Porqués
de Emilia Pardo Bazán


Al bajar la escalera del hotel -después de las despedidas penetradas, los apretones de manos largos y expresivos, las frases musitantes, acompañadas de convencional mímica, de todo pésame- los amigos ya comentaban indignados la escandalosa actitud del huérfano y la viuda, tranquilos «como si tal cosa», y hasta sonrientes... Sí, sonrientes; lo afirmó Ramírez Hondal, que lo había visto con sus ojos, y lo confirmó Piñales, que forzando la nota exclamó que no era sonrisa, sino risa...

-¡Carcajadas!, falló Muntises, entre las protestas del grupo, que avanzaba por la acera compacto y alegre, con la alegría egoísta de desahogo, peculiar de las salidas de duelo y los regresos de camposanto.

-Carcajadas, no; ni risa, tampoco -rectificó Benibar-, pero, positivamente, triste no estaban. Y ¿quieren ustedes que les diga la verdad, sin ambages ni repulgos? Yo, en su caso, tampoco me desharía en lágrimas, no.

-¿Por qué? preguntaron casi a un tiempo cuatro voces. El pobre Manolo no se portaba tan mal.

-Era fiel, buen marido...

-Acrecentó su fortuna...

-Al chico le adoraba... No se consolaba de verle así...

-¡Ah! ¡Eso clama al cielo! Es que ese chico... -murmuró Piñales- ese chico... ¡no hay sino verle! Le ha señalado Dios: le ha escrito en el rostro y en el cuerpo la maldad... Por algo es jorobado, torcido, bizco, temblón de las manos y de los pies; por algo hace con la cara esos continuos gestos que parecen de terror, esos visajes ridículos... No les quepa a ustedes duda, los seres deformes son desnaturalizados. Monstruos por fuera, monstruos por dentro... Compasión me daba ver a Manolo pendiente de los antojos de ese escuerzo, y a veces se me ocurría aconsejarle que buscase otro hijo de mejor facha, aunque fuese en la Inclusa.

-Si ustedes supiesen lo que sé yo -objetó Benibar-, seguro estoy... ¿No se les ha ocurrido a ustedes nunca la idea de que en el fondo de todas las anomalías aparentes existe oculto algo que las explica? No se puede juzgar; las almas tienen su clave. Esa esposa, ese hijo, nos han sublevado al mostrarse tranquilos, cuando en la habitación contigua está el marido y padre durmiendo el sueño último, el de la definitiva paz... A mí no me han hecho confidencia ninguna los que sobreviven, pero he recogido reminiscencias, he oído una historia contada en el cortijo por el aperador, y no tengo fuerzas para condenar... ¡No pido llanto ni besos para ese cadáver!

El grupo, entre distraído y curioso, se paró en la acera. Los eléctricos cruzaban con vislumbres de rayo; los coches rodaban retemblando; los chicos voceaban los diarios de la tarde, olientes a tinta fresca... Era esa hora en que hay en las esquinas secreteos, y en que al pie de los árboles se retrasan parejas, trocando las últimas frases de un coloquio largo... Y Benibar hizo memoria un instante, para referir luego el ignorado episodio.

-Cuando Manolo se casó con Elvira -esa mujer a quien hoy habéis visto tan sosegada y acaso, en lo último, tan satisfecha- le idolatraba; era un verdadero caso, no muy frecuente, de pasión romántica dentro del matrimonio. Tratándose de su esposo, Elvira llegaba a ese grado de fanatismo que sólo han inspirado algunos grandes hombres, y que suprimen, en los seides y adeptos, el discernimiento elemental. Si Manolo asegurase a Elvira que el mediodía era noche cerrada, ella lo hubiese creído, contra el testimonio de los sentidos y contra el mundo entero.

-Así suele suceder en los primeros tiempos -objetó Piñales-, pero a la vuelta de unos meses se recobra el juicio.

-¡Nunca lo hubiese recobrado Elvira! -declaró Benibar-. A no ser... porque Elvira es de las que echan raíces. En su abnegación amorosa, ignoraba hasta los defectos de Manolo, que los tenía y muy graves, señaladamente el de abusar de los excelentes vinos de su propia mesa; y al indicar el padre de Elvira los peligros de esta propensión de su yerno, ella contestó jovialmente: «Es una moda inglesa... Ya se corregirá».

Un sentimiento como el de Elvira; un sentimiento tan grande y tan exaltado, tengo yo para mí -y Benibar se detuvo un momento, alterándosele algo la voz, pues también él había querido y sufrido desengaño acerbo- que es como el puro cristal finísimo, más rompedizo que ninguna materia, y una vez roto, imposible de recomponer... El matrimonio fue a pasar la temporada de primavera a un cortijo magnífico, propiedad de la esposa, en lo más pintoresco y ameno de la tierra cordobesa. Manolo se encontró allí a su gusto. Aquella vida de campo y deporte, con visitas frecuentes de señoritos jaraneros y juerguistas, le encantaba. Las comidas eran largas, formidables las sobremesas. Elvira se retiraba a sus habitaciones y no presenciaba las bromas, generalmente de mal gusto, que allí se corrían. Sin embargo, un día la algazara y el estrépito de muebles derribados y de voces disputadoras, llegó hasta ella, y de noche, al encontrarse con Manolo, le dijo dulce y seriamente: «Hazme el favor de no darme más sustos como el de hoy. No me convienen... Te lo ruego».

Para atender a esta indicación, necesitaba Manolo renunciar a probar gota de manzanilla ni de coñac. Y lejos de abstenerse prudentemente, continuó entregado, en unión de su alborotadora trinca, a la alegría corta y absurda que determina la embriaguez.

El complemento de las juergas eran las travesuras brutales, las apuestas desatinadas; la florescencia de pasajera locura en los cerebros. La jactancia inducía a apostar, y la apuesta bárbara impulsaba al disparate, más por exigencias de amor propio que por codicia de las no despreciables cantidades apostadas y cobradas religiosamente.

-No quiero entrar en infinitos pormenores -murmuró Benibar-, deteniéndose un instante; abreviaré... Una tarde Elvira recibió recado de su marido rogándole que bajase al salón, aposento encalado y amplio, separado del comedor por el zaguán. Sin causa conocida -lo declaró después ella-, se le oprimió el corazón y sintió tentaciones de negarse. La fe, la fe amorosa, que aún perduraba, pudo más que el instintivo recelo. «Me llama... Me llama él...». Al pie de la escalera cerró el paso a Elvira el aperador, que, pálido y aterrado, gritaba: «No vaya su mercé... No vaya la señorita...». Y entonces fue cuando Elvira corrió, precipitándose, hacia la sala, porque creyó adivinar que Manolo estaba herido, que se moría, tal vez, en aquel instante. Y entró ciega, aturdida, en la habitación, de ventanas entornadas, semioscura... Y fue obra de un segundo ver el negro bulto del toro, sentir el resuello ardiente de la fiera, creer que su mole se le venía encima... Y Elvira, sin proferir un grito, se desplomó como puede desplomarse un cadáver.

-¡Pero eso es inconcebible! -clamaron todos- ¿Un toro? ¿Un toro habían metido en el salón?

-¡Auténtico, positivo! -contestó Benibar-. Y acechaban ocultos riéndose con la risa estúpida de la beodez, prontos, eso sí, a intervenir para que Elvira no sufriese más daño que el susto... Y Elvira estaba encinta... Encinta de cuatro meses.

-¿Y a consecuencia...?

-Ya lo veis... Ese hijo torcido, estropeado, que hace visajes; ese ser deforme. La esposa tal vez hubiese perdonado... porque Manolo se corrigió del vicio; ¡pero la madre no perdonó nunca! Ahí está la explicación de la sonrisa... Callaron. El eléctrico pasaba. Algunos se subieron a él. Disolviose el grupo.