Tradiciones peruanas: Primera serie (1893)
de Ricardo Palma
Predestinación


(A Carlos Augusto Salaverry)


El siglo XIX estaba aún en mantillas (lo que importa, lector amigo, decirte que la acción de este capítulo pasa en 1801) y perdona lo alambicado de la frase. Salamanca, la de la famosa Universidad, ardía de entusiasmo, en cierta noche de aquel año, porque un gallardo mozo de la chusma estudiantil había colgado el raído manteo, cambiando a Cicerón y las Pandectas por las comedias del buen Lope y del romántico Calderón.

En una de las tabernas de la universitaria ciudad hallábanse congregados, al olor de un suculento jigote y de descomunales jarros de Valdepeñas no bautizado, gran número de estudiantes, cómicos y mujerzuelas, gente toda así lista para un fregado como para un barrido, a la que tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Y a un extremo de la sala y al calor del brasero, veíase una muchacha que ejercía a la vez los oficios de cantora y lazarillo de un pobre ciego de gitanesca estampa. Degollación, que tal era el nombre de la mocita, tenía una cara más fea que el pecado de usura, y una voz de caña rota que el ciego rascador de guitarra sabía hacer soportable por la sal de su punteado.

-¡Ea! ¡Degollación, hija mía! Échale una seguidilla al lucero de los claustros de Salamanca, al Sr. Rafael, que así Dios me salve si no ha de exceder, con tercio y quinto, al mismísimo Isidoro.

La muchacha tosió dos veces para limpiarse los arrabales de la garganta, el ciego rasqueó de lo lindo y, suspendiéndose por un rato el general batiburrillo, se hizo la chusma toda oídos para atender a lo sentencioso del cantar:


«Las monjas en el coro
dicen cantando:
entre tantas hermanas
no hay un hermano.
¡Y al estribillo!
¿quién vio chocolatera
sin molinillo?».


-¡Víctor por la real moza! -exclamó en coro la estudiantina, echando al aire los chafados sombreros.

Pero el estudiante a quien el ciego había llamado el Sr. Rafael, y que al parecer era el héroe de la noche, había tomado un aire taciturno. Sus compañeros de mesa pretendían, con su aturdimiento, sacarlo de su distracción; y las mujeres lo miraban desvergonzadamente y con ojos de codicia, porque al cabo era un buen mozo que, a mayor abundamiento, acababa de ser aplaudido con frenesí, debutando en las Paredes oyen del correcto Alarcón.

Cuando el vino sacó de caja todos los cerebros, Rafael abandonó la taberna, sin que su desaparición fuese notada nada más que por el comediante Antonio Espejo, quien penetró en el cuarto de su compañero y lo encontró en el mismo estado de preocupación que le había observado en el festín.

-Rafael, amigo mío, tú sufres.

-Es verdad, Espejo. En medio de ese banquete he sido presa de una alucinación fatal. Escúchame, Desde que estrechamos nuestra amistad, se reveló en mí deseo vivísimo de merecer sobre la escena los aplausos del pueblo, de ser fiel intérprete de nuestros grandes poetas y arrebatar de entusiasmo al mundo, alcanzando las coronas reservadas al genio. Y esta noche, cuando alistado ya en tu compañía, he hecho mi primera presentación y alcanzado mi primer triunfo, se despertó en mí el recuerdo de mis padres que me desdeñan y creen que el título de cómico es un borrón que arrojo en los cuarteles de mi ilustre familia. Ya no es posible retroceder. Abandono mi apellido, y desde hoy me llamaré Rafael Cebada... Pero en medio de ese banquete, un cuadro sombrío apareció de pronto a mi imaginación. Figurábame estar en una gran plaza y rodeado de inmenso pueblo... Todas las miradas estaban fijas en mí... Yo era el protagonista de esa fiesta... En el centro de la plaza se alzaba un cadalso... y dos hombres subieron a él junto conmigo... Uno era el verdugo, y el otro era un sacerdote...: Eras tú, Espejo, tú, que me has abierto las puertas a la existencia afanosa del cómico y que me acompañabas hasta el dintel de la tumba!...

Y Rafael Cebada, entregado a la violencia del delirio, cayó sin sentido en los brazos de su amigo.


Pasados eran los días en que el atrio de la catedral servía de escenario para la representación de Autos sacramentales. Lima poseía el teatro incómodo y nada elegante al que hoy concurre nuestro público, ávido siempre de espectáculos, teatro cuyo ridículo aspecto le ha conquistado el nombre de gallinero. El teatro actual había sustituido a otro que, desde 1602 hasta 1661, existió en la calle de San Agustín, en la casa conocida aún por la de la Comedia vieja y en cuya fábrica se habían gastado cincuenta y ocho mil pesos. La del actual costó sesenta mil pesos, y su refección, después del terremoto de 1746, importó poco más de cuarenta mil. Fue el ilustre limeño Olavide quien estuvo encargado de dirigir la reedificación del teatro, notable por sus buenas condiciones acústicas más que por la pobreza de su arquitectura.

Con el nuevo proscenio, los habitantes de Lima no sólo habían ganado en localidad, sino en el mérito de los artistas y en la variedad de las funciones. Era indispensable que, tras de Orestes o el Diablo predicador, una pareja de baile luciese el encanto sensual de la danza española. Venía luego el Alcalde torero o algún sainete de Ramón de la Cruz, y sólo se retiraba el espectador después de aplaudir la tonadilla, especie de zarzuela en andadores. Y las empresas de teatro que por seis reales ofrecían al concurrente declamación, baile y canto, no se atrevieron a solicitar jamás una alza de precios. ¡Lo que va de tiempo a tiempo!

En el telón del teatro de Lima veíase pintado el Parnaso, y hasta 1824 se leía en él la siguiente octava, original del conde de las Torres, literato de pobre literatura, a juzgar por la octava que de él conocemos y que, sin lisonja, es de lo malo lo mejorcito:


Útiles de este Pindo refulgente
Son auxilio a hospitálica indigencia
Que Apolo, como médico excelente,
Si aquí da el metro, allá la Providencia.
Mi farsa es una acción grave y decente
De honorosa política e influencia,
Y el que otro viso hallare en el que inflama
Aproveche la luz, deje la llama.


¿Has entendido, lector? Pues yo tampoco.

La primera vez que los limeños disfrutaron de ópera italiana fue en 1814. La compañía era diminuta, y así el tenor, Pedro Angelini, como la soprano, Carolina Grijoni, de escasísimo mérito. El espectáculo no fue del gusto público y por ello fue reducido el número de funciones. Sólo desde 18 40, en que tuvimos a las inolvidables Clorinda Pantanelli y Teresina Rossi, empezaron a ocupar la escena lírica artistas de reputación merecida.

Por el año de 1814, época en que principia nuestro relato, el primer actor de la compañía dramática era el famoso Roldán, discípulo de Isidoro Máiquez, figurando en segunda escala el gracioso Rodríguez, Cebada como galán joven y Barbeito en los papeles de traidor. Cuando alguna vez hemos aplaudido a O'Loghlin en Ricardo III y Sullivan, a Manuel Dench en el Cardenal Montalto, a Jiménez en Dos horas de favor, a Casacuberta en los Escalones del crimen, a Aníbal Ramírez en las comedias de Rodríguez Rubí, a Lutgardo Gómez en Traidor, inconfeso y mártir, a Torres en Luis XI, a Valero en el Músico de la murga o a Burón en el Drama nuevo, y manifestado nuestro entusiasmo a un anciano que la casualidad nos deparaba por vecino de luneta, siempre hirió nuestros oídos esta contestación: «¡Psche! No está mal ese actor... Pero si usted hubiera conocido a Roldán... ¡Oh, Roldán!... Eso era lo que había que ver».

Cuando Emilia Hernández, Aurora Fedriani, Matilde Duclós, Amalia Pérez, Ventura Mur o Carolina Civili han arrancado un ¡bravo! a nuestros labios y un aplauso a nuestras manos, también hemos sido interrumpidos por una voz cascada y catarrienta:

«¡Qué fosfórica es esta juventud! Bien se conoce que no oyeron a la Moreno!... ¡Oh, la Moreno!... ¡Cosa mejor, ni en la gloria!».

Y en efecto, Roldán, que en la comedia era una apreciable medianía, no ha encontrado hasta hoy, en nuestro proscenio, según el sentir de muy entendidos críticos, un digno rival en la tragedia. En cuanto a la Moreno, sólo sabemos que había llegado a ser una buena actriz, sin que, por entonces, tuviera mérito bastante para que se la considerase como una notabilidad. Y no es concebible la importancia que quieren darla nuestros antecesores, desde que se sabe que su educación fue tan descuidada que aprendió a leer de corrido entre los bastidores del teatro y a la edad de diez y ocho años.


María Moreno nació en Guayaquil en 1794. Rafael Cebada la conoció al pasar por esa ciudad en 1812. Se apasiono vivamente de su hermosura y recurrió a la tercería de una apergaminada vieja para dirigir billeticos a la joven. Cebada era, a la sazón, un andaluz de treinta años, de blonda y rica cabellera, de grandes ojos negros y de gallardo cuerpo. Sin embargo de su varonil hermosura, revelaba en la palidez del rostro ese sello que frecuentemente dejan los vicios. Ello es que María encontró al galán muy de su gusto, y para dar un fin romancesco a los preliminares, concertó con él una escapatoria de la casa materna.

Embarcose la enamorada pareja en un buque próximo a zarpar de la ría. Peregrinaron por Trujillo y Cajamarca, y soñando con que todo el monte era orégano y demás lindezas con que diz que sueñan los amantes, despertaron una mañana en la tres veces coronada ciudad de los reyes. Cebada se había consagrado a educar a su querida, la que dio tales muestras de habilidad que, en menos de dos meses, alcanzó a leer la letra de cadenilla con que se copiaban los papeles de comedia y estuvo expedita para hacer su primera salida en un teatrillo de pueblo.

Al llegar a Lima contaba la joven actriz muy cerca de diez y nueve años y era de fisonomía bella y simpática. Imagínese el lector un rostro ligeramente ovalado entre un marco de negros y sedosos cabellos; una frente tersa y arqueadas cejas sobre magníficos y relucientes ojos garzos, capaces de incendiar un corazón de caucho; unos labios purpúreos, pequeños e incitantes, hombros mórbidos y seno voluptuoso. Y si a estos rápidos detalles añade una sonrisa, a la que aumentaba gracia una linda trinidad de hoyuelos y una voz dulce como una esperanza de amor, fácil es de adivinarse el cúmulo de simpatías y de adoradores que conquistaría en la escena la mujer que se presentaba con tales recomendaciones físicas. El mismo virrey Abascal, a pesar de su gravedad, años y achaques, quemaba, de vez en cuando, el incienso del galanteo a las plantas de la cómica.

Créese quo no son virtudes muy sólidas las de la gente del teatro; y aunque nunca han sido los bastidores escuela de moralidad, es consolador para la gloria del arte afirmar que no han escaseado en ellos mujeres dignas y hombres honrados. Esta errada creencia aumentó el número de pretendientes de María, que esperaban hallar en ella una fácil conquista; y los celos de Cebada se alarmaron, hasta el punto de abofetear a la actriz en el vestuario una noche en que la vio recibir de manos del marqués de C*** un precioso ramillete. Entonces María hizo entender a su amante que estaba resuelta a recobrar su libertad y que desde ese día iba a habitar en casa de una amiga.


Existía por aquellos años, en mitad de la calle de las Mantas, una casa de dos pisos con ínfulas de callejón, casa que conocimos convertida en fonda y posada, y que hoy, gracias a la influencia del buen gusto, forma los elegantes almacenes de Lynch y Ortiz. La casa, de mezquina apariencia, la constituían dos hileras de cuartos con una temblona escalera al fondo que guiaba a unas habitaciones altas, donde, con la holgura de una reina en su palacio, residía la más salerosa andaluza que hasta entonces hubiera pisado las orillas del Rimac.

Paca Rodríguez era una garrida muchacha de veinte eneros, con unos ojos del color del mar, decidores como una tentación y hermosos como la luz. Su tez era un poco morena y fresca como el terciopelo del lirio, y sus labios encendidos estaban sombreados de ese bozo, imperceptible casi, que revela la organización vigorosa de una mujer. Para completar el retrato de Paca digamos que su cuerpo era ágil, esbelto y que respiraba voluptuosidad, gracia y soltura por todos sus poros. Siendo ella bailarina, nos hallábamos obligados a poner al descubierto sus torneadas piernas; pero si hemos de hablar, lector, en puridad de amigos, creemos que mejor es no meneallo y que, pasándolas por alto, te libertamos de un pecado venial.

Pero a pesar de lo picaresco de sus ojos, Paca pertenecía a las nobles excepciones de las mujeres de teatro, en lo que nuestra pluma de cronista se da la enhorabuena. ¡Líbrela Dios de verse impelida de sacar a la vergüenza a las Magdalenas de bastidores! Los apasionados de la bailarina decían, a voz en cuello, que era incapaz de ser razonable y darse a partido, porque tenía la tonta debilidad de estar enamorada de su marido, el actor bufo Rodríguez, el cual hace más de veinte años que murió ejemplarmente en la ermita del Barranco, próxima a Chorrillos. Su memoria no es olvidada aun por los que, hombres ya, recordamos que él supo deleitar nuestra edad de rosa, arrancando no pocas sonrisas a los labios del niño.

Decíamos que Paca traía al retortero y desesperados a un enjambre de galanes. Sin dejar de ostentar esa festiva locuacidad ingénita al carácter andaluz, jamás otorgó una esperanza ni dio motivo para que se la tildase de coqueta. Que una mujer decante virtud porque no ha tenido ocasión de ponerla a prueba, es cosa que se encuentra al torcer cada esquina, y para nosotros es una virtud hechiza y de poca ley. La que no esquiva el peligro y sale de la lucha inmaculada es, perdónese nuestra opinión en gracia de la franqueza, la mujer de virtud real. Convengamos en que la de Paca era una virtud sólida, a prueba de oro y de ataques nerviosos, con lo cual está todo dicho.

Las preocupaciones sociales, por otra parte, en una época en que todavía estaban calientes las cenizas de la hoguera inquisitorial y cuando se creía que el cómico era un excomulgado indigno de sepultura eclesiástica, hacían de las mujeres consagradas al teatro corazones quebradizos como el barro y sin más religión que la vida sensual. Una mujer de teatro se miraba entonces como una alhaja a la que el capricho, la moda y la vanidad dan precio. Era plato de ricos como el pavo trufado y las costillas de conejo. Paca huyendo de ese gazofilacio de prostitución y vicio, junto al que el destino la colocara, se arrojaba todas las semanas a los pies de un sacerdote que, bastante ilustrado para no rechazarla, la fortificaba con sus consejos y la brindaba los consuelos del cristianismo. Y la esperanza le tendía sus brazos y el amor de la esposa al esposo salvaba su honra de la calumnia.

Tal era Paca la bailarina, ángel que en medio del lodazal supo conservar la blancura de sus alas. Tal era la honesta mujer que abrió las puertas de su casa a la infeliz María.


Era el 2 de agosto de 1814 y el pueblo se dirigía en tropel a la Alameda de los Descalzos (fundada en 1611), que no ostentaba el magnífico jardín enverjado ni las marmóreas estatuas que hoy la embellecen. Calles de sauces plantados sin simetría, algunos toscos bancos de adobes y una pila de bronce al costado del conventillo de Santa Liberata constituían la Alameda, que sin embargo de su pobreza, era el sitio más poético de Lima. Contémplanse desde él las pintorescas lomas de Amancaes; el empinado San Cristóbal, cuya forma hizo presumir que encerrase en su seno un volcán, y el pequeño cerro de las Ramas, donde contaban las buenas gentes que solía aparecerse el diablo, en cuya busca subió más de un crédulo desesperado. Y en el fondo de la Alameda, como invitando al espíritu a la contemplación religiosa, severo en la sencilla arquitectura de su fachada y misterioso como el dedo de Dios, se destaca el templo de la recolección de los misioneros descalzos, fundada en 1592 por el hermano lego fray Andrés Corzo.

Ni la iglesia ni el convento con su espaciosa huerta, que mide más de cinco fanegadas, ofrecen gran cosa que admirar. En uno de los claustros están la celda que durante algún tiempo ocupó San Francisco Solano, que fue el primer guardián que tuvo el convento, y la que en 1830 habitara el padre Guatemala, que murió en Ica, nueve años más tarde, en olor de santidad. En la portería y bajo un lienzo que representa el misterio de la Concepción de la Virgen, se leen estas palabras apenas comprensibles para los profanos en teología:


Potuit,
Decuit,
Ergo fecit.

¿Pudo el Omnipotente
a su Madre preservar?
Hízolo: era muy decente.
O quiso y no pudo Dios,
o pudo Dios y no quiso.
Si quiso y no pudo, no es Dios;
ni hijo, si pudo y no quiso.
Digan, pues, que pudo y quiso.


Aquella tarde tenía lugar la fiesta de la Porciúncula, y desde las doce de la mañana estaban ocupados los bancos por esas huríes veladas, que la imitación de costumbres europeas ha desterrado -hablamos de las tapadas-. ¡Dolorosa observación! La saya y manto ha desaparecido llevándose consigo la sal epigramática, la espiritual travesura de la limeña. ¿Estará condenado nuestro pueblo a perder de día en día todo lo que lleva un sello de nacionalismo?

La portería del convento estaba poblada de gente pobre, que recibía de manos de un lego escudillas de comida. ¡Verdadero festín de mendigos en que hacía el gasto la caridad cristiana! También la clase acomodada, hermosas mujeres y elegantes donceles, se acercaba a pedir al fraile un trozo de pan bendito. Y no se diga que era el sentimiento de la humildad que encomia el evangelista el que los guiaba, sino la costumbre y la imitación. Allí para nada entraba el sentimiento religioso.

Entre la apiñada multitud se veía una linda joven, sencillamente vestida de negro, que ayudaba a los legos a repartir las viandas y socorría con pequeñas limosnas de dinero a los mendigos. Un hombre, que se hallaba confundido entre los grupos de curiosos, la miró fijamente y murmuró:

-¿No es aquélla la Paca? ¿Y ha venido sola?... Esto, quiere decir que María ha quedado en la casa y podré verla sin testigos.

Y aquel hombre, embozándose en su larga capa española, salió de la Alameda con paso precipitado. Quien se hubiera entonces fijado en sus ojos, habría leído en ellos un pensamiento siniestro.

De pronto se encontró detenido por un vendedor de suertes.

-¡Patrón! Este número me queda -lo dijo el suertero, que para servir a usarcedes era el honrado Chombo, el decano de este gremio de vendedores de billetes de lotería, a quien todos los limeños conocemos.

Chombo es un pobre viejo que, como el jorobadito Lumbreras, no ha sabido en su vida sino asentar suertes. Cuenta hoy más de setenta años; y Chombo a imitación de Ashavero, sentenciado por la justicia divina a errar sobre la tierra hasta el fin de los siglos, está condenado por la fatalidad a vender billetes de lotería hasta que se acabe el pábilo de su vida.

El embozado, al sentir que le hablaban, pareció volver de una idea que lo preocupaba, y contestó con acento reconcentrado:

-Una suerte... ¡Ah!... Ponga usted... para hacer bien por el alma de una que va a morir.

Chombo lo miró asustado; y a la postre, echando cuentas consigo mismo, escribió el mote que le dictaban, cobró, entregó el respectivo billete, y el hombre de la capa se alejó a buen paso.

Melancólica como la predestinación estaba aquella tarde María en las habitaciones de Paca, recostada en un canapé de terciopelo. Tristes pensamientos dominaban su alma, y acaso entre ellos iba alguno consagrado a la mujer que la llevó en su seno y cuya ternura había olvidado seducida por los halagos de un hombre.

Desde que María se acogió al amparo de su amiga, Cebada no omitió súplicas ni extremos para obligarla a reanudar un lazo que su cobarde imprudencia había roto. Pero mientras más rogaba él, más crecía la negativa de su querida; que achaque de mujer ha sido siempre desdeñar al que se humilla. Esa tarde María permaneció inalterable, como la fatalidad, a las amenazas y ruegos, hasta que su amante, en un arrebato de desesperación, exclamó: «Pues bien, María, si no has de pertenecerme, no quiero que ningún hombre llegue a poseer tu belleza».

Y seis veces clavó su puñal en el cuerpo de la desventurada joven...

Tres días después circulaba este soneto en honor de María Moreno, y que es atribuido a D. Bernardino Ruiz, literato de esa época en que brillaban D. Hipólito Unánue, Valdez y el festivo clérigo Larriva.


«Lloren las musas con acerbo llanto
el desgraciado fin de la que un día,
a Melpomene grata y a Talía,
de nuestra escena fue lustre y encanto.
Su primor y despejo pudo tanto
para darla opinión y nombradía,
que el culto espectador ya se creía
pasar desde el placer hasta el espanto.
En la flor de su edad encantadora,
osó en vano apagarle su luz pura
y el sepulcro le abrió mano traidora.
Pues, por vengarla, de esta losa dura
labró el genio un altar en donde mora
el talento, la gracia y la hermosura».


El soneto no es, en verdad, la octava maravilla; pero lo consignamos a guisa de comprobante histórico.


Rafael Cebada, después de perpetrar el asesinato, tomó asilo en el convento de los descalzos. Grande fue la sensación que su crimen produjo en los habitantes de Lima, que reclamaban el pronto castigo de quien con tanta crueldad había dado muerte a la actriz favorita del público. Pero los días volaban, y no se habría alcanzado a descubrir el paradero del asesino sin una circunstancia providencial.

Recordará el lector que Cebada, pocos momentos antes de penetrar en casa de Paca, compró un billete de lotería. Cinco días después hízose la extracción, y el billete resultó agraciado. Cebada mandó llamar con un lego del convento a su amigo el actor Manuel García y le entregó el número, encargándole el cobro de la suerte. El infeliz soñaba proporcionarse con ese dinero los precisos recursos para huir de Lima.

Los amigos se parecen a las navajas de barba: sale una buena entre diez.

García se dirigió sin vacilar a casa de D. Juan Bautista de Lavalle y le denunció el asilo de Cebada, de donde fue extraído después de largas tramitaciones y formal resistencia del prelado.

D. Juan Bautista de Lavalle fue el primer alcalde ordinario que tuvo Lima por elección del pueblo. La Constitución dictada por las Cortes españolas en 1812, otorgó a las colonias esta liberal prerrogativa. Encomendada la causa al Sr. de Lavalle, éste desplegó gran celo y actividad para su pronta terminación; y cuatro meses más tarde la Real Audiencia aprobaba y mandaba ejecutar la sentencia. Vanos fueron los argumentos que en su favor expuso el reo, a quien por primera vez en Lima se permitió hablar ante los tribunales. La conciencia pública, en la que domina una mayoría de partidarios de la ley del talión, exigía el castigo del asesino; y cuando se temió que la influencia y el indisputable talento de D. Jerónimo Vivar, abogado chileno y defensor del reo, hicieran vacilar a los jueces, empezaron a aparecer pasquines en las fachadas del cabildo y del palacio. He aquí uno de ellos:


«¿Sabes qué harán con Cebada?
¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!».


La defensa de Vivar, que corre impresa, basta por sí sola para formar la reputación literaria de un hombre. Es una pieza elocuente y galana en la forma.

Copiemos otro de los pasquines que tuvimos la fortuna de hallar en el curioso archivo del Sr. Odriozola:


«Si una traición desvelada
contra inocencia dormida
en tiempo no es castigada,
muy lejos de arrepentida
siempre quedará... cebada».


En el mismo sitio en que apareció el anterior, los amigos del reo, para despertar la clemencia de los jueces, colocaron otra quintilla de iguales consonantes:


«La justicia desvelada
por la inocencia dormida,
no quiere sea castigada
la culpa, si arrepentida
puede quedar no cebada.»


Y por fin en la pared de uno de los corredores de palacio se leía este pareado, escrito con carbón:


«¡Abascal! ¡Abascal!
Si ahorcas a Cebada te irá mal».


Cuentan que la última comedia que representara Rafael en nuestro coliseo fue la titulada El juez compasivo, y que aludiendo a ella el señor de Lavalle, al tomar al reo la declaración instructiva le dijo: «Vengo a representar, a la de veras, el último papel que hizo usted en el teatro».

La espléndida defensa de Vivar, unánimemente aplaudida, no alcanzó a torcer la disposición de la ley ni a disminuir en el pueblo la odiosidad contra el amante de María Moreno, que al cabo fue puesto en capilla el jueves 26 de enero de 1815. El 28 a la una del día salió de la cárcel resignado y valiente.-Fue el segundo y el último a quien el verdugo dio en Lima muerte de garrote.


Cuando el gentío empezó a despejar la plaza, el sacerdote que había acompañado al reo se bajó la capucha, se arrodilló ante el cadáver y principió a amortajarlo murmurando: «¡Pobre Rafael! Tu sueño de Salamanca fue la revelación de tu destino... Se ha cumplido para los dos... ¡Estaba escrito!».

Aquel religioso se llamaba fray Antonio Espejo.



(1866)