Posfación a las Memorias Íntimas, Capítulos VI-VII

Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Posfación - Capítulos VI - VII
de Nicasio Mariscal

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


VI

Unas noches me rogaba que le refiriese cosas de la tierra. Aunque ausente de ella hace muchos años, debido a mi buen padre, que es un cuentista aragonés de primer orden, con toda la gracia y la sal en grano que los chistes aragoneses necesitan, tenía un rico repertorio de anécdotas y sucedidos del país, que el ingenioso Blasco aprovechaba muchas veces para sus más celebrados cuentos baturros. Y no era yo solo en referir hechos y dichos de Aragón. También mí buen amigo podía formar una original floresta con los casos y cosas, buenas palabras, felices ocurrencias, profundos pensamientos, etcétera, etc., que sabía, y que tenían por protagonistas honorables baturros de las tres provincias hermanas: de Zaragoza, Huesca y Teruel. Para probarme el buen sentido y la sana filosofía que marcan con un sello especial el carácter y modo de ser de nuestros paisanos, hasta en los más zafios y de menos cultura, me refirió más de una vez que, preguntando su padre al torrero ó cultivador de una finca que poseían en las cercanías de Zaragoza lo que opinaba acerca de la improvisada fortuna de uno de sus convecinos, le contestó con esta frase digna de un Cicerón ó un Séneca: «No he visto nunca que crezca el río con agua clara». Alabando lo profundo de este pensamiento, que parecía dictado por una persona muy versada en ciencias morales, le dije yo que podía hacer pareja con él lo que un clérigo aragonés, de misa y olla, decía a los habitantes del villorrio de cuya cura de almas estaba encargado, refiriéndose al verdadero valor de los sufragios para salvar las almas de los que no se hayan hecho acreedores a ello con sus buenas obras en el mundo, y es que: «Nadie sube al cielo con escalera ajena»; y que, aunque a gran distancia, también podía ir tras los referidos dichos la explicación físico-fisiológica que daba otro baturro a varios amigos suyos que, rodeando al factor, telegrafista, etc., de una estación ferroviaria en el momento en que transmitía un parte a la inmediata, se maravillaban de que, moviendo aquel rabico alrededor del redoncho, hablara el aparato en la otra estación de modo que le pudiesen entender; explicación que fué la siguiente: «No sé como no caís en la cuenta; esto es lo mesmo—y valga la comparanza—que cuando cogís a un perro por el rabico y le pegáis un buen tirón: vosotros tiráis del rabo y el perro ¿por dónde chilla?, ¿por el rabo?, no; por la boca; pues igualico es lo que pasa aquí: este siñor tira del rabico y, como este estrumento es pal caso un perro muy largo, la boca, que está en la otra estación, es la que chilla y les entera allí de que está aquí este siñor tirando del rabico y de lo que quié icir». ¿Habría en este símil algo de una intuición grosera, sí, pero intuición al fin, de lo que es la corriente y la transmisión nerviosa, de lo que son las acciones reflejas—impresiones transformadas en acciones, como las llamó Rouget—con su excitación inicial de un nervio sensitivo—tirón en la cola del perro—, excitación de un centro nervioso intermedio ó centro de reflexión—bulbo del perro—excitación de uno ó varios nervios motores y movimientos reflejos que la acompañan—el laríngeo y el recurrente del perro, y la contracción ó tensión de sus cuerdas vocales?

Gustaron mucho a mi gran amigo Eusebio tanto la reflexión ascética del buen cura aragonés como la explicación científica del Morse de Calatorao, y como en su entusiasmo por nuestro país no desperdiciaba ocasión de prodigarle algún elogio, me dijo:—Crea usted, querido Mariscal, que ésa—la nuestra—es una raza única en el mundo y a la que no le hace falta más que mejores maestros de escuela, para ser un poco más ilustrada, y entonces me río yo de la superioridad de los anglo-sajonés. Allí, allí está el plantel que ha de mejorar la familia española; de allí ha de venir la verdadera regeneración de nuestra patria.

Era tal el amor que profesaba a nuestra tierra natal y a todos sus hijos, que siempre encontraba argumentos conque disculpar las mayores atrocidades que cometieran y modo de presentarlas bajo una fase que hiciera resaltar alguna buena circunstancia ó, cuando menos, alguna cualidad que, si mala en el fondo, revelase algo de heróico ó de inusitado. Comentábamos una noche, con hondo dolor de parte mía por los lazos de parentesco y estrecha amistad que con el muerto me ligaban, el bárbaro asesinato—impune todavía—de mi desgraciado primo Jacobo Jaime, barón de Llumes, ocurrido, por aquellos días, al regresar, de noche y a caballo, a la posesión que le servía de residencia habitual, junto al célebre Monasterio de Piedra; y una aristócrata aragonesa, que solía frecuentar las reuniones de Blasco, exclamó al oír los pormenores de tan horrible crimen, dirigiéndose a los dos:—Hay que confesar, señores, que nuestros paisanos son muy animales. ¿Qué quiso oír Blasco?—No, señora—dijo—; en todas partes ocurren esas cosas, y, precisamente, en Aragón las hacen así, con más valor, con más nobleza. —¿Valor?¿nobleza?—dije yo.—¿Llama usted valor y nobleza a esperar a un infeliz en mitad del camino y dispararle por detrás un trabucazo tan bestial que sólo en el corazón le metieron siete proyectiles?—Pues ahí verá usted; eso se llama serenidad y buen pulso y ojo certero; y, volviendo a mi dicho ¿qué encuentra usted de traidor ni de cruel en ello? Era su enemigo, lo odiaba a muerte, pues un tiro en mitad del corazón; nada de ensañamiento, ni de puñaladitas aquí y cuchilladitas allí, como hacen en Madrid y en otras partes. ¿Hay que quitarlo de en medio? Pues a quitarlo, y allí termina todo.—Vaya, amigo Blasco, cuando se trata de defender a nuestros paisanos hay que dejarle a usted. Estoy viendo que si siguiéramos discutiendo, hasta iba usted a proponer que se diera al cobarde asesino el primer premio de tiro ó que se le nombrara campeón de España..., sólo por ser aragonés.


VII

Otras noches discurríamos sobre asuntos históricos, en los que me hacía el honor de creerme algo versado; y quizá hayan quedado en su cartera los esbozos de más de cuatro composiciones dramáticas basadas en relatos que yo le hacía, tomados ó aprendidos, muchos de ellos, en las memorias de ilustres personajes extranjeros, a cuya lectura soy bastante dado por lo mucho que en ellas se profundiza en lo que respecta al conocimiento del ente moral humano, asunto que me ha interesado siempre sobremanera.

En una de estas ocasiones gozó lo imposible con la aventura ocurrida a Federico Guillermo I, rey de Prusia y padre de Federico el Grande, aventura que tuvo por origen su empeño en casar a los gigantescos granaderos de su guardia, reclutados a peso de oro ó por medios menos lícitos en las diferentes naciones de Europa, con las mozas más altas y robustas de sus estados, quieras que no quieras.

Hablábame, Blasco, de lo mucho que le había llamado la atención ver las altas estaturas que alcanzaban los prusianos, sobre todo los de las cercanías de Berlín, y diciéndole yo que esa era una raza artificial creada por Federico Guillermo I de Prusia gracias a la manía que le dió de tener los granaderos más altos del mundo y a la idea que tuvo, con el fin de disponer de un buen plantel de ellos y no necesitar ir buscándolos por toda Europa, de crear una casta especial de hombres grandes casando, como ya he dicho, sus granaderos con las mejores mozas de su reino y países adyacentes, añadí que no siempre se había salido con la suya y que una tosca aldeana sajona le jugó, en cierta ocasión, una partida a propósito para servir de asunto al más gracioso pasillo cómico.

A instancias de mi interlocutor, le referí el caso en estos ó parecidos términos.

El procedimiento que el buen Federico Guillermo I empleaba para verificar dichos matrimonios era bien sencillo: primeramente ordenó en sus estados una requisición general de todas aquellas muchachas que fueran aptas para hacer pendant con sus granaderos. A medida que los oficiales encargados de esta especie de remonta le traían jóvenes de las dimensiones apetecidas, las casaba por riguroso e invariable orden numérico con el granadero que les correspondía. Llevaba casados así trece de sus guardias; el número catorce esperaba su costilla, cuando cierta mañana, desde el balcón de su palacio a que estaba asomado, vió pasar por la carretera de Sajonia, a horcajadas sobre magnífica yegua mecklemburguesa, una campesina tan grande y fuerte que a Federico Guillermo le dió el corazón un brinco en el pecho, de alegría, y bajó corriendo al encuentro de la que ya en su mente destinaba al número catorce de sus patagones.

—¿Dónde vas, buena moza?—preguntó a la joven.
—A Dresde, señor, para servir a V. M.
—Pues bien, sí, quiero que me sirvas. ¿Eres casada?

—Todavía no, señor; pero por San Miguel espero casarme, si Dios quiere, con mi primo Fritz.

—Aguarda un poco. Para ir a Dresde tienes que pasar por Potsdam. Voy a escribir una carta para su gobernador, el coronel Bredow, y se la entregarás al paso.

Entró el rey en su palacio, saliendo al poco tiempo con una carta, lacrada y sellada con las armas de los Brandeburgo.

—Toma—dijo a la joven y, al par que la carta, le dió un florín por la molestia.—El coronel Bredow te dará, además, un escudo.

Tomó carta y florín la campesina y volvió a emprender el galope, muy contenta, en un principio, con verse honrada con semejante misión por parte de tan alto personaje. Pero a poco empezó a sentir, sin saber por qué, una extraña inquietud relacionada con el raro encargo que del rey de Prusia había recibido. Como buena campesina, su ingénita malicia adivinó en él algo que atentaba contra su felicidad y la de su querido primo Federico. Daba vueltas y más vueltas, en sus manos, a la real carta, y cada vez se inclinaba menos a ser la portadora personal de ella. Llegó, en esto, al castillo de Potsdam; detuvo su montura para reflexionar todavía algunos instantes más y, en tanto que deliberaba, acertó a pasar una vieja mendiga con las alforjas al hombro y apoyándose en recia cayada. Verla y formar su plan, fué todo uno. Llamóla y le dijo si quería ganarse un florín y después un escudo. Miróla con desconfianza la vieja; pero, cuando le advirtió que todo consistía en entregar una carta al gobernador de Potsdam, y vió en sus manos la carta y el florín, se encaminó hacia la puerta del castillo, en tanto que la despierta sajona emprendía otra vez el galope, espoleando ahora con sus talones a la noble mecklemburguesa para huir más de prisa.

Entregó la pordiosera la carta del rey al coronel Bredow, quien inmediatamente se puso a leerla con las mayores muestras de respeto. Concluida la lectura miró a la vieja, no sin cierto asombro, y preguntóle:

—¿Qué edad tiene usted, buena mujer?
—Sesenta años cumplidos—respondió la vieja.
—Ya no abrigará usted la pretensión de tener hijos.

—Búrlese su señoría lo que quiera, Sr. Gobernador; pero si en mis verdes años hubiese querido oir a todos los buenos mozos de mi país...— Y creyendo que había acabado su misión, cogió el palo y las alforjas é hizo ademán de retirarse.

—Poco a poco—dijo el coronel;—no se ha terminado aún la ceremonia.—Tocó la campanilla de su mesa de despacho, acudió el sargento de guardia y le ordenó que fuera a buscar al número catorce. Volvió a los pocos instantes el sargento, acompañado de un soberbio granadero cogido en un villorrio de Moravia.

—Ve a buscar ahora al capellán, y dile que venga preparado para ejercer su ministerio.

Un momento después entraba en la habitación del Gobernador el pastor del regimiento con su biblia bajo el brazo y en traje de oficiante. El coronel dijo entonces al granadero:

—Te vas a casar con esta mujer.
—Está bien, mi coronel. ¿De diario?

—De diario, hombre, para que no haya tanta diferencia entre tu vestido y el de la señora. Capellán—añadió el coronel Bredow,—case usted a este granadero, con esta mujer. El sargento y yo serviremos de testigos.

Quiso protestar la vieja, al oír esto; pero el Gobernador la obligó a callar diciéndole:

—Nadie le pide a usted su opinión.

Celebrado el matrimonio, se acercó el joven esposo respetuosamente a su coronel y le dijo:

—Perdón, mi coronel; ¿cómo es que me he casado con esta bruja?

—Por orden de S. M.

Y, tomando el real despacho, leyó con grave entonación lo que sigue:

—Sr. Coronel Bredow. Al recibo de la presente llamará usted a su presencia al número catorce de la primera compañía y le casará incontinenti con la dadora de ésta. Dios guarde a usted, etc.—La carta no hablaba nada del escudo prometido. Rasgo que pinta la avaricia del padre de Federico el Grande.

Al oír la vieja el contenido de la carta del Rey, dijo riéndose:

—La joven a quien S. M. se refería en ese despacho, galopa a más y mejor por la carretera de Dresde. Pero consuélate, pobre joven, que esta bruja, como tú has dicho, te devuelve la libertad.

Cuando Federico Guillermo supo, más tarde, la comedia de enredo que, sin querer, había esbozado, se incomodó mucho y hasta tuvo la intención de declarar la guerra al rey de Sajonia, reclamando aquella nueva y fugitiva Elena que había tenido la habilidad de escapar de sus redes casamenteras; pero vino la reflexión al poco tiempo y se limitó a declarar nulos los votos y juramentos de fidelidad del pobre granadero hacia la encantadora esposa que la voluntad real le había deparado.

Concluido mi relato, tomó Blasco sobre el terreno algunas notas del gracioso episodio y, haciendo que lo refiriera otra vez en el salón a nuestros contertulios, anunció que sobre ese asunto iba a escribir una comedia ó zarzuela que haría desternillarse de risa al público. Yo le indiqué que podía titularla La megalantropogenomanía ó El déspota burlado por una zafia ó La tema del papa de Sans-Souci, comedia de enredo escrita en colaboración con S. M. el rey de Prusia D. Federico Guillermo I.

Esto sucedía un mes antes de contraer Blasco la enfermedad que le llevó al sepulcro.