Poetas bucólicos griegos/Prólogo
PRÓLOGO.
Los bucólicos griegos no habian tenido hasta ahora más intérprete en nuestra lengua que el celebrado orientalista D. José Antonio Conde, que en prosaicos, desaliñados é insufribles versos sueltos, aunque con bastante sujecion á la letra del original, publicó en los últimos años del siglo pasado una traduccion de ellos. Cierto es que podíamos leer en forma algo ménos desagradable el Buco hasta, el Cíclope, Eunica y alguno que otro idilio, interpretado con facilidad y soltura por tan elegantes poetas como Villegas, Meléndez y Pesado: cierto que de las Siracusanas poseemos una brillante traduccion de D. Genaro Alenda; pero el resto de las obras de Teócrito, Mosco y Bion puede decirse que estaba intacto entre nosotros, hasta que vino á reparar tan grave falta el árcade mejicano Ipandro Acáico, ó llamándole por su verdadero nombre, sin disfraces ni velos, D. Ignacio Móntes de Oca, obispo que fué de Tamaulípas, y lo es actualmente de Linares.
En el hecho de estampar aquí yo con todas sus letras su nombre, y de consignarlo el mismo autor en la portada del libro, claro se ve que ni uno ni otro tenemos por accion vitanda y pecaminosa la de ejercitarse un obispo en traducir á Teócrito. Arzobispo de Granada fué, casi en nuestros dias, el señor Folgueras, que tradujo á Juvenal. Esto áun en nuestra severísima Iglesia Española, que en Italia fuera harto fácil empresa tejer un catálogo de obispos, cardenales y altas dignidades de la Iglesia, que no se han desdeñado de emplear sus ocios en honestos solaces poéticos, y sobre todo de comentar, traducir é ilustrar á los clásicos antiguos. Y buscando el ejemplo más ilustre dentro de nuestra propia literatura, ¿á quién no se le ocurre el nombre del obispo Valbuena, que, lo mismo que el nuestro, cantaba apacentando su rebaño, en las vírgenes selvas americanas, y ora repetia los férreos ecos de la bocina de Roldan en Roncesvalles, ora los melífluos acordes de la flauta pastoril siracusana?
Bien sé que no faltarán espíritus pusilánimes y fáciles en escandalizarse que á Ipandro Acáico, y á mí su apologista, nos llamen paganos y gente de peligrosas tendencias artísticas. De fijo que en siglos de verdadero fervor religioso nadie hubiera visto semejante peligro, y todos hubieran sido plácemes para el traductor de los bucólicos.
Pero ya que hoy no falta quien condene y excomulgue propria auctoritate cuanto huela á helenismo á culto de la forma antigua, bueno será recordar lo que dice de esto Ipandro en el prólogo de los Idilios de Bion, que por primera vez publicó en Guanajuato en 1868. Allí refiere que alguna vez le entraron escrúpulos sobre el contenido del libro que traducia, pero que todos se disiparon leyendo la homilía de San Basilio sobre la utilidad que se saca de los autores profanos: y recordando aquel texto del Deuteronomio, «en que manda el Señor á los Israelitas, que si entre los prisioneros de guerra se halla alguna hermosa cautiva, á quien alguno del pueblo escogido quiera unirse en matrimonio, se le haga ántes cambiar de vestidura y tocado, haciendo caer los cabellos y las uñas bajo la tijera purificadora, siendo entónces permitido el enlace. Así hemos de hacer con los autores profanos: despojarlos de lo superfluo y poco delicado, y aprovecharnos de lo demas para nuestra edificacion.»
Ipandro Acáico es decidido partidario del clasicismo, y formula su doctrina en estas valientes frases: «Sea dicho con perdon del abate Gaume, y de los admiradores de sus utopias, me atengo á la experiencia de todos los siglos que nos han precedido, al ejemplo de personajes célebres por su piedad no ménos que por sus letras, y á las doctrinas contenidas en una carta reciente del cardenal Vicario de Roma. Presentad á un jóven, no digo una homilía de un Santo Padre, sino una arenga de Demóstenes, y léjos de aficionarse á un estudio árido y difícil en los principios, arrojará gramáticas y diccionarios y correrá en busca de una novela moderna. No así, dándole la leche y suaves manjares que requiere la infancia: poco á poco se acostumbrará á más sólidos alimentos, y no le arredrarán despues las páginas de los Basilios y Gregorios. El mismo Crisóstomo se deleitaba en la lectura de los cómicos griegos, y á él debemos la conservacion de las pocas comedias que nos quedan de Aristófanes. Aun el grande apóstol San Pablo no temió citar entre los textos dictados por el Espíritu Santo los versos de un poeta profano.»
Es, pues, un axioma para Ipandro Acáico la conveniencia moral y hasta religiosa de educar el sentimiento estético, y éste en sus fuentes primordiales, es decir, en la antigüedad sagrada y en la profana, y ésta, no sólo por contener los mejores modelos de gusto, sino porque estando alejada de nosotros por siglos, creencias y costumbres, puede ser contemplada con ojos serenos y fruicion puramente artística, sin ponerse en contacto demasiado íntimo con nuestros afectos y propensiones, al reves de lo que acaece con la literatura moderna. A buen seguro que un jóven educado con la austera poesía de Esquilo, de Píndaro ó de Sófocles caiga nunca en las insanas y enervadoras melancolías, pesimismos y escepticismos que hoy trabajan el mundo.
Y ¿quién negará, prescindiendo de la cuestion de arte, las grandezas morales é intelectuales de griegos y latinos? Cuanto pueden alcanzar por sus propias fuerzas el entendimiento y la voluntad humana, otro tanto alcanzaron ellos. El Cristianismo no vino á destruir nada de lo bueno que habia en la civilizacion antigua, sino á restaurarlo todo en Cristo. Y comno medio de propaganda, de difusion y de enseñanza, eligió esa misma lengua y cultura helénica, y llamó á los gentiles á la herencia de los judios. Y los gentiles acudieron porque habian recibido de sus filósofos y de sus poetas la preparacion evangélica, ya que no habian tenido como el pueblo de Israel la enseñanza más alta de sus videntes y profetas.
Y aquí encaja, como anillo en el dedo, lo que en su oracion escribe San Basilio: «Los libros santos, las lecturas piadosas nos llevan á la vida eterna...—Pero miéntras la edad no nos permite ahondar en sus profundas máximas ni penetrar su sentido, es menester ejercitarnos en otros autores más fáciles, á la manera que el soldado, años ántes de salir á la guerra, se ejercita en simulacros militares. Así, nosotros, para lidiar la más terrible de las batallas, debemos ejercitarnos en los poetas, en los historiadores, y en todo libro que pueda traernos alguna utilidad.»
¡Cuán bien ha hecho Ipandro en citar desde el púlpito estas palabras, que son la mejor apología de su doctrina! ¡Cuánto difiere este plan de educacion ámplia, generosa y verdaderamente católica, imaginada por San Basilio, de las estrechas y torpes ideas de los que creen mantener la pureza de la fe por medio de la ignorancia y el mal gusto! Hoy que la impiedad es docta, é invade todos los campos, ¿cómo ha de presentarse inerme ante ella el apologista católico? ¿cómo puede ignorar lo que supieron y especularon los antiguos?
Y añade San Basilio con el delicado instinto de las cosas bellas, que le acompaña siempre: «Verdad es que en el árbol lo principal que buscamos es el fruto, y por él llamamos al árbol bueno ó malo. Pero ¡cuánta hermosura no le acrecientan las hojas y los ramos! Así, la verdad es el fruto principal del alma, pero ¡cómo le realzan las flores de la erudicion y de la sabiduría!» Y á mayor abundamiento cita el mismo Padre los ejemplos de Moisés y de Daniel, doctísimos en la ciencia de los egipcios y en la de los caldeos.
Cierto que la lectura de los paganos ofrece inconvenientes y peligros, como todas las cosas en el mundo, pero ni tantos ni tales como imaginan los que nunca los han leido. Creer que el arte de la antigüedad está reducido á las Vénus de la decadencia, á los poetas eróticos y á las novelas de Petronio y Apuleyo, arguye ignorancia tan crasa que más provoca á indignacion que á risa. ¡Pluguiera á Dios que la literatura de las épocas y pueblos tenidos por más cristianos estuviera tan libre y exenta de manchas é impurezas morales, como el arte religioso, severo y profundo de los cuatro más grandes poetas helénicos: Homero, Píndaro, Esquilo y Sófocles! ¡Pluguiera á Dios que abundasen en las sociedades modernas filósofos como Aristóteles, moralistas como Epicteto y Marco Aurelio! Realmente no hay para qué lamentarse de la perversion intelectual que tales libros lleven al ánimo de nuestra juventud, solicitada hoy por lecturas perniciosas de muy diverso y nada clásico linaje. No ignoro que en alguno de los líricos, y en estos mismos bucólicos (leidos en su original), y en Tibulo y Propercio, y áun en Horacio, hay pasajes y áun composiciones enteras, merecedoras de expurgarse é indignas de correr en manos de la juventud, aunque á los doctos siempre ha consentido su lectura la Iglesia propter elegantiam sermonis. Pero en cuanto á esto ya nos dió el grande Obispo de Cesaréa una regla prudente y segura: «No veis cómo las abejas eligen cuidadosamente las flores de donde han de extraer el zumo para formar la miel, y en unas se detienen más, en otras ménos?... Así hemos de hacer nosotros con los libros de los gentiles, si aspiramos á la verdadera sabiduría.»
Siguiendo este consejo, ha expurgado nuestro Ipandro los Bucólicos, quizá con rigor nímio (pero que se comprende bien en un varon constituido en tan alta dignidad eclesiástica), sacrificando íntegros el Oarystis y otros idilios, bajo el aspecto literario muy agradables, y suprimiendo en Bion hasta el beso de Vénus á Adónis, que por ser dado á un muerto ó moribundo, y en medio de una escena de lágrimas y duelo, en nadie puede despertar reminiscencias pecaminosas.
Ya ántes que yo ha defendido bizarramente á Ipandro otro insigne humanista americano, D. Miguel Antonio Caro, el que condujo á las orillas del Bogotá la musa de Virgilio. Él ha recordado la alta y generosa teoría del Dr. Newman (recientemente creado Cardenal)[1]: «La Religion y la cultura (dice Newman) son cosas distintas, si bien por afinidad estrecha andan juntas en el mundo. El Cristianismo ha venido á juntarlas en una sola, y á extenderlas sobre las naciones que constituyen lo que llamamos indistintamente mundo civilizado y mundo cristiano. No hay más que una cultura verdadera, como no hay más que una verdadera religion. Esa cultura tiene, humanamente hablando, sus apóstoles y sus libros canónicos. El primer apóstol es Homero; el primer libro canónico la Ilíada. Homero y Aristóteles son en el arte y en la ciencia los maestros de todas las generaciones y de todos los siglos.» Y no duda el piadosísimo Newman en establecer cierta manera de relacion y paralelo entre la influencia educadora de los clásicos y la del Evangelio.
Pero ¿á qué insistir más en esto, cuando nuestro sabio Pontífice ha encarecido recientemente la necesidad de marchar sobre las huellas de la grande escuela clásica?
Loor, pues, al obispo de Tamaulípas, que en medio de las fatigas del ministerio pastoral, allí mayores que en parte alguna, en vida errante y nómada, aquejado por los rigores del clima y expuesto á las pérfidas asechanzas de la impiedad y al odio de los malos, ni por un momento ha olvidado el culto de las Gracias
y en sus eternos viajes á cabalio por regiones casi desiertas, ha aliviado los ardores del sol tropical, poniendo en versos castellanos el viaje de Europa ó describiendo los umbrosos verjeles en que se celebraban las fiestas de Céres.
Y cuenta que el que tal hace es un prelado, á quien pocos igualan en episcopal actividad, tino y valor, como uno de sus compañeros, el Obispo de Panamá, en carta al Sr. Caro afirma. Quien tales cualidades posee, bien puede, con segura conciencia, creer que hace obra meritoria á Dios y á los hombres, procurando introducir el amor á lo bello en las artes y en la vida.
Pero ahora reparo que, ocupado en defender la escuela literaria de que es glorioso campeon Ipandro, y en que yo tambien, aunque sin gloria, milito, voy llegando al fin de este prólogo sin haber dicho casi nada del autor ni del libro. Afortunadamente, ni el uno ni el otro necesitan vanos encomios. Entre las pocas, poquísimas, buenas traducciones de poetas griegos que posee nuestra lengua, nadie negará á las de Ipandro uno de los primeros lugares. Y quien, aparte de su mérito absoluto, considere que fueron trabajo de pocos meses, interrumpido por otros mil cuidados, disgustos y ocupaciones, las tendrá de seguro por un esfuerzo prodigioso de facilidad y soltura. Es, sin duda, Ipandro helenista egregio y gallardo versificador, aunque en su trabajo se noten desigualdades. Y no podia ser de otra manera, tratándose de composiciones tan diversas entre sí en estilo y asunto como los idilios de Teócrito. El ingenio flexible y ameno del poeta siracusano pasaba sin violencia de una escena dramática y apasionada, al modo del bellísimo idilio de La Hechicera, á un cuadro de costumbres rústicas ó á una contienda de pastores: desde el canto amoroso del Cíclope hasta los épicos relatos del robo de Hílas y de los combates de Cástor y Pólux. Mézclanse en la coleccion de sus poesías escenas de comedia como Los Amores de Cinisca y Las Siracusanas, verdaderas odas como el Panegírico de Tolomeo, Las Gracias y el Elogio de Helena, legítimos ditirambos como el de las Bacantes. ¿Es fácil, por ventura, al traductor seguir los caprichosos giros de tan versátil Musa? Y sin embargo, el Ilmo. Móntes de Oca lo ha conseguido casi siempre. A mi entender, los trozos más felices de su traduccion y los más iguales en el estilo son los de carácter épico. Y no obstante, ¡qué elegancia reina en la mayor parte de las estrofas del Epitalamio de Helena y en los tercetos de Amarilis!
Dos maneras hay de traducir en verso á un poeta de la antigüedad: una y otra tienen ventajas é inconvenientes. Ó se calca el texto, en cuanto lo permite la diferencia de lenguas, sin amplificar ni desleir ni parafrasear nada, y para esto es forzoso traducir en verso suelto; ó se procura hacer una traduccion agradable áun á los profanos, y entónces cabe la paráfrasis y se tolera todo linaje de primores y aliños métricos. El Ilmo. Móntes de Oca está por el segundo de estos procedimientos: yo me inclino más al primero, pero respeto su opinion, y sobre todo me agradan sus versiones. No se asusta de leves infidelidades ni de dar á las cosas un color demasiado moderno, pero siempre es fiel al pensamiento: para popularizar los clásicos este es el modo de traducir más seguro. Entra tambien por algo en este sistema la facilidad y maestría de versificar, que es prodigiosa en el Obispo de Linares, y le hace buscar con predileccion las formas más estrechas y difíciles de la métrica castellana: octavas, tercetos, sonetos: nueva y pesada cadena sobre las muchas que el arduo oficio de traducir impone. Pero Ipandro es verdadero poeta, y sale airoso de todas las dificultades. La crítica más severa sólo hallará que censurar en tan gran número de versos alguno que otro prosaico ó duro y cierta redundancia de estilo. ¿Pero quién no perdonará ésto al lado de tanta facilidad, desenfado y armonía?
Justo es aplaudir sin tasa este maduro y sabroso fruto de la cultura mejicana, y ver en él, como en los trabajos virgilianos del Sr. Caro, la señal de un Renacimiento de las letras clásicas entre nuestros hermanos de América. ¡Cuánto consuela y regocija el ánimo que sea un Prelado de la veneranda Iglesia católica quien rija y acaudille este movimiento, que ojalá tenga secuaces en España!
- ↑ Lectures and Essays.