Por la Patria y la Tradición

Por la Patria y la Tradición

Hay en esta piadosa institución, alianza hermosa de la Fe y de la Patria, un venero abundantísimo de aguas vivas para saciar la sed de los pensadores, de los cristianos, de los tradicionalistas. En ella, como en todos los pensamientos grandes y generosos, se encuentra la solución de problemas que ni siquiera se sospechaban, ni mucho menos pretendían al fundarla, porque se fundó como una afirmación solemne y rotunda de nuestro enlace con los pasados, de nuestra identidad con sus obras, con sus empresas y con sus sacrificios; de la sublime herencia que recogimos y guardamos de sus ejemplos y sus amores; herencia que nos ha sido legada por ministerio de la Religión y del Derecho.

Los ojos que contemplan tristemente las presentes ignominias, las farsas y el envilecimiento de ahora, vuélvense amorosos a mirar la Tradición, de la misma manera que en las casas grandes, venidas a menos, halla el corazón de sus moradores consuelo y orgullo en la grandeza de sus antepasados. Es este un sentimiento tan humano, que vanamente intentarán arrancar de los hombres. Sentimiento que no sólo afecta a los individuos interesados, sino que a los extraños se impone con fuerza irresistible. Ni cuando mueren los individuos, ni cuando mueren las naciones, mueren del todo. A través del sepulcro se prolonga la vida anterior, irradiándose en los sucesores, o con su gloria o con su ignominia, de las que nadie puede sustraerse. La paternidad no se pierde con la vida efímera de una generación, ni la sociabilidad se limita a los que viven.

Vulgar es la comparación de los árboles que tienen escondidas sus raíces bajo la tierra, y en ellas se sostienen, y por ellas se nutren. Como los árboles son los pueblos. Quitadles la Tradición, y les quitaréis la vida: levantad una muralla que separe el presente del pasado y habréis matado entusiasmos e ilusiones, habréis disuelto la sociedad nacional misma. Recuerdos y esperanzas, Tradición e Ideal, forman la vida de las familias y de las naciones; y aunque parece que los recuerdos ya no son porque fueron y las esperanzas no son todavía porque se refieren a lo por venir, es lo cierto que de unas y otras puede decirse, no que tienen tanto, sino que tienen más valor que las cosas presentes, ya que lo presente es una línea impalpable que huye siempre de nosotros con la rapidez del pensamiento.

No es la Tradición una cosa muerta, sino una sustancia viva que en todo momento nos acompaña. Viva y hermosa, porque su propio valor tiene el que le da la imaginación, segregándola de sus impurezas, apartándola todas las miserias que son propias de la humanidad caída y ofreciéndola a nuestra veneración, como se ofrecen las imágenes en los altares, con vistosos atavíos de galas y flores.

Por eso todos los pueblos aman su historia. En ella ven lo que han sido y aprenden lo que deben ser. Aman sus tradiciones, y en el amor de ellas buscan y refuerzan su grandeza y su poderío. La base de la educación nacional es, en los pueblos más cultos y felices, el estudio de la historia. ¡Con qué interés se hojean sus páginas y con qué orgullo se enumeran y detallan sus glorias! ¡Qué regocijo más puro encuentra el corazón al registrar en los siglos anteriores hechos inolvidables de los que dignifican y ensalzan a la humanidad, revelando la altura moral a que llegan las fuerzas humanas guiadas por sentimientos nobles! ¡Qué impulsos tan generosos y qué emociones tan santas despiertan en nosotros esos ejemplos de heroísmo que refulgen al través de las edades!

En cambio, en España ha habido quien ha renegado de la nuestra. Y no me refiero a esos estrambóticos modernistas que dan en la flor de achacar a la historia las culpas de nuestras ruinas y de nuestras divisiones. No a esos, sino a una generación de malos españoles que ha venido inculcando en las almas de muchos un odio feroz a la historia de España. Generación de progresistas venidos aquí para tormento y ruina de este pueblo heróico, como cayeron sobre Egipto las clásicas plagas. Ellos eran la negación, la antítesis del pasado. España era monárquica, y ellos eran demagogos; España era cristiana y ellos eran ateos; España era espiritualista, y ellos estaban materializados; España era caballeresca y noble, y ellos no tenían nada de nobles ni de caballeros.

Y para vengarse de esa España vieja, que se levantaba ante ellos como una acusación y un remordimiento, para justificar su diabólico empeño de destruirla, comenzaron por deshonrarla y fueron manchando las páginas de la Historia con las más villanas mentiras.

Pero al lado de estos desgraciados pseudo-españoles estamos nosotros, están los carlistas, están lo católicos todos con su veneración a los santos recuerdos de otros días.

Al pie de aquella bandera permanecemos amándola siempre y siempre dispuestos a defenderla con nuestros pechos y nuestros brazos. Ella es nuestro Ideal. Los que de buena fe han buscado remedio y soluciones para los males presentes, a ella han acudido a arrancar hojas sueltas de su programa; los que han querido encontrar modelos de tenacidad, de constancia y de heroísmo a nuestros personajes históricos han vuelto la vista para aprender el secreto de levantarse con gloria de las grandes caídas.

Ella es nuestra esperanza. Y cuando los enemigos del Altar y el Trono hablan de europeizarnos, nosotros, que no rechazamos ningún progreso legítimo, quisiéramos con más ardor y con más empeño nacionalizarnos más, porque de la Tradición arranca el alma española, que no ha dejado de ser grande hasta que no dejó de ser española.

Y ella, la Tradición, es grande como el corazón de una madre, que titene cariños para todos sus hijos. Háblase mucho de la unión de los católicos, y cabalmente esa unión está ahí, hecha, santificada, en las gradas del Altar y sobre el sepulcro de los que por España murieron. Nadie se atreverá a poner reparos a esa fiesta del corazón, fundada por la Monarquía, presidida por la Cruz y consagrada a la Patria. Para todos son esos recuerdos y para todos el programa salvador que en ellos palpita.

Y hasta cuando rezamos por nuestros muertos queridos, cuando pedimos a Dios por los mártires de la Patria y de la Bandera, no pedimos solamente por los que son nuestros por la sangre, sino que, además, pedimos por muchos que son padres y abuelos de aquellos que son ahora nuestros adversarios.

Porque es fiesta que une, que fortalece y que consuela. Fiesta bendecida por los que sienten de veras el patriotismo en sus pechos, y que perdurará como un homenaje piadoso a la Religión y a la Patria, y como un testimonio admirable de que nunca, ni en los días más tristes de la emigración, se olvidó Carlos VII de su España y de sus soldados...

ENEAS.

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