Pre-original de El árbol de mamá
No recuerdo bien en qué oportunidad yo había tenido dinero en el bolsillo y había invitado a cenar a un amigo. Él era violinista, habíamos hecho juntos algunas temporadas de orquesta y teníamos muchas cosas de qué acordarnos. Pero la noche de la cena, él me contó algo que los compañeros no habíamos sabido. Después del trabajo –tocábamos en un cine que nunca terminaba antes de medianoche– él, con su violín bajo el brazo, tomaba un tranvía que iba a los suburbios, bajaba en una calle oscura –a esa hora, en las veredas solía haber árboles– y mirando hacia todas partes caminaba hasta la casa de su prima. Ella vivía en un primer piso. Entonces él me contaba cómo se sabía de memoria las ramas de un árbol: primero subía por el tronco mordiendo la manija por donde se toma el estuche del violín; al llegar a las primeras ramas había un lugar donde poder dejar calzado su instrumento; después él subía a la copa del árbol, volvía a tomar el violín y trepaba por una rama hasta el balcón de la prima. Mi amigo visitaba a sus tíos dos veces por semana; ellos le tenían simpatía; y aunque le perdonaban algunas locuras nunca sospecharon lo del árbol. Además habían ubicado el destino de la hija en un novio de porvenir –a quien mi amigo trataba con mucha cordialidad. Y por otra parte, mi amigo y su prima no pensaban en otra cosa que en concertar sus citas.
Una noche ella vio mover la rama del árbol, fue a alcanzar a mi amigo tomándole el violín, y todo ocurría como de costumbre; pero al despertarse vieron que la luz del día había crecido demasiado. Ella corrió hacia el balcón y al mirar hacia la calle se llevó la mano a la boca para no gritar. Él se levantó de un salto y al mirar por la ventana vio, debajo del árbol, el techo negro de un carro y verduras y mujeres que se acercaban a comprar. La prima le había hundido las uñas en el brazo y empezó a decirle:
–Pero ¿no haces nada? ¡Apúrate! Mis padres me van a echar de casa y tú te quedas mirando el verdulero.
–Y ¿qué quieres que haga, ahora? ¿Que baje por el árbol?
Ella lloraba:
–Ahora va a venir la sirvienta.
–Cierra la puerta con llave –dijo él.
–Es peor si la encuentran cerrada...
–Cierra, te digo...
Y cuando ella fue hacia la puerta, él empezó a poner su ropa debajo de la cama y le dio contraorden:
–Deja la puerta sin llave; yo me vestiré debajo de la cama.
Ella obedeció y después de volver a meterse entre las cobijas hizo un corcovo, asomó la cabeza por debajo de la cama y empezó a repetir:
–El violín, el violín...
–Mételo entre el ropero.
A los pocos minutos volvió a lloriquear:
–No sé cómo vas a poder salir... ¡no vamos a pasar todo el día así!
¿Y cuando la sirvienta venga a arreglar la pieza?
Entonces a mi amigo se le ocurrió:
–Diles que estás un poco enferma, que quieres estar tranquila y que no te vas a levantar. Lo mejor es esperar hasta la noche.
–¿Y si llaman al médico?
–¡No! ¡Les dices que es poca cosa!
Oyeron los pasos de la sirvienta; y apenas abrió la puerta la prima dijo con bastante brusquedad:
–Hoy no me traigas el desayuno. Y dile a mamá que no me voy a levantar.
La sirvienta se quedó extrañada; pero en seguida cerró la puerta.
–¡Qué bárbara! –dijo mi amigo.
–¿Por qué?
–Con el hambre que tengo decirle que no trajera...
–¡Ay! No quise que se acercara.
–Mira, si les dices que estás mal del estómago van a traer al médico.
Mejor es decir que no pudiste dormir, que te duele un poco la cabeza y quieres descansar.
La madre se detuvo en la puerta y dio algunas órdenes; mientras tanto el perrito de la casa empezó a ladrar y a arañar la puerta. La señora abrió la puerta y la hija gritó:
–Hoy nada de Pocholo. ¡Que se vaya al cajón!
–¿Qué tienes?
–Absolutamente nada. El dichoso examen de Felipe no me dejó dormir y estoy muy cansada.
Los zapatos de la señora se acercaron hasta casi tocar a mi amigo.
–Pero ¿tienes el estómago mal? No quisiste el desayuno...
–Ahora estoy sintiendo hambre.
Después vino el padre; traía unos zapatos trompudos que dieron vuelta alrededor de la cama.
–Cerrá la puerta, por favor, que el Pocholo se me va a venir encima.
¡Ah! Estoy incomodada. Váyanse, por favor.
Al mediodía volvieron de nuevo y ella les dijo que iba a dormir una gran siesta. Después que los dejaron solos mi amigo trancó la puerta y se acostó; estaban enloquecidos de angustia y de pasión.
A la hora de la cena ella le alcanzó algunos bocados. Él comía brutalmente, encogido entre el sobretodo y con el sombrero encajado hasta las orejas.
–Por favor, cuando venga la sirvienta pídele un vaso grande de agua.
Pero vino la madre con el crochet y el padre con el diario; y se sentaron cerca de la cama muy dispuestos a pasar la velada con ella.
–Tampoco pude dormir la siesta; ¡pero ahora me está viniendo sueño!
–Bueno, bueno, ¡un rato nada más!
Mi amigo tenía ganas de estornudar; se apretaba la nariz, y había hecho un pelotón con la bufanda y se había preparado para todo. Saldría apurado y ellos no tendrían tiempo de volver del asombro. No volvería nunca más y después la prima que dijera lo que quisiera; él podía haberse refugiado en la policía o cualquier cosa. De pronto el Pocholo empezó a arañar la puerta y a ladrar.
–Déjalo un momento, pobrecito.
–No, no, no, no... Bueno, váyanse que quiero dormir.
Después de un tiempo irresistible, los tíos de mi amigo se fueron. Él bajó del árbol a las dos de la madrugada y vino a este restorán.
–¿Ves a aquel mozo calvo? –me dijo–, bueno, me fió una milanesa y unas papas y huevos fritos inolvidables.