Por España
de Emilia Pardo Bazán


Al desembarcar en Cádiz, ya el novio venía malhumorado. Encontraba que la novia, en todo el tiempo que había durado la travesía, por otra parte muy feliz, no pensaba tanto en él como en España, tierra expresamente elegida por la antojadiza criatura para comerse el panalito de miel. Y la novia -que harto sacrificio había realizado al prescindir de su libertad de mujer independiente casándose con un hombre prosaico y opulento- andaba un poco distraída, y en el puente del buque, de noche, gustaba de aislarse, de contemplar a solas las estrellas sobre el cielo turquí del Mediodía, y rechazaba el brazo conyugal, afanoso de ceñirse a su talle.

No obstante, cuando sentaron el pie en el muelle, iban reconciliados, y además hacían lo que se dice una arrogante pareja. La ex señorita Gladys Stilton, doctora en Leyes, acuarelista de afición y gran jugadora de tenis, llevaba con gentil desembarazo su sombrero de fieltro gris que cimeraba una gaviota enorme, y se envolvía airosamente en la larga manta de viaje, de cuadros amarillos y marrón. A pesar de las fatigas de la iniciación amorosa, su cutis parecía de rosa muy fresca, como parecía de seda lasa fina su cabello, recogido en moño griego, saliente y firme. Si mistress Gladys tenía las ideas largas, no podía decirse que tuviese el pelo corto. Sus ojos azul marino, cándidos, expresaban a veces una especie de infantil asombro; pero sus manos eran fuertes y huesudas cual las de un muchacho, y sus esbeltas y robustas formas denotaban el cultivo de la energía física y la excelente asimilación de las amplias lonjas de buey asado. Bien podía mister A. H. Sadler Bigpag, fabricante de conservas comprimidas por un sistema nuevo del cual había sacado patente, apoyarse a gusto, según la moda, en el brazo de su consorte, sin miedo a resbalar; y debe añadir que tampoco maldito el báculo que necesitaba mister Sadler, pues era un sanguíneo mocetón de dientes deslumbradores (algo tocados de oro por el mejor dentista de Chicago, criadero de dentistas prestigiosos), de cachetes colorados, mandíbula fuerte, cogote ancho y pelo blanquecino de puro rubio, cortado al cero y que dejaba ver el cráneo blanco y redondo.

Los primeros días de estancia en la «tacita de plata» aumentó el mal temple del conservero. Ni aquello era hotel, ni aquella comida, ni aquello se podía llamar bañarse, ni había quien sufriese el olor a aceite frito y los continuos pregones de las vendedoras, los organillos callejeros y las murgas. Sólo era tolerable el jerez; pero no ciertamente el de la fonda, sino el «Tío Pepe» expresamente encargado. Por el contrario, la novia, demostraba extraordinaria satisfacción y estaba lo que se dice embobada con las costumbres gaditanas, sobre todo las populares. En un viaje a México había aprendido la señorita Gladys a chapurrear el español y ahora se soltaba intrépidamente, riendo a carcajadas a cada errata, y celebrando con gozo cada acierto, y cada adelanto. Hablaba con todo bicho viviente; con el dueño del hotel, con los vecinos de mesa, que la piropeaban; con los golfos de la calle, con los pordioseros, con los guardias de Orden Público. Sin excepción eran para ella simpáticos y poéticos. La norteamericana había olvidado su sangrienta ración de carne semicruda y no comía más que buñuelos, naranjas, churros, bocas y boquerones. ¡Ah, las bocas! ¡Qué delicia! Y el marido protestaba:

-Gladys, sois estúpida... Gladys, vais a enfermar...

¡No enfermada, no! Lo que hacía era espiritualizarse; perder su aire amarimachado; vestirse de un modo más femenino y prenderse en el pico del escote una de esas rosas encendidas que en Andalucía parecen brotar donde pisa una mujer. No sin asombro del esposo, tenía antojos sentimentales: «Requebradme a la española», suplicaba, sin prescindir del «vos» británico. Y el esposo no acertaba sino a cometer torpezas y caer en soserías patosas que desesperaban a Gladys: «¡Sois un pedazo de corcho!». En cambio, ¡sí que la jaleaban en la calle! No siempre partían de señoritos los floreos. A veces procedían de gente del pueblo, majos patilludos, tíos de avinagrada jeta y remendado calzón, gitanos astrosos, que la oleaban en la misma cara del marido, sin cuidarse de que le pareciese bien ni mal. Gladys defendía aquello, encontrándolo tan original, tan pintoresco, tan hidalgo... Y de aquí, discusiones significativas entre los novios, largos monos, vueltas de espaldas en el lecho conyugal, altercados, frases ásperas.

-No tenéis sentido común...

-Sois un hombre sin el menor gusto artístico.

-Os falta discreción.

-Y a vos os falta estética.

-No me comprendéis.

-¡Oh, vos sí que no sois capaz de comprender cosa alguna! No sé para qué os tomáis el trabajo de viajar.

-He viajado por cumplir vuestros antojos; pero muy seguro de que, fuera de mi patria, no hay país donde pudiésemos vivir como personas civilizadas.

-Al contrario... Allí vivimos como cerdos, pendientes sólo de la materia.

Ante la actitud de Gladys, mister Sadler dio en ponerse melancólico y esplenético, aunque el esplín sea zarandaja más de ingleses que de americanos. Pero hay pasiones que determinan iguales estados de alma en todas las razas; mister Sadler tenía celos. ¡No celos de un español! Celos de España entera. En este maldito país todos los hombres parecen dispuestos a marear a todas las mujeres, y se diría que la que no les importa, les importa, y a la que no han visto jamás, la conocen de toda la vida. ¡No se puede sufrir! La dignidad, al cabo, se resiente.

Arreció la tormenta cuando de Cádiz se trasladaron a Sevilla.

Sevilla traía loca a Gladys ya desde antes de pisarla. ¡Sevilla, la amante del Sol, la ciudad cuyo nombre suena como repiqueteo argentino de sonajas de pandereta! La estancia en Sevilla la embriagó al modo que embriaga el añejo moscatel: borrachera sin bascas ni modorra, estado que consiste en no sentir el peso de la razón, en romper las grises telarañas de la cordura y elevarse al espacio para bañarse en la luz de la fantasía y del ensueño. Nunca hubiera creído Gladys, a no experimentarlo, que se pudiese sentir así; que lo que llaman realidad los espíritus groseros y burdamente positivos, valiese tan poco, fuese cosa tan necia y desabrida, tan sin donaire y hasta sin utilidad práctica, como le parecía entonces.

Una tarde -de esas de celaje de cobalto con franjas de rubí que tiene la primavera en Sevilla-, regresaban los esposos a pie de una excursión al barrio de Triana. El Guadalquivir, ancho y caudaloso, enviaba al aire límpidos vahos de frescura, regalados vapores que se impregnaban del azahar de los jardines y del jazmín de las rejas. Olía a amor; la atmósfera elástica y serena convidaba a efusiones de melancolía voluptuosa. A lo lejos se oía puntear una guitarra, y una copla andaluza expiraba gimiendo, en el silencio de la puesta del sol. Gladys, abrumada por tanta poesía, miró de soslayo a su novio, a su marido, al único ser con quien le era lícito desahogar la plenitud de su corazón, a quien tenía el derecho de pedir que se «hiciese cargo» de sus nuevas necesidades, de anhelos, después de todo, bien explicables en una mujer joven que no había conocido hasta entonces el sentimiento, que se había educado virilmente, mejor dicho, cual se educa un muchacho, que no es mujer y todavía no es hombre.

La norteamericana notó -cosa desusada y hasta humillante para una doctora en leyes- que se le venían lágrimas a los ojos, y estrechando tímidamente el brazo de su compañero, quiso balbucir algo de lo que le bullía en la mente y el alma.

Fue aquél ese momento en que un cariño de mujer a hombre se puede consolidar, remachándose el roto eslabón de su cadena de oro; en que un alma se entrega y no pide sino un poco de dulce engaño, la parte de ilusión necesaria para respirar, la complicidad de amor que exige hasta el matrimonio... Si el marido entendiese en tal ocasión, solemne y sagrada, a su esposa... ¿quién calculará la suma de ventura que entre azahares y claveles les brindaba el indulgente Destino? Y el marido no comprendió. Creyó que Gladys reclamaba algo concreto..., y concretó la respuesta. Gladys dio un grito de ninfa sorprendida por un sátiro en la fronda de un bosque. Con su agilidad gallarda de jugadora de tennis se desasió y corrió sin rumbo, hasta perderse de vista. Sadler, humillado, furioso, regresó a la fonda. Aquella noche no volvió Gladys. Sadler siempre ha creído que su mujer cometió algún enorme desafuero. Nosotros, mejor informados, sabemos que pasó horas de nostalgia bajo los árboles, en las Delicias, expuesta sin duda a desazones y percances; pero sola, respirando perfumes, amando a su manera, de un modo muy ideal, no a un hombre, sino a un país divino...

Al amanecer, en el comedor de la fonda, Gladys escribió a su marido una carta, que decía al pie de la letra:

«Prosigo mi camino sin 'vos'. He comprendido que no nos entendemos. También he comprendido que 'soy española'. El dinero que me llevo es el que traje de mi casa. Feliz viaje. Gladys».

Sadler ha vuelto a sus conservas comprimidas, mohíno, pero resuelto a no sufrir más extravagantes caprichos de mujeres. Cuando le hablan de España, se desata su lengua. ¡Nación de fanáticos, donde salen todavía procesiones con encapuzados inquisitoriales! ¡Donde los mendigos os acosan y la barbarie trasuda! Y al mismo tiempo que formula estas invectivas, el fabricante siente en su interior un reconcomio oscuro, quizá la pena de no haber sabido, durante unos minutos, ser tan bárbaro, tan novelesco como España, para retener a su mujercita. ¿Dónde andará la insensata? ¿Dónde?