Por ambos mundos (narraciones cosmopolitas)
Ya no valen cinco céntimos aquellos apóstoles que, como Schopenhauer y Tolstoi, enseñaron al mundo las armonías del pesimismo y del sufrimiento: ya no entusiasman á los exploradores de los misterios de nuestra vida y de nuestra conciencia los alardes fantasmagóricos del neomisticismo y del neoarchicatolicismo; preciso es tomar estimulantes más enérgicos: agua fuerte y plomo derretido á pasto común. En el fondo de toda filosofía palpitaba viva la tendencia de la moralidad : pues bien : receta fácil para que las nuevas ideas sean un aperitivo incomparable : establecer y difundir la filosofía de la inmoralidad. Y aunque parezca imposible que pueda pensarse en esto, conste que ya cunde por las escuelas más adelantadas del pensamiento filosófico de ciertos países la secta, neocínica de los que se denominan asimismo inmoralistas. La doctrina es vieja : se escribió allá hace cincuenta años, y ahora se ha resucitado. No vuelven, pues, tan sólo los moños y los bucles de la época orleanista, sino los filósofos de la desesperación del período romántico. El maestro fué un tal Max Stirner, natural de Bayreuth, que allá á sus treinta y nueve años publicó el resumen de sus creencias en una obra titulada : Der Einzige und sein Eigenthum (1845); El Único y su propiedad, y que es la apología del egoísmo más desenfrenado. El yo, elevado a la categoría de única razón, ley, eje y horizonte de todas las acciones humanas, tal es la base del cinismo de Stirner y de sus numerosos adeptos en Alemania.
Sucesor legítimo de las ideas más extremadas de Hegel, partiendo de aquello de que «no hay religión, sino religiones; ni principios, sino hechos; ni moral, sino costumbres»; entusiasta de las demoliciones intentadas por Strauss en la fe; continuador de Feuerbach en el combate contra la teología y la religión, planteó el pensamiento de destruir la idea de la humanidad, aniquilándola por el triunfo del yo. «La humanidad no existe—dijo Stirner:—el hombre no debe someterse á ningún poder exterior á si mismo, divinidad ó humanidad: y no hay más derechos que los derechos del individuo.» «El Estado, la Iglesia y la sociedad —añadía el maestro (!!) — no son otra cosa que vampiros que chupan la sangre al hombre vivo. Para ser libre, es preciso prescindir de todo esto y olvidarlo, y esta misma libertad no vale gran cosa, si no se cumple toda en beneficio propio, en obsequio del yo, que es el principio, el medio y el fin de todo.» Estas afirmaciones, con ser tan estupendas, no son sino de lo más suave é inocente de la doctrina antimoralista, cuyos textos restantes no me atrevo á bosquejar siquiera, y cuya esencia se condensa en estas frases: «Yo soy el único, no hay nada más que yo.» Para mayor maravilla, Stirner y sus imitadores no niegan en su egoísmo radical la consideración que les merece la existencia de los demás hombres; pero esta consideración, este amor lo admiten, no como obligación, sino por el placer que al individuo producen, esto es, en provecho del egoísta mismo. Se debe vivir solo para sí: disfrutar del mundo y gustar de toda la felicidad posible. Todo cuanto se pueda apropiar con ese fin, por cualquier medio que sea, todo es perfectamente lega, hasta el empleo de la fuerza. «Muera el pueblo—exclamaba Stirner—para que el individuo sea libre: muera la Alemania, mueran todas las naciones, y desembarazado el hombre de cuantos lazos le unen con la sociedad y de los fantasmas de la religión, recobre su absoluta independencia.» Cuando aparecieron, hace cerca de medio siglo, los trabajos de Stirner, nadie hizo caso de ellos, ni hubo quien pensara en oponerles una refutación innecesaria: hoy, cuando se revuelven todos los detritus de los pensadores más ó menos extravagantes para deleitarse con la picante novedad que ansian gustar siempre los estómagos estragados, ha parecido bien resucitar la escuela egoísta del olvidado campeón del cinismo contemporáneo. Publicistas como R. Schellwien, Kronemberg, Bernstein, Gereike, Mackay, Barré, Randal y Gottschall, se han encargado en Alemania y fuera de Alemania de sacar del olvido á Stirner, publicando y reproduciendo sus doctrinas en Leipzig, en Zurich, en París y en Londres, realizándolo algunos de ellos con tal fruición, que Th. Randal, no sé si en serio ó en broma, dice «Basta leer este libro para sentirse inmediatamente limpio de todo pecado, libre del error, emancipado de todo yugo, y para ser un verdadero hombre libre, tal cual Stirner lo fué, único tal vez en este siglo!!»
Cualquiera creería que el único Stirner fué un ente violento, rabioso, propagandista acérrimo, un calavera, dilapidador y archiviciosísimo. Pues no, señor : el pobre hombre, después de haber sido seminarista como Renán, filólogo, un poco filósofo y sin título alguno al fin, no llegó á otra cosa que profesor particular ambulante, maestro casi desconocido en un colegio de señoritas, á las que jamás dijo una sola palabra de su filosofía, y que pasó su existencia en la soledad de una buhardilla, con escasa comida, mala ropa, pocos amigos y menos dinero. Tal vez fué un sabio, constantemente perseguido por la miseria, que para curarse de su aburrimiento y desesperación vertió en las cuartillas los ensueños que la necesidad creaba en su mollera, consolándose con imaginar lo que hubiera sido si su yo hubiera podido apropiarse todas las delicias imaginables á costa de la supresión de Dios, del Estado, de la sociedad y de la humanidad. Lo que jamás llegó á esperar el infeliz en sus hambrientas soledades fué, que mucho tiempo después de su muerte serviría su libro de consuelo y de norte á los actuales anarquista del pensamiento, que ponen por encima de todas las ideas el culto del egoísmo doctrinal: enfermedad muy vieja y muy generalizada, pero que jamás hasta ahora ha aspirado á formar escuela ni legión, apareciendo en la plaza pública como cosa seria, para ser seguramente silbada y jaleada por el egoísmo particular.
Otro filósofo neocínico antimoralista, que está también muy de moda en Alemania, y cuyas predicaciones van resonando fuera de aquel país, es Federico Nietzsche, doctor, profesor de Filosofía en Bale, artillero, viajero, suizo naturalizado, pensionista de una casa de locos, morfinómano y músico wagnerista antes, é idólatra de las alegres melodías de Bizet hoy, cuando después de haber salido del manicomio vive el pobre casi sin darse cuenta de lo que hace. No puede darse hombre más fino, más modesto, más cariñoso ni más inofensivo que este Nietzsche, creador de la demoledora filosofía de la selección aristocrática, de la de la lucha por la preeminencia entre los hombres, cuyas curiosas y estrambóticas manifestaciones están contenidas sus obras: Jenseits von Gut und Boese; Zur Genealogie der Moral; Goetzem-Daemmerug, y Also sprach Zaratustra. Partiendo de que la sociedad está pésimamente constituida y de que todo anda muy mal por aquí abajo, por allá arriba y por derecha é izquierda, afirma que no hay más remedio posible para que todo marche bien que dividir la humanidad en dos razas: una, la de los hombres de valor, de voluntad, de acción, de ambición si se quiere, de empuje y de positiva importancia personal; y otra, del resto de los mortales, la de los que forman el montón, la plebe, los esclavos de aquélla. La primera es la que llama los Nobles, no de origen ni de posición, sino de verdadero valer, y es á la que se debe cuanto bueno ó grande se ha hecho y se hace en el mundo, la única que debe imperar y conservarse y la á que se debe sacrificar en absoluto la segunda. Todo cuanto se haga por mejorar la suerte de ésta, es indigno. La caridad, la religión, la compasión son, según Nietzsche, verdaderos males. El fin de la humanidad es producir grandes hombres y dejarles que ejerzan libérrimamente su actividad, sacrificando y anulando á todos los demás. Como se ve, Nietzsche es un Renán ampliado y monstruosamente desarrollado. El pobre Stirne, al fin, no distingue de individuos y quiere para todos el egoísmo absoluto; pero Nietzsche le da quince y raya, porque proclama el egoísmo absoluto de unos pocos, el de los más aptos para ser grandes por su osadía, por su fuerza, por su sabiduría y por su suerte . Esta doctrina del dominio y preeminencia de la aristocracia de la humanidad, del ciego resultado de la selección, barre, como es natural, toda idea de la democracia y de sus derechos. «El egoísmo—dice—no debe pertenecer más que al alma noble, y yo llamo así á la de aquel que cree ser tal, que todos los demás deben estar sujetos á él y sacrilicarse por él. Respecto al trato y consideración de los seres ó almas inferiores, todo debe estar permitido, sin detenerse en los conceptos y categorías del bien ni del mal.» Q¡ué tiene de particular que un filósofo de tal fuste fuera á dar en una casa de locos! Lo que dejó consignado acerca de la fe y de la religión, no puede ni siquiera recordarse. Para el noble, para el hombre superior, no debe haber ni religión, ni Estado, ni patria, ni familia, ni autoridad alguna.
Tolstoi, sacrificándose por los pobres y predicando su regeneración, no es para estos antimoralistas más que un lelo. El Estado es el enemigo de la civilización, y otra de las más grandes tiranías que existen es la de la mujer, la eterna Dalila. Respecto á ellas hay que pensar á lo oriental y nada más. Mme. Stäel, Mme . Roland, George Sand, no son más que adefesios. Entre los hombres valieron algo Maquiavelo, Galiani, Stendhal y Dostoiewki: pero Spinoza no era más que un envenenador intelectual, Kant un hipócrita, y Darwin un tonto. La instrucción, la prensa, la propaganda de la civilización, no hacen más que falsear los talentos naturales y enervar los instintos primitivos. Gracias á la moral democrática, es decir, á la filantropía y á la higiene, los débiles, los miserables, sobreviven y se reproducen, degenerando sin cesar la raza humana. Nada es verdad, y todo debe ser permitido al que puede, menos la debilidad, llámese viejo ó virtud. Es preciso crear una raza de hombres superiores, del tipo titánico de Uebermensch, una especie de Juan y medio, en cabeza, hígado y puños. Tal es la síntesis de esta doctrina, un tanto á la moda entre la gente tudesca, aficionada al tabaco fuerte, y la cual, lejos de seguir el camino de la selección forzada para que mañana no haya por allá más que muchos Uebermenschs, muchos Bismarcks en una pieza, toman estas curiosas elucubraciones de las cabezas desatornilladas como incomparable pasatiempo, y se recrean analizándolas en las columnas de la Deutsche Rundschau, ó de algunas otras revistas y periódicos de muchas campanillas. A pesar de los esfuerzos de los propagandistas excéntricos para resucitar al dómine Stirner, ó para vulgarizar al músico Nietzsche, la masa del pueblo alemán se cuida muy poco de tales vejeces ó novedades. No sabemos que manejen mucho estos libros; pero lo que si es cierto, en contra de toda filosofía pesimista y naturalista, es que manejan á la maravilla el de las cuarenta. ¿Se quiere la prueba? Pues allá va.
Nadie podrá creer el tiempo que invierten los alemanes en jugar. Ha sacado la cuenta un alemán, publicándola en la revista Die Zukunft, según la cual en 1881 se vendieron en aquel Imperio 3.370.300 juegos de cartas, y en 1891 hasta 4.428.100, creciendo la proporción, como se ve, en una 24,8 por 100, mientras que la población sólo ha aumentado en un 9.3 por 100. En los diez últimos años se han vendido para el interior 37.177.500 juegos de naipes, lo cual corresponde á un juego por cada 12 habitantes; y como en cada 12 habrá por lo menos 5 niños y 3 ó 4 mujeres, que juegan muy poco (en su mayor parte), resulta que toca un juego á cada tres hombres y medio. Está calculado que para que un juego de naipes se ponga en estado inservible es preciso usarlo tres horas cada día durante un año; luego para que se haya consumido aquella cantidad de juegos habrá sido preciso que esas tres personas, tipo del grupo de jugadores por cada juego, hayan invertido jugando 4.000 millones y medio de horas. Este número de horas, distribuido entre los hombres que pueden jugar en Alemania, representa 684 por cabeza y por año, ó sea 85 días y medio á ocho horas cada uno; es decir la cuarta parte de los días de trabajo de un año.
¡Jugar es!