Poesías escogidas: Prólogo

Poesías escogidas de Gonzalo Zaldumbide
Prólogo

 Ni siquiera lo conocí. Pero leerlo es oírlo, y en su voz, persuasiva, penetrante, un son de confidencia nos retiene, más atentos al donde un alma que a la música de las estrofas. Mientras su canto aéreo tiembla en el silencio, el peso verdadero de sus palabras desciende en nosotros como en secreto, a los recónditos pozos del alma, donde se ocultan las últimas lágrimas, esas que nunca brotan ojos afuera y que ninguna felicidad agotaría jamás. Su precoz sentido de la vida, su triste presciencia del amor, de que su poesía está embebida toda, tal dejo tienen de esa amargura anterior y superior a todas nuestras vicisitudes, que alguna gota caída como al azar en un verso basta para dejarnos impregnados de pensativa melancolía. ¿Es otro el toque infalible de la poesía?

 Nunca lo vi. Pero de entre los poetas de mi tierra, que por entonces alzaban el orgullo de sus veinte años como un racimo de embriagueces a ellos solos reservadas, sólo en él se reconocía el signo del predestinado. Marcado estaba para un sino de gloria y duelo.

 Tris les Saturniens doivent souffrir et tels mourir... como en el poema verleniano.

 ¡La muerte! Ya la veréis cómo pasa y repasa, cómo revuela leda y se posa, familiar y meditabunda, en esos sus poemas fúnebres que parecen estremecerse al soplo del misterio con un murmullo de frondas nocturnas. Ya la oiréis cómo canta y llora, en ciertos versos tan cargados de desesperanza agorera, que se doblegan como negras ramas agobiadas de frutos letales. ¡La muerte! Fue su única novia en el alma. De su boca cinérea, el poeta niño esperaba el inasible beso con un cansancio de siglos. Ella le tentaba y se le esquivaba, con doble y alterna promesa. Hasta que él —¡a los veintiún años!— adelantose a la cita. Con su propia mano se cortó la vida como una vid marchita, y la ofrendó aun triste amor, o quién sabe a qué poder oscuro de la tierra o del ideal.

 Otro poeta, compatriota suyo, su hermano en angustia y en sueños, que le precedió, lo llamaba sin duda de los adentros como un guía dedálico. El ejemplo de Arturito Borja, que una clara mañana, allá en Quito, también se segó a sí mismo en la flor de su lozanía, ejerció indiscutiblemente un atractivo nefasto en su generación y la subsiguiente.- ¿Suicidios estéticos? ¿Tormentos imaginarios y actitudes literarias? ¿Rebeldías cobardes? ¿O acaso buceos desesperados en lo insondable? La rondea obsesora, apelante, de sombras fraternales: Acuña, José Asunción Silva, Dolores Veintemilla de Galindo, Teresa de la Cruz, otros tantos poetas menores en genio pero no en dolor, que enlazan la leyenda o la biografía, ¿no van ya formando so terra una cadena magnética?

 De entre sus inmediatos predecesores o compañeros, los que no sucumbieron al íncubo del suicidio, pedían más débiles o más consecuentes consigo mismo pedían a drogas nepénticas un ilusorio talento o una engañosa voluptuosidad: pronto murieron en vida para el espíritu o para el arte. De unos y otros, difícil juzgar a qué fatídica fuerza obedecían, muchachos urgidos por las turbiedades mal decantadas de su primavera impetuosa. Su época queda signada por más de tres cruces malditas. Para excusarla, necesario sería reconstruir el ambiente de aquellos años. No cabe en espacio tan reducido diseñar el paisaje espiritual de esa desolación. Tócame apenas recordar, muy a la ligera, una impresión personal, de testigo fraterno, aunque ya no cómplice.

 Entre 1910 y 1915, iban en la triste Quito, por esas calles que «se recuestan» y «se resbalan», seis o siete poetas mozos, contrastando el énfasis de sus melenas con la suma corrección del traje, y llevando, para mayor elegancia una alma atormentada y falsa. ¿Falsa? Quizás no. Falseada tal vez por exceso de muy reciente literatura, si bien ya tan connatural, que les daba a sí mismos, y aún a los demás, la ilusión de una suficiente sinceridad. Agitábalos líricamente un caos de aspiraciones estético-voluptuosas. Mas un solo anhelo brotaba en ellos como de fuente inexhausta: ¡salir del cerco de montañas, salir de ese rincón del mundo al mundo del arte, de la pasión, y la aventura literarias! Recitaban por todas partes como una Antífona un nostálgico soneto del poeta más puro y mejor de entre ellos, del doliente, fino y tan querido Ernesto Noboa Caamaño, el soneto de la partida sin rumbo cierto, del desorbitado afán. La literatura más exclusiva, la modernísima poesía, la sombría magia de la morfina, eran para ellos modo de expatriarse, de perder contacto con los demás y con la realidad, de segregarse del medio tenido por irremisiblemente inferior y bárbaro, y de barbarie sin prestigio alguno, pues la ya inventariada, o inventada por literaturas civilizadas, érales más de su agrado que las obras maestras de la cultura clásica, por lo demás ignoradas o preteridas con juvenil desenfado.

 A la verdad, en todas las ciudades de Hispanoamérica, la misma fiebre de novedad encendía las mismas nostalgias. Pero entre los cerros huraños era más álgida. Reconocí en ella mi ansiedad antigua, si bien ya me sentía inmune: ya había cerrado mi ciclo volviendo a la ineludible ley de los orígenes por la aceptación de los límites y el retorno consciente a lo primigenio, según la terapéutica de Barrés. Demasiado sabía yo, sin embargo, o más bien por lo mismo, que la fiebre aquella no se cura sino cediendo a todas sus tentaciones y llegando por saturación al desengaño fatal. No la contrariaba, pues, en mis amigos más jóvenes: antes bien dábales pábulo, suministrándoles lecturas y siguiéndoles conversaciones que cebaban su ardiente mal. Interrogábanme, agrandándolo todo con fascinada curiosidad, sobre «la cara Lutecia» de Rubén... Sabían que más de una noche había yo seguido, bulevar arriba, aunque sin formar parte de la cohorte, como simple espectador desconocido pero apasionado, a Moceas, cuando regresaba, a pie del Café Vachette a Montrouge, escoltado por vocinglera pléyade de poetas, postrer estela del bajel fantasma del Simbolismo.

 Así vivían como suspensos de los espejismos de allende montes y mares. Turbados por tan íntimos sortilegios, ¿cómo podrían mantenerse, sino inconformes, no ya tan sólo dentro del estrecho marco natal, pero ni siquiera en comunión resignada con la simple condición humana de su destino?

 Al volver de Europa -(es de Europa de donde se suele descubrir a América, y no sólo América: se descubre también el terruño)- volvía yo como enamorado de la ternura del nativo valle. Y traía un fervor de neófito por «lo nuestro». Era una especie de remordimiento y como un deseo de reparación, forma efusiva del amor tardío. Hubiera, pues, querido hallar, en esos hermanos menores del llano y de la montaña, vueltos a ver con ojos más candorosos, aunque más expertos que los duros ojos antiguos, igual apego a lo propio, igual asombro ante lo cotidiano, y la convicción de que, para renuevo de la sensibilidad literaria y remozamiento de toda actividad espiritual, lo único era buscar la expresión artística de tanta hermosura rústica aún no revelada y que guardaba sólo su toque para ennoblecerse e instaurar una tradición genuina. Pero todos ellos se negaron a la conversión saludable. Preferían seguir enfermos de exquisitos males. Y no hicieron de mi regreso sino amistoso motivo de compadecerme por haber vuelto a caer en el hondón de tedio en que ellos se consumían de ansias inútiles. Vano el pensar calmarlos o disuadirlos. Lo que querían era libertarse, fugar, ser otros. Y pensé: si se les acusa de falsedad al preferir marquesas y trianones que no conocen, más falsos fueran al cantar geórgicas que desdeñan. Se ve ahí el escollo del americanismo, a menudo más insincero que el arte de importación, importado como todo lo que constituye nuestro aprendizaje de civilizados. Lo más deseable era, pues, a mi ver, que se preservasen como pudiesen de los modelos inasimilables, de los remedos grotescos y del mal gusto. Luego volverían, de suyo, ellos mismos a los poetas de la generación surgente, a la medida adecuada, a su verdad.

 Y he ahí, en efecto, que de repente, con innata y como instintiva pureza clásica, un poeta, y muy moderno de noción, de acento y de sentimiento, depura, resume el esfuerzo de sus precursores y compañeros, da el diapasón esperado.

 Cual si presintiese que sus ricas mieles no podrían cuajar lentamente al breve sol de sus días, asomó Medardo Ángel Silva trayendo, como bienhadada compensación, un tempranísimo temple de madurez y de plenitud. Juntaba en haz armonioso y sobrio la inquietud de los más aguzados anhelos de Arturo Borja -(que quizá sí se mató por salvar su ideal y su orgullo, adolorido por la convicción de ser inferior a su empeño)- al gusto pávido y sugerente del nictálope Humberto Fierro (¿por qué habrá callado?), la de veras desgarrada sinceridad de Noboa a los arranques de mística mansedumbre de su amigo Egas. Todas las búsquedas de imágenes y ritmos de su grupo y de los anteriores, lógralas él de pronto; y llévale a todo su vena, honda y fácil, pródiga y certera.

 Una semejanza, empero, domina todas sus afinidades. Su alma, su íntimo ritmo, su don supremo, son de la estirpe del mejor Darío, del Darío otoñal, y no ya el del otoño decorativo de su Versalles doliente, sino el de la vendimia de su corazón, el de los «negros racimos» que estruja una epicúrea melancolía en el lagar de las postrimerías.

 Versos, estrofas, poemas hay de Medardo Ángel Silva que bien pudieran pasar por inéditos de Darío. Y no lo digo para insinuar que haya allí indicio de mimesis ni que se trate de imitación inconsciente, sino para ensalzar una resonancia que denota la pureza del cristal herido. Dos voces de timbre acorde han modulado quejas parecidas ante la misma visión del mundo, visión creada por el uno, reflejada por el otro, es cierto, pero que gracias a la diafanidad del reflejo pueden confundirse, como el cielo invertido del lago continúa el del horizonte. Cuando en Silva repercute un eco del Darío de su devoción, un acento entrañable delata cómo ha hecho suya la emoción primera; se ve al poeta sincero, filialmente sumiso al dictado del Padre y Maestro. Sin Darío, problemática habría sido la aparición del tropical silvano. Pero cabe decir que, a su edad, pocos poemas nos dio Darío que parecieran tan definitivos como éstos en que su epígono ha hecho reverdecer sus opimos pámpanos.

 De no existir Darío, en Moréas habría hallado Silva su piedra filosofal. La rotundidad henchida de pensamiento airoso y melancólico, la acompasada gravedad del ritmo, la austera y dulce sobriedad de las Stances, hallan parangón en las estancias del discípulo meditativo. Son sus mejores poemas, éstos cuyas dos estrofas van paralelas hacia lo infinito. En la monótona simetría de los cuartetos gemelos como el amor y la muerte, que evocan el dilema inflexible y universal del destino, encerraba con holgada parsimonia un aliento largo, y en el previsto balanceo del sentimiento poético hallamos como la sístole y diástole que hinchan y desahogan una emoción perdurable.

 No llegó a publicar sino un solo libro: El árbol del Bien y del Mal. Parvo librito en el que hay de todo. Editado allá en Guayaquil, circuló poco en América, más suscitando por dondequiera ese rumor de asombro, que se levanta al paso de un poeta, aún en la muchedumbre: ya un enjambre de estrofas suyas vuela en el bordoneo de las guitarras. Porque hay de todo en su libro, pero hay sobre todo un alma.

 Diolo a luz poco antes de cortar como un nudo aciago el hilo de su vida. Me acuerdo que leía yo aquí en París, sin que ninguna telepatía me lo advirtiese, el ejemplar que me había mandado con una carta serena: leíalo acaso el día en que sus amigos regresaban solos del cementerio. Sin presentir el lejano drama, el lápiz sensible y pronto a la emoción de la primera lectura, iba señalando como las más bellas, porque quizás las más hondas, las estrofas que la obsesión de la muerte cubre como un dombo oscuro, como un cielo grávido. Atento al don literario y a la promesa de porvenir que encerraban esos poemas, sólo quería ver en su desencanto, en la fatiga precoz de su tedio noble, antes que el halo infausto de un hado próximo, una escogida actitud de efebo que me recordaba, no sé por qué, aquel Genio Fúnebre de la Grecia antigua descrito por Saint Victor: «C'est un bel adolescent qui s'appuie à un arbre ou à une colonne, les mains croisées sur sa tête: son pied foule mollement une torche éteinte». Pero la sombra que pasa en susurrantes vuelos, insistía como una oscura amonestación. Surgían sus anhelos de paz letea, burbujas del ignoto fondo fatídico, como presagiosos estremecimientos, hasta la sobrehaz del alma, en un calofrío como el que eriza la piel al llanto de los violines.

 A poco supimos el desenlace. El ánimo penseroso ante la muerte enigmática, siente agrandarse, desmesurarse ultratumba, la voz del persistanatos en que no creímos. Tal evidencia superflua pero irrevocable, aumentó nuestro pesar de no haberle tributado a tiempo nuestra admiración augural e inquieta. El elogio póstumo se cubre el rostro como una plañidera inútil.

 ¿Por qué, si llevaba en el alma la música planetaria de los poetas; no hizo de ella su íntimo universo, su razón de ser; aislándose en la invulnerable soledad del hombre que piensa y crea? Su canto hubiérale redimido, canto libertado y libertador, como un laude dannunziano. Su juventud lo ofuscó. Lo mató su juventud. La juventud nunca pudo serle la edad dichosa. Y salvo en quienes no es otra cosa que jocunda plétora; animal, retozos de bestezuela por el campo en flor, la juventud no es la verdad sino esta espera inapaciguable de no se sabe qué dicha, que sólo sirve a desalojarnos de lo poseído, en pos de otra y otra cosa; es sólo ansiedad, urgencia, orgullo insatisfecho, y ávido. Mientras ardiendo y piafando se quema en vano, todo le es acicate y por lo mismo herida, y de deseo en deseo, va su jadear sin reposo, tras el espejismo de la mujer que sonríe sin comprender, tras el propio yo que nos ilude como un extraño.

 Cuentan que un día fue a un baile llevando un Kempis en el bolsillo y que mientras las parejas revoloteaban, él se puso a leer en una ventana los consejos del deshacimiento de lo terreno. Sin hacer hincapié en la pose de poner así de manifiesto el contraste que tantos llevamos, tácito y punzante como un cilicio bajo nuestro frac de mundanos, vemos en su gusto acerbo por las cenizas de la imitación el principio de lo que acaso pudo salvarlo. Comprendía posible la dicha en la melancolía y vencida ya del desprendimiento, acompañada en sordina por el sabio rumiar del cansancio. Música de recuerdos y filosofía la suya; no algarabía madrugadora de ilusiones que han de callar a la hora de la verdad meridiana.

  Que ya no tienta al alma mía
  dulce mirar o labio pulcro:
  yo pienso en el tercero día
  de permanencia en el sepulcro.

 Mas no quiso sin duda envejecer prematuramente, cubriendo de ceniza y velos su alarde iluso. Azarosa, triste lejanía le pareció la de serenarse en el renunciamiento. No halló a su mal de juventud otro remedio que ese, alucinante y negro. Mezcló el tósigo de los libros al de la vida, y acalló un corazón melodioso, porque sólo se complacía en la belleza de los naufragios.