Pre-original de Tierras de la memoria

Este texto ha sido incluido en la colección Textos póstumos
de Felisberto Hernández
Compilado de relatos, no agrupados en libros, revisados por la Fundación Felisberto Hernández en colaboración con Creative Commons Uruguay
Pre-original de Tierras de la memoria
Pre-original de Tierras de la memoria
de Felisberto Hernández

Una noche, cuando tenía catorce años, trepé salteados los escalones que se amontonaban desesperadamente hasta llegar al paraíso del teatro. Oiría por primera vez a un pianista célebre. Pensaba en el “esfuerzo” que me costaba subir la escalera y lo que encontraría al “llegar” arriba, se me ocurrió la palabra “cumbre” al imaginarme el paraíso. Y era porque los maestros de piano, las mamás de los alumnos y los periodistas que elogiaban a los célebres no tenían otro lugar común que “el esfuerzo para llegar a la cumbre del arte”.

Si es cierto que en la “cumbre” ya me esperaba el sonido de un piano, también me esperaban el chistido por “las patadas de ese que sube” y una voz más fuerte que gritó “animal”.

Me quedé paralizado y me recogí con una timidez bastante apretada. Tardé mucho en asomarme a la penumbra de la sala. Pero en seguida proyecté toda el alma hacia el escenario iluminado. En aquel recuerdo –para siempre– había una cabeza color naranja que se inclinaba tanto sobre el gran piano que parecía que ya la iba a meter entre la caja; unas manos que se levantaban hacia el techo para caer contra el teclado; unas colas de frac que se debatían en la banqueta mientras el concertista saltaba en el asiento casi hasta pararse; y también aprovechó a entrar en el recuerdo un eterno decorado de sala con dorados sobre rojo.

Miré a mi alrededor riéndome de la extravagancia del que estaba allá abajo; pero en toda la sala había una seriedad expectante con algo de locura quieta que me obligó a recogerme de nuevo. Terminó el primer movimiento de la sonata de Beethoven. El público se desencadenó. Bajo la cabeza naranja que esta vez se inclinaba hacia el público se veían colgar los brazos que sostenían unas manos muy grandes, y más abajo los zapatos de charol muy juntitos. En seguida colocó las manos para empezar el “scherzo” y tuvo unos instantes en actitud de esperar algo. Yo no sabía bien si aquella actitud era para esperar el silencio del público o una concentración del pianista esperando la llegada de las musas. Sin embargo siempre he pensado que los momentos siguientes fueron los que decidieron mi vocación. Desde la altura y el lugar en que me hallaba, veía los movimientos de las manos coordinadas con los sonidos. Esto me sedujo en los primeros instantes: veía sembrar notas picadas y sentía su consecuencia sonora: una escala como un camino con cerco de postes pasado a toda velocidad; las manos retardaban el movimiento y se detenían contra una nota agradablemente extraña; el camino recomenzaba y tomaba otra dirección; el ritmo se interrumpía para reanudarse y de pronto se estaba en los caminos del principio; pero aquello tenía gracia y la gracia era intencionada.

¡Qué lindo si yo lo pudiera hacer! No parecía realmente que él lo hiciera allí, ya se lo traía hecho, no tenía más que desenvolver y desarrollar aquel juguete de tan maravillosos resortes. Él tenía como cierta independencia con el juguete y se permitía proceder como el que sabe que lo observan mientras hace algo. No era como los que iban al conservatorio y tocaban seriamente; éste no vendría de un conservatorio, venía de la calle y quién sabe de qué lugares. Valía la pena gastarse la vida entera en conseguir aquello; él inspiraba facilidad al hacerlo y uno lo interpretaba como facilidad para conseguirlo. ¿Yo no podría también traer en mis manos, viniendo de la vida, un objeto sonoro y soltarlo apasionadamente por todos los lugares del teclado? Parecía que él adaptaba el objeto sonoro a ese instante en que vivía con el público. Él hipnotizaba al público pero a su vez el público lo hipnotizaba a él y todos crecíamos en la más loca excitación.

Estos recuerdos me habían quedado singularmente nítidos. Los repasaba ahora sentado en el vagón de un tren que pronto partiría para la ciudad de X. Había empezado por recordar la lucha –intensa, desigual, desorganizada– persiguiendo la realización de mis ideales pianísticos. Antes de aquel concierto oído a los catorce años, esos ideales habían sido vagos, imprecisos, pero después se habían hecho tan concretos como un juramento, y a ese juramento habían concurrido fuerzas de todos los ámbitos íntimos.

Tal vez si hubiera seguido recordando aquella época, hubiera descubierto entre las causas de mi vocación, otras que no eran solamente el placer artístico, la emoción vivida por la voluntad tan vital y misteriosa de aquel extravagante artista; ni el deseo de imitar –ese deseo que tan fuerte suele ser en un muchacho de catorce años– lo que tanto me seducía. Tal vez hubiera encontrado otras causas que entraron muy escondidas pero con tanta o mayor fuerza que las primeras, e hicieron más definitiva mi decisión: se trata de ciertos pequeños éxitos y sus consecuencias. Entre estas consecuencias no entraba solamente el placer de vanidad: esas consecuencias de los pequeños éxitos se ligaban con la más honda, tal vez, de las causas que me inclinaban sobre el piano: esos pequeños éxitos a su vez inclinaban sobre mí, significativas manifestaciones femeninas. Y esta causa aun se ligaba con otra: yo era muy tímido y el piano me dispensaba de buscar aquellas “manifestaciones” con los medios comunes: “ellas” se acercaban al piano y yo miraba fijo el teclado.

Pero no llegué a pensar en esto porque fui interrumpido.

Aquellos recuerdos –¡cómo me cuesta desprenderme de ellos!– habían surgido, sin duda, por ser opuestos a la realidad en que tendría que sumergirme ahora. Yo trataba de defenderme, de evitar la amarga realidad presente, con el placer de aquellos recuerdos. Ya me había ocurrido eso otras veces, porque mientras luchaba por aquel ideal de adolescente, había tenido que disfrazar ese ideal con otro opuesto: la mala música, la única que me salvaba de la vergonzosa miseria. Por eso iba ahora a la ciudad de X.

El hombre que me interrumpió era más bien joven; más bien “cebado” que gordo; lento, pesado, al apoyarse sobre una pierna levantaba la otra con el cuerpo. Tenía la cara rellenita de un nene bueno.

En tono de arrabal:

–¿Usted es el pianista que va pa X?

–Sí señor.

–Je, lo saqué por la “pinta”.

Me desconcertó. Y cuando ya le iba a preguntar quién era:

–Yo soy el “bandolión”.

–¡Ah! Bueno... ¿usted conoce al “violín”?

–No.

El “violín” –se acostumbraba llamar al profesional por el instrumento que toca– estaba radicado en la ciudad de X. De allá pidió una orquesta a la “Asociación de Pianistas”, y de ésta me avisaron a mí.

El “bandoneón”, inconmensurablemente, me explicó cómo la Asociación lo mandó llamar: historia de intermediarios: “Sabe, aquel que tocaba en... primo de aquel otro que... entonces me dijo... y yo le dije...”.

Entre el chaleco y el pantalón, a manera de salvavidas, le salía la camisa.

Aquel hombre, nacido sin duda para el mínimo esfuerzo, se esforzaba por contarme cosas inútiles. Muchas veces escuché hombres así, adaptándome a su manera de ser; pensaba en el deber de camarada y en el respeto hacia el espíritu humano.

Estaba muy triste pero escuchaba al “bandoneón”. Y de pronto sentí:

–¿Dónde vas?

¡Mi gran amigo Carlos Martín, era el de la sorpresa! Dejó la ventanilla y fue a subir porque el tren ya se ponía en marcha.

–¿Qué decís? Yo voy a la ciudad de X a mi trabajo de orquesta. Este señor es el “bandoneón”.

–Ah, muy bien. –Y después de una corta mirada al aludido–: ¿Vamos al restaurante? Tengo que hablarte.

–Todavía no abren.

–No importa, vení.

–Ya vengo, le dije al “bandoneón”.

Mientras cruzábamos la plataforma:

–Pero ¿de dónde sacaste ese buey cansado?

–Yo qué sé; me lo mandaron de la Asociación. ¿Y vos dónde vas?

–A Z.

–¿Tenés parientes... o vas a dar un concierto?

–Ya te explicaré. (Nos sentamos en un lugar a propósito.) ¿Así que te vas a tocar en una orquesta a X? ¿Por cuánto tiempo?

–Tres meses.

–¿A un cine?

–No, a un café.

–Mejor, se toca menos. ¿Te pagan bien?

–Noventa pesos.

–Bueno.