Escritos de juventud
Por lo que valga​
 de José María de Pereda

Y antes que se me olvide.

Un periódico de Madrid dijo poco ha que iba a publicar en su folletín, y lo está efectuando hoy, la Vida de Jesús, escrita por Renán; y otro colega, su vecino, al saberlo, le felicitó con entusiasmo, añadiendo con deleite que la libertad de imprenta comenzaba a dar sus frutos.

Cayetano respeta la intención del uno y el entusiasmo del otro; pero no halla, dentro del buen sentido, la razón del entusiasmo del otro ni la de la intención del uno.

En el libro de monsieur Renán se pretende demostrar que Jesucristo no fue el hijo de Dios, sino un Juan particular más o menos sabio; por consiguiente, que el cristianismo no pasa de ser un sistema como otro cualquiera, dado que Jesús no pasó de ser un filósofo, como Platón, como Descartes, como Kraus... o como yo, salvas las distancias.

Soy franco: no temo la propagación de esta clase de lecturas por las inteligencias cultivadas, por los criterios ilustrados, por los hombres de recto juicio, que creen no sólo por la fe, sino por el convencimiento; la temo por los entendimientos sencillos, que, sin más armas de defensa que la fe que adquirieron en la cuna y que no se han cuidado de robustecer después con la razón, cediendo a esa fatal tendencia humana a encariñarse con lo que más daña, se dejan sorprender fácilmente por el aparato deslumbrador de un falso razonamiento.

Oigannos estas gentes sencillas un poco de historia que quizá ignoren.

En Grecia y en Roma, los dos pueblos más poderosos y más ilustrados de la antigüedad, hubo también república y grandes sabios, como Licurgo y Catón; y grandes tribunos, como Demóstenes y los Gracos; y grandes filósofos, como Aristóteles y Séneca; y grandes poetas, como Píndaro y Virgilio; y grandes historiadores, como Herodoto y Tito Livio; y grandes capitanes, como Alejandro y César, y artistas, en fin, que aún se admiran en los restos de las obras inmortales. Pues bien: en medio de tanta grandeza, de tanta sabiduría, de tanta cultura, había una plebe ignorante hasta la barbarie y esclava, así como suena, pero esclava de peor condición aún que los negros de Cuba. Esclavas eran también las mujeres, hasta las más encopetadas, y no reinaban sobre los hombres sino por la liviandad y el desorden. Una sociedad así montada, claro es que había de adolecer de monstruosas imperfecciones, a despecho del genio, de la sabiduría, del heroísmo y de tantos mitos y virtudes como los que constituían el orgullo de ambos pueblos. ¿Y por qué la moral estaba en ellos en razón inversa de la inteligencia?

Porque Grecia y Roma eran paganas; porque tenían altares para los vicios y cultos ostentosos para las pasiones; vicios y pasiones que, como la serpiente de la fábula, habían de envenenar el pecho en que se guarecían; vicios y pasiones que al cabo arrastraron a esos pueblos a una destrucción ignominiosa, entregándolos al pillaje y al desenfreno de las hordas de Atila. Nada quedó en pie en medio de aquella devastación sin ejemplo; nada sino la antorcha del cristianismo, encendida siglos antes sobre el Calvario y que, lejos de extinguirse al soplo impuro de los bárbaros, como tampoco se había extinguido primero al de los Césares, fue derramando más y más su luz purísima, hasta que sus rayos inundaron todo el mundo conocido. A su claridad huyeron para siempre los restos del paganismo; y como por un resorte mágico, las sociedades se transformaron, rompiéronse las cadenas de la esclavitud, abatióse el orgullo del poderoso, redimióse a la mujer, dándole por escudo impenetrable su propia debilidad, y todos, pobres y afortunados, grandes y pequeños, se cobijaron en un solo grupo, unidos por un lazo común: el amor y la caridad; bajo un mismo techo: la Iglesia; con una misma aspiración: Dios.

Esto hizo el cristianismo. Por él, millares de mártires regaron con su sangre los circos de Roma; con su fe inició Pelayo en Covadonga aquella lucha grandiosa que duró ocho siglos y no concluyó hasta arrojar de España, el último pendón de Mahoma desde los muros de Granada. Con su fe se alumbró Colón para descubrir al otro lado del océano un nuevo mundo; con ella penetra un hombre solo, sin más armas que un crucifijo, en las entrañas del África, no en busca de oro ni de tratados de comercio, sino de tribus feroces a quienes redimir de la barbarie, a quienes hacer hermanos de la gran familia humana.

Con la fe en el corazón se sufren sin pena las adversidades de la suerte y sin un quejido los dolores del cuerpo...; en fin, se da la vida por salvar la del mayor enemigo.

Así es la fe cristiana. ¿Tienes noticia, pueblo amigo, de algún sistema filosófico que haya producido semejante prodigio? Sublime se llamó a Platón; Divino, a Sócrates. ¿Conoces siquiera sus nombres? Obras humanas las suyas, se confundieron entre la muchedumbre de otras tales. El cristianismo, obra de Dios, impera en los corazones y sobrevive a las edades.

La fe, en suma, es la virtud, es la libertad. Piérdela, y tus propias pasiones te harán esclavo, por más que en redimirte se empeñe la filosofía.

Pues bien: de que la pierdas trata el autor de este libro, haciendo de la religión del Crucificado un sistema; y de que la pierdas deben tratar también los que oficiosamente pretenden darte a conocer sus impías aseveraciones.

En Renán no me sorprende esa conducta. Su libro, en un país católico, es un verdadero escándalo; y los escándalos son productivos, como el mejor negocio; y de este modo, a la vez que se lucha, sirve a su religión, porque Renán, y quizá tú no lo supieras, es judío.

En cuanto al periódico, sea cualquiera la que la anime, no puede hacerle desconocer que al apagar en tu pecho la fe, al dejarte con tu pobreza y sin aquel consuelo que te la hacía llevadera y te impedía ser soberbio y rencoroso y blasfemo, hijo ingrato, padre desnaturalizado y mal ciudadano, puedes decirle:

-Me arrancas la fe; pero ¿qué me das en cambio?

Y como nada podrá darte que más valga, porque no existe en la Tierra, no te queda más recurso que el tristísimo de añadir, maldiciéndole:

-Te abrí las puertas de mi casa y me robaste el único tesoro que en ella había; te entregué mi corazón y me lo corrompiste.

Para que en tal extremo no te veas, me permito darte este aviso amistoso. Obra ahora como más te plazca; pero no te quejes si, avisado y todo, llegan a robarte.

Notarás, de paso, que Cayetano también sabe, aliquando, ponerse grave.

Achaques de mi condición de cristiano viejo; porque sacta, sanctae tratanda, que, traducido a tu lenguaje, quiere decir: «Con lo de tejas arriba, pocas chanzas».

Vaya un par de ellas para concluir.

Es un hecho observado que cuando se odia a un hombre se odia también su gabán, y a su perro, y a su casa, y a sus amigos íntimos, y a sus protegidos; a cuantos con él se relacionan directa o indirectamente.

En política acontece lo mismo.

Cuando un partido detesta a otro, le persigue en sus ideas, en sus hombres, en sus actos, en sus preferencias, en sus preferidos y en los preferidos y las ideas y creencias de éstos. El detestado y perseguido de este modo, en cuanto llega la ocasión, hace lo mismo con el otro.

Estos vici-versas han atrasado a España un siglo en la carrera de los tan por todos aclamados adelantos, y le han costado mucha sangre... y mucho dinero.

Si el elemento conservador, por ejemplo, tiende a dar preponderancia al clero, el partido de enfrente le ataca por la preponderancia, y después, por los abusos del mal clero, y después, por el clero todo, y después..., después se llega hasta el elogio de obras como la de Renán.

En esos momentos no se quiere comprender que un cura defendiendo a tiros las gradas de un trono, y otro cura proclamando la libertad con un trabuco detrás de una barricada, son dos malos curas; que lo mismo se profana la corona de un augusto ministerio cubriéndola con un chacó realista que con el gorro frigio; que tan lejos están el uno como el otro de la misión sublime que les está encomendada en la Tierra; que dos curas así, ni dos mil como ellos, ni todos los curas de la cristiandad que fueran lo mismo, probarían nada contra la religión que profanaban torpemente, y, por último, que atacar a ésta para herir a los que, invocándola, la ofenden, es lo mismo que tronchar el árbol para exterminar las orugas; quemar la capa para acabar con sus polillas.

A tales y tan lastimosas aberraciones conduce en España con frecuencia suma la pasión de partido...

Salvo los casos en que el ataque al principio político o al sentimiento religioso procede de una tenacidad radical o de un escepticismo ateo, o siquier racionalista, porque entonces ya no es la pasión lo que guía los ánimos y la pluma, sino el cálculo reposado y frío, el espíritu de propaganda.

Y entonces, señores propagandistas, estáis en el deber, si sois leales, de desplegar vuestra bandera para que el pueblo la vea y os conozca; ese pueblo a quien todos invocáis y de quien todos os erigís en guías y tutores; ese pueblo que tiene derecho a conoceros, antes que, explotando su ignorancia capciosamente, lleguéis a imponerle una doctrina contraria tal vez a sus sentimientos, opuesta a sus inclinaciones, en beneficio de bastardos intereses...

Punto, y vuelvo a mis chanzas.

Las primeras ediciones de la Vida de Jesús, por Renán, contienen notas y textos con los cuales pretende el autor comprobar sus aserciones. Críticos ilustrados se tomaron la molestia de evacuar aquellas citas, y no tardaron en ver que eran, unas, completamente falsas, y otras, sutiles y artificiosas. Renán supo esto, porque se lo dijeron en letras de molde. Qué efecto le produjo la noticia, no lo sé yo, porque no ha tenido a bien decírnoslo; pero la verdad es que la última edición que he visto de la Vida de Jesús contiene una sola nota, y ésa para decir que se suprimen las demás a fin de hacer más barata la impresión del libro y más asequible éste a los recursos del pueblo.

Monsieur Renán, pues, en la necesidad de segregar de su obra, por falsos, los únicos fundamentos que podían conservarla en pie, tiene ahora, por lo visto, la Pretensión de que se le crea por su palabra, y quizá aspira a la gloria de destruir con ella sola la fe de veinte siglos. Esto no necesita comentarios, y concluyo resueltamente.

No basta que el pueblo lea: necesita saber elegir lo que le conviene leer.

La libertad de imprenta, utilizada en el sentido en que pretenden los dos periódicos en cuestión, podrá contribuir a lo primero, mas nunca a lo segundo. «Corromper no es enseñar».

Por eso en la pluma de un enemigo de las flamantes libertades, lejos de chocarme, hubiera hallado en su lugar la palabra frutos refiriéndose a la Vida de Jesús, como producto de la libertad de imprenta, mas en las páginas de un periódico tan entusiasta de ella como el que la ha estampado, es un lapsus inconcebible.

En un país cristiano, ante un pueblo católico, no serán jamás frutos de ninguna libertad benéfica libros como el de Renán sino a verruga, el odio, la sarna que al cabo llegaría a matarle.


(De El Tío Cayetano, núm. 2.)

15 de noviembre de 1868.