Preliminares
Antes de proceder al examen cualquiera de los puntos que han de ser objeto de mis tareas, quiero someter a la consideración pública ciertas oscuridades que conviene dejar esclarecidas, si hemos de hallarnos alguna vez, sin mutuo riesgo, el lector y yo en la senda en, que le busco. Soy de los hombres más ineptos para esto de caminar a tientas, no obstante mi condición de miope, que debiera haberme familiarizado ya en el arte de vencer obstáculos y ver claro en la oscuridad más turbia.
Pero tengo la manía de la lógica, y de aquí por qué en lo físico me desorientan los tropezones y en lo moral me crispan los absurdos.
Cualidad es ésta, pueblo amigo, que revela cierta parsimonia genial que no se adapta gran cosa al eléctrico vaivén del espíritu... vigente. Pero es, en cambio, síntoma irrecusable de hidalga consecuencia; y esa virtud bien vale aquel defecto, que, en verdad sea dicho, no expongo aquí a humo de pajas.
Digo, pues, que si mañana ha de ventilar mi pluma pecadora los graves asuntos que se hallan ya bajo su jurisdicción, con la imparcialidad y el aplomo que tienes derecho a exigir de mí, porque, al cabo, soy de tu calle, necesito descargar previamente la razón de ciertas incongruencias que la martirizan de algunos días a esta parte; oscuridades en que se me vela y confunde a veces la armazón revolucionaria de donde parten precisamente todas las grandes peripecias que estamos contemplando y las que nos quedan por contemplar en la región de la política; asunto, añado, que, mientras te lo voy exponiendo para que, si puedes, lo aclares, me sirve de introito, con el cual me pongo al día en mis tareas, especie de ojeada retrospectiva con que, de paso, te doy otra prueba de mis lógicas tendencias, que, velis nolis, siempre me obligan a empezar por el principio.
Vamos al caso.
El pueblo y el Ejército se levantaron un día de mal humor y gritaron: «¡Abajo los Borbones!, ¡Viva el pueblo soberano!, ¡Viva el sufragio universal!» y «¡Vivan las Cortes Constituyentes!». Y los Borbones que había en España en el trono y sus adyacentes traspasaron, proscritos, más que de prisa, los Pirineos; el pueblo vencedor echó los cerrojos al alcázar de la derribada monarquía y exclamó, guardándose la llave en el bolsillo: «En España no hay por ahora más rey que yo, ni en adelante habrá más que el que yo quiera, de lo cual trataré en su día». Y como no era cosa de estarse en la calle todo el año dando vivas al aire, «Yo me voy -dijo- a mis quehaceres, a ganar la basallona; pero vosotros, Juan, Pedro y Diego, personas de mi confianza, que tenéis menos que hacer y servís más para el caso, os quedáis en mi lugar, dirigiendo esta máquina por el nuevo camino en que yo la he encarrilado; conservadme el orden y avisad cuando sea hora de ir a hacer uso de los derechos que he adquirido...».
Y aquellos hombres, o, si se quiere, aquella Junta y otras como ella, al aceptar el importante cometido, repitieron los propios vivas y los mismos abajos del comitente, señal infalible de que querían hacerse dignos de su confianza.
Hasta aquí la lógica no fue descalabrada.
Cierto es que gritar «¡Abajo los Borbones!» y añadir «Vengan las Cortes Constituyentes, elegidas por el sufragio universal, a decidir quién ha de mandarnos, en adelante», implica cierta contradicción, supuesto que las Cortes, en uso de la soberanía, pudieran muy bien reponer en el trono algo de lo que acaba de derribarse, en cuyo caso el abajo de la revolución quedaría desairado y sin objeto. Pero como también es verdad que la revolución puede imponer aquella condición a las Cortes, es decir, autorizarlas para hablar de todo menos de los Borbones, aunque menoscabada así un tantico la libérrima voluntad de toda la nación, lo que pierde la lógica en su desacuerdo con la idea, lo gana en armonía con los hechos consumados, y váyase lo uno por lo otro. No vale, pues, la pena esta pequeña contradicción de calificarse de incongruencia mayúscula; no pertenece tampoco a las oscuridades a que me referí al principio.
Como no debe pertenecer la discordancia, meramente eufónica, creo yo, en el tutti de abajos que llevamos oídos de uno de los tres elementos revolucionarios, el cual, por decir «¡Abajo los Borbones!», dijo: «¡Abajo doña Isabel de Borbón y toda su descendencia!», dicho que, tomando al pie de la letra, dejaba la senda del trono accesible, por ejemplo, a cualquiera de los colaterales de la hija de Fernando VII. Pero, como digo, y aun cuando se ha pedido la razón de este desacorde y no se ha dado hoy una satisfactoria, creo que no pasa todo ello de una desafinación.
Así que, respetada todavía la lógica, llegamos a tener una revolución triunfante que daba al pueblo todas las libertades imaginables, menos la de poner en el trono nada que tuviese que ver con la derribada dinastía.
Formóse en seguida, no recuerdo por quién ni cómo, un Gobierno con carácter provisional, y aunque, por de pronto, no acusó el recibo de su poder en los mismos términos en que las Juntas lo hicieron, es decir, repitiendo los vivas y los abajos del pueblo, y aunque sólo se componía de dos elementos de los tres revolucionarios, no quedó la menor duda de que era un Gobierno completamente identificado con la revolución, supuesto que las Juntas, sin excepción de una sola, lo vitorearon y lo vitoreó también el elemento excedente y lo aclamó entusiasmada la Prensa revolucionaria; y por si esto era poco, sus hombres se sentaron con los hombres del Ministerio a la mesa del presupuesto, en dulce amor y compaña, confundiéndose en un solo plato todas las diferencias y todas las aspiraciones dé los susodichos tres partidos.
No sé si esto es lógico, pero es verdad.
Así las cosas, hubo quien dijo:
-Podía ahorrarse a las Cortes Constituyentes un trabajo penosísimo, consultando, desde luego, la voluntad nacional, en lo que respecta a la forma futura de gobierno, por medio de un plebiscito: nada menos expuesto a error, por otra parte, que este sistema, que nos permite oír, uno a uno, a todos los españoles.
-Eso, no -dijeron muchos, incluso más de un órgano de la Democracia misma-; el pueblo español no está aún lo suficientemente ilustrado para discernir por cuenta propia entre el bien y el mal en asunto tan arduo.
-El ideal político de la España -añadió con su firma en un periódico extranjero uno de los hombres más caracterizados del Gobierno provisional-, el ideal político de la España contemporánea «es llegar a poseer una verdadera monarquía constitucional».
-Si las Juntas revolucionarias -concluyó oficialmente el Ministerio en su Manifiesto a la nación-, si las Juntas revolucionarias no han guardado silencio en todo lo que se refiere a forma de gobierno, no ha sido por no prejuzgar la cuestión, cuyo fallo corresponde a las Cortes Constituyentes, sino porque «no han confundido las personas con las cosas, ni el desprestigio de una dinastía con la alta magistratura que simboliza»; además, hay necesidad de no despertar desconfianza en Europa, por razón de la solidaridad de intereses que liga a todos los pueblos del antiguo continente.
Es decir, que si las Juntas no han gritado «¡Viva la monarquía!», es porque se da por entendido que ésta y no otra es la forma de gobierno que queremos y necesitamos.
Y replica ahora la lógica severa a cada una de estas respuestas:
-¿No está, señores demócratas monárquicos, bastante ilustrado el pueblo español para elegir con acierto y por sí solo entre el bien y el mal? Luego necesita una tutela; luego no es libre; luego no lo serán las Cortes Constituyentes, porque no serán elegidas por la voluntad libérrima del pueblo, sino por un rebaño de mansos conducidos por una legión de pastores; luego el sufragio universal no existe de hecho.
-¿Es, señor ministro, el bello ideal de usted y de España la monarquía constitucional? Luego no se adhiere de buena fe al fallo de las Cortes invocadas por usted mismo, y pueden darle la república, que tendrá que aceptar de mala gana; luego no se halla completamente identificado con la revolución más que cuando grita «¡Viva la monarquía constitucional!», que es precisamente el único grito que no se ha oído en España desde el alzamiento de Cádiz hasta hoy; luego es usted el único español que le ha dado; luego es el único revolucionario que no va en perfecto acuerdo con la revolución.
-¿Es preciso, como dice el Gobierno en masa, aceptar la monarquía, porque así lo exigen las necesidades de España y los intereses de las demás naciones del viejo continente? Luego sería peligroso para la nuestra otro gobierno que el monárquico; luego las Cortes que puedan votar otro que éste son una verdadera temeridad; luego debe conjurarse el peligro de que no le voten, no convocándolas, y proclamar, desde luego, la monarquía; luego no va el Ministerio de acuerdo con la revolución, que las quiere y se ha abstenido hasta hoy de fijar forma alguna de gobierno para lo futuro y se sujeta de buen grado al fallo de la voluntad nacional, representada por las Cortes Constituyentes nombradas por el sufragio universal.
Me parece que esto es lógica pura.
Pues vean ustedes ahora: la Prensa, o la mayor parte de ella, que no reconoce en el pueblo ilustración bastante para constituirse por sí mismo, y el Gobierno, que manifiesta que sólo la monarquía constitucional es la que sólo puede aceptar España, dicen a ese mismo pueblo, cuando le hablan desde los periódicos y desde los balcones: «Has derribado lo que te oprimía; conocías que esa opresión te desagradaba, y te has hecho libre; eres soberano y no te vengas; mereces las libertades que has conquistado, y puedes, en uso de tu soberanía, establecer tú mismo el sistema por que has de ser regido en adelante».
Luego, digo yo a mi vez, y lo creo, ese pueblo tiene criterio, cuando menos, para conocer el mal y exterminarlo; luego es también hidalgo y generoso, cuando, pudiendo vengarse, perdona; luego, a fuer de discreto, hidalgo, generoso y libre, se basta y se sobra para darse el Gobierno que más le convenga; luego están muy lejos de ir con sus ideas los que se las quieren poner bajo tutela y los que se anticipan con una solución cualquiera a sus fallos soberanos.
También esto es lógica. Pero es el caso que estas conclusiones y las de antes braman de verse juntas. Luego hay algún dato falso. Veámoslo. Que la revolución derribó lo antiguo y estableció lo existente, es un hecho notorio; que el pueblo, representado por las Juntas, proclamó su propia soberanía, y el sufragio universal, y las Cortes Constituyentes, es otro hecho incontestable; que el Gobierno que sucedió a las Juntas aceptó la declaración de derechos de éstas, es evidente también; que los hombres más autorizados y los órganos de la Prensa de los partidos revolucionarios ofrecieron su más decidido apoyo al Gobierno, es igualmente cierto. Luego la revolución, el pueblo, las Juntas, el Gobierno provisional y los hombres y periódicos más autorizados de los partidos revolucionarios son una cosa misma y perfectamente amalgamada en principios y tendencias. No está por aquí lo falso. Busquemos por otro lado.
«Que el pueblo no está suficientemente ilustrado para...», etc., etc. Esto lo han dicho en la Prensa, y aun en otros terrenos, sus más genuinos representantes; pero nadie más, y casualmente los hechos demuestran todo lo contrario, como se ha visto.
«Que la forma de gobierno que más conviene a España es la monarquía constitucional, porque...», etc., etc. Esto lo han dicho dos ministros y después lo ha confirmado todo el Ministerio..., y nadie más, porque precisamente sobre este punto es sobre lo que la revolución en masa ha guardado el más obstinado silencio, gritando, por el contrario, que lo decida el sufragio universal.
Tenemos, pues, dos datos al aire; es decir, mal fundados... Pero es el caso que yo no puedo creer que los hombres y los periódicos más entusiastas por el pueblo soberano, de donde procede el primero, y un Gobierno identificado en todo con la causa popular, de donde procede el segundo, se empeñen en dar a ese mismo pueblo lo que no le conviene y lo que tal vez no quiera; no creo en manera alguna que no sea sincera y cordial la adhesión de esos periódicos y de esos hombres y de ese Gobierno a la causa popular, a la bandera bien definida de la revolución.
Y he aquí cómo Cayetano de Noriega, muy servidor de ustedes, no pudiendo dudar de la sinceridad de esas adhesiones, y entregandose rendido a la elocuencia de la lógica que se le pone enfrente, se ha forjado una maraña que ha concluido por marearle; he aquí porqué, cansado de bregar con ella, la somete a la paciencia de sus lectores; mientras, descargada de este estorbo su razón, pasa con más tranquilidad al examen de otros puntos menos difíciles y no por ello menos importantes.
Entre tanto, y por si forte, queda consignado que no aspiro en el presente caso a obtener una solución determinada: acepto cualquiera que el lector me presente, si es tan feliz que la encuentra, dentro de la lógica. Lógico soy, y nada más que lógico, entiendase bien.
Como tal, acabo sentando las premisas a cuya luz busqué en vano una conclusión que no fuera un absurdo.
Cuando se proclama un principio, hay que aceptarle con todas sus consecuencias.
Libertad y restricción, soberanía y tutela, no caben juntas en un saco.
O francamente revolucionarios, o francamente conservadores.
O la idea, o el presupuesto.
(De El tío Cayetano, núm. 1.)
9 de noviembre de 1868.