento... Teresa oyó estas confusas explicaciones del suceso: «Dos bandidos que cogieron en la casa del Águila... Nada, que han tenido que matar a uno... que estaba rabioso y se echó sobre el civil, mordiéndole la mano... No fue así, mujer... como el bandido no quería dejarse llevar, y saltó la zanja, de un tiro le dejaron seco... No, hombre: el bandido sacó un hierro que había cogido de las rejas de la casa, y quiso clavárselo al guardia... vele allí herido... el guardia herido... el bandido muerto... Ese ya no la hace más... A la Guardia con esas bromas... Vamos al pueblo a contarlo... No vayas, que ya está aquí todo el pueblo».
El corazón de Teresa, con breve lenguaje trágico, dijo a esta que el bandido muerto era Leal. Su propio terror llevó adelante los pasos de la desdichada mujer, y confundida con los curiosos, vio y comprobó con sus ojos lo que el corazón le había dicho. Era Jacinto... Muerto yacía sobre un ribazo, traspasada la sien de un tiro, contraídos aún brazos y piernas del furor que precedió a su muerte... Quiso matar, y pereció al primer intento. En la mueca de su rostro quedó estampada su última exclamación de insana rebeldía. Apagados, sus ojos eran fieros; muda, su boca blasfemaba... Huyó Teresa despavorida en dirección del pueblo; mas luego tomó camino distinto, que si la horrorizó el cadáver de Leal, no menos la espantaba la idea de ver a la sutil zurcidora Manolita Pez. De ella y del remilgado caballero burocrático quería huir para siempre. Voló, pues, con las alas de su pánico; pasó el puente, la calle principal, y aunque el aliento le iba faltando, con esfuerzo de pulmones siguió campos adelante, hasta que desaparecieron de su vista las casas de Fuentidueña de Tajo. Ya era tiempo de respirar, y así lo hizo, tirándose en el suelo.
En aquel reposo de su cuerpo, yacente en el frío rastrojo, fue acometida de una pena insuperable que abrumaba su espíritu. Claramente veía que ella era culpable de la muerte del pobre Leal, porque con increíble simpleza, movida de un miedo nocturno, reveló a su madre el sitio donde el infeliz hombre se ocultaba. Cierto era como la luz del día que su madre llevó el cuento al señor Oliván, este al Alcalde... Lo demás del terrible suceso por sí mismo se reconstruía... ¿Quién le sugirió a ella la perversa confianza que tuvo con Manolita, la indiscreción de aquella noche aciaga? El demonio, sin duda. Y el demonio fue más listo que los ángeles, pues antes que estos la incitaran a perdonar, el maldito había tramado la delación... Sí, sí: todos los agravios fueron perdonados cuando vio a Leal en situación tan miserable, escondido de la justicia como un facineroso. Bien segura estaba de que su intención frente a la siniestra casa del Águila fue perdonar, perdonar sin reserva...
Mas ni con estas consideraciones ni con otras que hizo al ponerse en pie para seguir andando, consiguió el menor alivio de la enorme pesadumbre que tenía sobre su conciencia. Con todo aquel peso y el de su cuerpo fatigado siguió a campo traviesa, hallándose al caer de la tarde en un camino real que, a su parecer, era el que partía de Fuentidueña para los pueblos del Tajuña. Desfallecida, pidió socorro en una caseta de peón caminero, donde su bella persona y traje levantaron un vientecillo de sorpresa, curiosidad y murmuración. La caminera y dos vecinas con chiquillos en brazos le dieron pan y aceitunas, y ofreciéronle hospitalidad para pasar la noche, que ya se venía encima. Aceptó Teresa la comida y no el hospedaje, diciendo que tenía prisa por llegar la pueblo próximo, de cuyo nombre no se acordaba. Maravilladas las mujeres de que la hermosa señora bien trajeada no supiese el nombre del lugar a donde iba, dijéronle que era Villarejo de Salvanés... Sin disimular con una breve explicación su extraña ignorancia del pueblo a donde se dirigía, siguió adelante, dejando en la casa caminera un remolino de maliciosas conjeturas.
La noche cubrió de sombras el camino. En la soledad medrosa de su andar lento, oyó Teresa tras de sí formidable rumor de creciente intensidad, como si las aguas de un gran río se desbordasen y corriesen en seguimiento de ella para cogerla y arrastrarla al mar. Asustada se detuvo; el ruido no era de aguas desbordadas, sino de miles de caballos que estremecían la carretera con su trotar vivo, quadrupedante sonitu. Apartose, y dejó pasar la ola. Su alterada imaginación le aumentaba la veloz ringlera de corceles, que a su parecer no tenía fin... No iban desmandados; pero sí con menos orden del que se admira en las marchas ordinarias de Caballería. Oyó las voces de los jinetes, raudas, desgarrándose en la velocidad y estiradas por el viento en flotantes hebras. No entendía; más bien adivinaba... ¡Prim... Libertad!
Viendo pasar los veloces caballos, recordó Teresa que en la propia dirección habían ido Clavería con algunos paisanos, y el intrépido vagabundo Santiago Ibero, con su frugal desayuno de queso y pan. Sin duda iban todos hacia el pueblo cercano, cuyo nombre le enseñaron las mujeres en la caseta del caminero. Era Villarejo de Salvanés. Pensando en esto, cristalizó al fin en la mente de Teresa un propósito fijo referente a sí misma, y se dijo: «Por aquí se irá también a Aranjuez, y por Aranjuez pasa el tren de la Mancha. Allá me voy; tomo mi billete de tercera, y me planto en Herencia, donde viviré con Felisa... hasta que quiera Dios aliviar mi alma de este peso que me agobia».
A Villarejo llegó Iberito al mediodía del 2; al atardecer, Clavería y sus comilitones, que fueron recibidos por amigos disfrazados de paletos. Dijeron estos a Clavería que el movimiento se había preparado en Madrid con arte y precauciones muy sutiles, que forzosamente traerían un éxito loco. ¡Ya era tiempo, vive Dios! Se contaba con tropas de las acantonadas en Leganés, con las del cuartel de la Montaña, y con otras que en el mismo día 3 darían el grito en Ávila y Valladolid, produciéndose de este modo levantamientos simultáneos que el Gobierno no podría sofocar por pronto que acudiese. Se contaba también con la Caballería de Alcalá de Henares y con Cazadores de Figueras, que guarnecían aquella ciudad. En cuanto a los regimientos de Caballería, Calatrava y Bailén, acuartelados el uno en Aranjuez, el otro en Ocaña, ya podían decir que los tenían en la mano. El primero estaba cogido por el capitán Bastos y el coronel Merelo; el segundo traíanlo Terrones y Oñoro: los dos amanecerían en Villarejo. La cosa se presentaba esta vez con buen cariz. El General, con Calatrava y Bailén y las fuerzas de Alcalá, caería sobre Madrid, donde gran parte de las tropas de la guarnición estaría sublevadas.
De madrugada llegó a Villarejo por el lado de Arganda un coche ligero de los que llaman góndolas. En la puerta de una casa de buen aspecto, propiedad de un acomodado labrador de la villa, descendieron cinco caballeros vestidos de cazadores: eran Prim, Milans del Bosch, Pavía y Alburquerque, Monteverde y Carlos Rubio. De este último se duda que fuera vestido de cazador, como dice la historia: en todo caso, su traje sería el de los desastrados pajareros que en las cercanías de Madrid persiguen gorriones y pardillos. Prim, sobre las prendas venatorias, llevaba un gabán con el cuello levantado: se había constipado en el viaje y tiritaba de frío. Monteverde y Milans del Bosch llevaban capotes de campo. En cuerpo gentil iba Pavía, insensible a la baja temperatura. Lo primero que preguntó el General al entrar en la casa fue si habían llegado los uniformes. Allí estaban desde mediodía, y no sólo llegaron los uniformes, sino algunos comisionados de comités de provincias, y mensajeros que traían interesantes avisos y comunicaciones. Entre estas agradó mayormente a Prim la que trajo de Levante un avispado mozo que por su puntualidad y tino, por la ligereza de sus piernas, parecía el hijo predilecto de Mercurio.
Si Alicante y Valencia, como se anunciaba, respondían al movimiento el mismo día 3, apuradillo se vería el Gobierno para acudir a echar agua en tantos incendios. Llegaron asimismo en el curso de la noche paisanos catalanes, entre ellos uno muy arrogante y decidido, cabecilla de agitadores callejeros, a quien llamaban el Noy de las barraquetas. La misión de estos era salir de allí con proclamas que irían repartiendo en todo el tránsito hasta Barcelona... Nadie durmió aquella noche; nadie pudo eximirse del delirio expectante, del presumir y anticipar el suceso futuro, que todavía era un enigma. En las cabezas grandes y chicas ardían hogueras. Las llamaradas capitales, Prim, Libertad, se subdividían en ilusiones y esperanzas de variados matices: Prim y Libertad serían muy pronto Paz, Ilustración, Progreso, Riqueza, Bienestar...