XI

-Pues has de saber, Tarfe amigo, que el comer es función doméstica, y el opinar y el resolver en lo tocante a la vida de las naciones es función pública, que forzosamente se ha de menoscabar y empequeñecer si con ella se mezclan regurgitaciones de estómagos ahítos... Sin que nadie pensara entonces en asociar los ideales políticos a la vaca estofada, los confederados de 1840 y tantos, hombres de gran patriotismo y de altas miras, echaron las bases de la sociedad española y la constituyeron y afianzaron para gloriosos destinos. La Asamblea de las Federaciones duró cinco días, celebrando sus sesiones al aire libre, rodeada del pueblo. Fue la más grandiosa fiesta de concordia, de paz y alegría que han visto las generaciones... Ya sabes que esto ocurría a la terminación de la cruenta y larguísima guerra civil, en la cual absolutismo y teocracia fueron reducidos a cisco impalpable, arrebatado y esparcido del viento. Pelearon los antiguos reinos, quedando al fin condensados en las dos grandes síntesis históricas de Aragón y Castilla. Reuniose la magna Asamblea para ver de construir el nuevo estado español sobre los escombros del despedazado régimen autocrático.

-Trabajillo les costaría la construcción; que los buenos demoledores abundan más que los malos arquitectos.

-No lo creas: del hervor de aquella guerra honda y salutífera, salieron hombres de empuje, hombres de iniciativa y de sólido conocimiento de las cosas. Aragón, que, como sabes, es la tierra madre del Derecho público, y el más fecundo plantel de voluntades viriles, dio de sí en aquella guerra un Príncipe valeroso, tan bien dotado de ardor guerrero como de prudencia y maña para manejar la sutil máquina del Gobierno. Nació de las nobilísimas casas de Azlor y de Aragón; creció y se endureció en las batallas; se templó en el consejo de próceres maduros, confundidos con el pueblo, en cuyo corazón sano anida el sentimiento jurídico. Llamábase este Príncipe Fernando María del Pilar Jaime Alfonso de Azlor y Aragón, y por tener en la cáfila de sus nombres el de la sacrosanta Virgen que idolatran los aragoneses, se le llamó siempre el Príncipe Pilar, de que luego se formó el Pilarón, con que figura en la Historia, nombre que a más del significado religioso y mariano, tiene el de columna robusta, sobre la cual puede asentarse toda la pesadumbre de un Estado. Vinieron a la Asamblea los confederados de aquel Reino con la idea de hacer proclamar a Pilarón (que frisaba en los veinticinco años, y era el más gallardo cachorro que podrías imaginar) Príncipe de todas las Españas, con el carácter de Soberano con las Cortes pan-ibéricas, y siempre sometido al omnímodo poder de estas... Los castellanos alegaron el mejor derecho de su Princesa Isabel. Esta niña inocente personificaba la tradición y el engranaje de Reyes que han venido calentando el trono desde los godos hasta el absoluto y nasón Fernando, ejecutado de orden de las Cortes soberana...

-Ya, ya. No repitas. Adelante.

-Tres días duró la discusión entre castellanos y aragoneses, defendiendo los unos el derecho de Isabel, otros el de Pilar o Pilarón, hasta que al fin, del largo discutir y del acumular razones y argumentos, salió la idea sintética, salvadora...

-Acabáramos... Ya sé... Casaron a los dos candidatos, y al trono con ellos, para que reinaran mancomunadamente, como el Fernando y la Isabel de antaño.

-Así fue. Pero has de fijarte en lo esencial, Manolo, y es que quien verdaderamente reinaba era la soberana Nación, o dígase las Cortes, y que los Príncipes no tocaban más pito que el de la ejecución y aplicación de las leyes... ¿Lo quieres más claro?

-No te pido claridad, porque esas cosas inventadas, o si se quiere poéticas, más ganan que pierden envolviéndose en la obscuridad.

-Convendrás conmigo en que es más divertido escribir la historia imaginada que leer la escrita. Esta suele ser embustera, y pues en ella no encuentras la verdad real, debemos procurarnos la verdad lógica y esencialmente estética.

-Te admito tu historia confusiana como un licor que embelesa, transportándonos a la región de dulces ensueños.

-No te digo que no. Abstráete, y llegarás a ver en esta historia algo tan substantivo como los mismos hechos. Todo es cuestión de ver hacia fuera o ver hacia dentro... Figúrate que han pasado mil años, y que los habitantes del planeta, en esa fecha remota, conocen las dos historias. ¿A cuál darán mas crédito: a la de Confusio, o a la que estarán escribiendo ahora Rico y Amat o don Antonio Flores? Yo creo que la de Confusio será más leída, y acabará por gozar concepto de única historia verdadera... Y si así no fuese, tendremos otra cosa mejor, y es que los caballeros de 2864 no se cuidarán de averiguar cuál es la verdadera o cuál la falsa, porque una y otra les importarán tanto como un higo chumbo... Bueno, Manolo: ya me mareo un poco en mi globo, que he dejado subir muy alto. Bajo a la tierra, bajo a la realidad, que bien pudiera ser una ilusión como otra cualquiera, y te pregunto: después de esta demostración del banquete, que es como un desafío a los obstáculos, ¿qué harán?... Conspirar como demonios.

-Ya están en ello hace meses. Confían en que podrán lanzarse en Junio... Los trabajos en el ejército no cesan... Lo que yo te digo queda entre nosotros, Pepe. Lo sé por algo que me ha dicho Muñiz, y otro algo que he sorprendido a Lagunero. Cuentan con dos regimientos acuartelados en la Montaña: Constitución y Saboya. Manda el primero el coronel Rada.

-No se fíen... Rada es convenido de Vergara. En Saboya manda uno de los batallones López Guerrero, que es amigo mío.

-Y mío. Se cuenta con él incondicionalmente. El plan es que Saboya y Constitución den el grito, sorprendiendo el cuartel de San Gil y apoderándose de la artillería... En el cuartel del Soldado se sublevará Cuenca, que destacará un batallón al Ministerio de la Guerra y otro al cuartel del Retiro. Parece que Amable Escalante y Lagunero tienen bien trabajada a la Caballería, que se establecerá en el Prado, vigilando a los Ingenieros...

-No sigas... Todo es soñar... Muñiz y Amable Escalante sueñan, aunque de distinto modo que mi Confusio. Al menos los sueños de este alegran el ánimo... Verás cómo todo se disipa, cómo los comprometidos se descomprometen, cómo los vigilantes se amodorran y los valientes se acoquinan...».

Según opinaba Beramendi, abortó el movimiento. Pero la infatigable conspiración, como los maestros de guitarra, decía: «Patilla, cruzado y vuelta a empezar». Prim se fue a Panticosa, y en su ausencia se le preparó otro parto con los mismos regimientos, sin que los profesores de obstetricia tuvieran más suerte que en el caso anterior. Pero se escandalizó lo bastante para que se alarmara el Gobierno: los Cuerpos sospechosos fueron trasladados a ciudades lejanas, y vinieron Príncipe, Asturias, Isabel II, con lo cual nada se adelantaba. Prim fue desterrado a Oviedo, que vino a ser el telar donde la urdimbre del ejército se tejía con la trama del pueblo. La tela iba cundiendo: casi se la veía y se la tocaba, violado ya el secreto que comúnmente encubre estos trabajos contra el orden establecido... De improviso, y cuando más descuidados tejían tropa y pueblo, ¡pim! cayó el Ministerio Mon. ¿Quare causa? Nadie lo sabía, y lo que era peor, nadie lo preguntaba. Ya nos habíamos acostumbrado a que los Gobiernos cayesen y se levantasen sin otro motivo que la corazonada o el antojo de la Señora. Andaba ya esta muy confusa y amargada con las nuevas traídas de París por el Rey don Francisco, que fue a pagar la visita de la Emperatriz Eugenia. Napoleón y su mujer le habían calentado las orejas por la tenacidad con que España se negaba a reconocer el Reino de Italia, hecho consumado que ningún país europeo podía considerar como no existente, so pena de quedarse fuera del ruedo de las naciones. La conducta de España era sencillamente un quijotismo intolerable. Esto, palabra más, palabra menos, le dijeron a don Francisco de Asís los Emperadores, y lo mismo que se lo encajaron lo transmitió él a su esposa, que se llevó las manos a la augusta cabeza, repitiendo trémula y aterrada: «No puede ser, no puede ser».

Como si lo viéramos, Isabel II comunicó inmediatamente a sus ángeles tutelares Sor Patrocinio y el Padre Claret las tremendas conminaciones que don Francisco le había traído de París. Es fama que ambas personas reverendas alargaron los morros y fruncieron las cejas... Mandara Napoleón en su casa, y dejara que nuestra Reina gobernara en la suya... Sostuviérase España en su acuerdo tocante al llamado Reino de Italia, y con la protección de la Virgen nada debía temer del concierto ni del desconcierto europeo. Claramente se vio que aquí el Gobierno constitucional era un figurón con careta grave y casaca reluciente. Sólo creían en él algunos cándidos políticos, y los vagos que en la Puerta del Sol se estacionaban para ver caer la bola de la torrecilla de Gobernación... Bien puede estamparse aquí, sin temor de atropellar la verdad histórica, este breve dialoguillo:

«Narváez...

-¿Qué, Señora?

-Ahora, más que nunca, te necesito. He despedido a Mon. Fórmame un Ministerio a tu gusto. Todo te lo permito con tal que no me traigas el reconocimiento de Italia, y que me amanses a Prim y a esos endiablados progresistas».

Cogió Narváez el timón del averiado cachucho del Estado, después de meter en él a González Bravo, a Llorente, a Alcalá Galiano, al general Córdova y a otros de menos fuste... Hombre muy ducho en política, y bastante lince para ver el nublado que se venía encima, levantó el destierro de Prim y anuló los traslados de algunos coroneles y tenientes coroneles. Por mediación de Córdova, mientras este permaneció en el Ministerio, después valiéndose de Carriquiri y Salamanca, negoció con el de Reus, empezando por ponerse en un buen terreno de conciliación; condonó las multas por delitos de imprenta, y levantó las penas recaídas sobre algunos periodistas. Vacilaron los del Progreso, sensibles a estos halagos; no pocos se inclinaron a que cesara el retraimiento; pero dominó al fin la opinión viril que preconizaba la retirada al Aventino, y el Manifiesto de 20 de Noviembre quitó a Narváez y a la Reina toda esperanza de encadenar por buenas a la Libertad, y amarrarla a una pata del trono, donde podrían escupirla reverendamente los tutelares ángeles de Isabel.

«No cogeréis al monstruo en trampa ni con lazo -dijo Beramendi a Eufrasia una noche en casa de la Campofresco-. Ahora va de veras. No puede Isabel impunemente renegar de la idea que tuvo más fuerza que las espadas para llevarla al trono y asegurarla en él. Aconséjala tú, gran filósofa; dile que deseche el terror del Infierno, que sus culpas no son tan graves como ella cree o le hacen creer los que viven y medran a la sombra del miedo de la Majestad pecadora. Culpa mayor que todas las culpas es el desprecio que hace de los intereses y de la vida de su pueblo. Si quiere ir al Cielo, no nos haga un pisto con su conciencia, que es toda suya, y su corona, que es suya y nuestra.

-Su alma es muy compleja, Pepe, y cuantas veces intenté dirigirla por mejor camino del que lleva, me dejó mal. Es bondadosa, es generosa; pero se diría que nació y la criaron en la calle de Embajadores. Tiene todas las supersticiones de la mujer del pueblo... No creas que teme a los progresistas: a Prim le quiere, le daría con gusto el poder... Haría ministros a Sagasta, a Fernández de los Ríos, a Montemar... Todos esos que escriben no le inspiran cuidado... A Olózaga sí le teme más que al cólera. Ya sabes que ese no se recata para decir que es abiertamente antidinástico... Pero el mayor temor de doña Isabel, ¿sabes cuál es? La Democracia... esos hombres que te hablan de república como de la cosa más natural del mundo, y se atreven a poner en sus programas nada menos que la libertad del pensamiento; ese Rivero, ese Figueras, ese García Ruiz, ese Becerra, y otros que dicen con toda la poca vergüenza del mundo: 'Soy demagogo'. Pues yo, qué quieres, en esto le doy la razón a la Reina y participo de su temor. ¿Quién te dice que, llamado Prim al poder, no vendrá, tras de la turba progresista, la ola democrática que arramblará por todo?

-Ya pareció la ola. ¿Dónde te has dejado la piqueta incendiaria y la tea demoledora?... Al revés he querido decirlo.

-Al revés o al derecho, ya verás, Pepe, cómo Narváez se entiende con Prim, y lo del retraimiento será una broma... Te apuesto lo que quieras.

-Yo no apuesto contigo, porque siempre te gano y nunca me pagas. Tienes conmigo una deuda enorme.

-¿Qué te debo, pillastre?

-La reputación de virtud que te estoy formando a fuerza de mentiras.

-Cállate la boca, tontaina, que estás bien pagado con el bombo que te doy cuando hablo de ti con tu mujer.

-Inútiles embustes. Mi mujer no te cree».

Nada más hablaron aquella noche. Adelante. Dice la Historia ilógica y artificial que González Bravo hizo unas eleccioncitas como para él solo, sacando de las urnas con suave mano una mayoría de carneros, con perdón, todos de familia y marca moderada; pocos unionistas, y ni un solo borrego progresista, por más lazos que tendió para coger alguno. Y del mismo modo metió en el Senado una hornada o hato de morruecos que le aseguraban la sumisión del llamado Alto Cuerpo. Cogió doña Isabel el cielo con las manos, viendo que Narváez no le abría camino para amansar al furioso Progreso... Nada, nada: había que licenciar a Narváez. Esto pensó dos días antes de reunirse las nuevas Cortes, y como lo pensó lo hizo, molesta y agriada, no solo por lo expuesto, sino porque Narváez había decidido el abandono de Santo Domingo, único remate posible de tan dispendiosa guerra. Sin temor de atropellar la verdad, puede estamparse aquí otro breve dialoguillo:

«Istúriz...

-¿Qué, Señora?

-Narváez me ha engañado; tengo que prescindir de él. Además, no estoy conforme con el abandono de Santo Domingo. Me formarás un Ministerio con elementos unionistas que no estén muy gastados...

-¿Yo, Señora...? Yo...».

El anciano ilustre, que tan grandes servicios había prestado a la Monarquía española, así en la política como en la diplomacia, vacilaba entre el respeto y su desgana de prestarse nuevamente a tales obras de pastelería pública. Hombre de vastísima ilustración, volteriano de añadidura, no había sido nunca más que el remedión de todas las situaciones de difícil salida, y el constructor de Ministerios-puentes para pasar de una orilla a otra. Y cuando el amador platónico y puro de la Reina Cristina ya descansaba tranquilo en su Presidencia del Consejo de Estado, la voluntariosa Reina le pedía que viniese a armar otra pasadera. No le valieron las excusas con que su modestia y cansancio quisieron eludir el encargo; su exquisita amabilidad y dulzura le perdieron.

«Nada, nada: te pido este favor y no has de negármelo. Mañana a esta hora me traerás la lista de tu Ministerio».

Pasadas veinticuatro horas, llegó a Palacio el bueno de don Javier con la lista de ministros.

«¿Está completa? ¿A ver, a ver...?

-Ros de Olano, Salaverría, Bermúdez de Castro, Calderón Collantes, el general Ibarra, don Isidro Argüelles...

-Bien, bien: estoy conforme. ¿Qué hora es? Las doce. Pues a las tres en punto pueden venir a jurar».

A las tres menos cuarto:

«Istúriz...

-¿Qué, Señora?

-Que no hay nada de aquello. Ha venido Narváez... ¡Ay, qué cosas me ha dicho!... Dejémoslo para otra ocasión.

-¡Ay, dejémoslo!... Respiro».

Al día siguiente se reunieron las Cortes, y se presentó a ellas el Gobierno que con suave tirón electoral las había traído.