Poema humilde
Lo que voy a contaros es tan vulgar, que ya no pertenece a la poesía, sino a la bufonada en verso: ni al arte serio, sino a la caricatura grotesca, de la cual diariamente hace el gasto. Sed indulgentes y no me censuréis, porque donde suele verse risa he visto una lágrima.
Lo que voy a contaros son los amoríos del soldado y la criada de servir. Se querían desde la aldea, donde ambos nacieron; y cuando, después de haber destripado terrones toda la semana, las noches de los sábados salían los mozos de parranda y broma, cantando y exhalando gritos retadores, Adrián siempre echaba raíces en la cancilla de Marina, y Marina no se despegaba de la cancilla para dar palique a Adrián. Las tardes de los domingos, al armarse el bailoteo sobre el polvo de la carretera, la pareja de Adrián era Marina, y que nadie se la viniese a disputar; y al celebrarse la fiesta patronal, sentados juntos en la umbría de la tupida «fraga» -mientras la gaita y el bombo resonaban a lo lejos, doliente y quejumbrosa la primera, rimbombante y triunfador el segundo-, Marina y Adrián callaban como absortos en el gusto de allegarse, aletargados de puro bienestar. Sólo al anochecer, hora de regreso a sus casitas por los caminos hondos, Adrián, despidiendo un suspirote, soltaba el brazo con que tenía ceñida solapadamente la cintura maciza y redonda de su rapaza.
En bodas no se pensaba aún, porque Adrián iba a entrar en quintas; pero, entre dos estrujones de talle más recios, se había convenido en que, si «le caía la suerte» a Adrián, se casarían al cumplir. Vino, por fin, el sorteo, y tocóle al mozo «servir al rey»; todas las gestiones, empeños y tentativas de soborno del padre de Adrián para que a su hijo le declarasen inútil, fracasaron; en tiempo de guerra se hila muy delgadito, y con las comisiones mixtas, en que entran militares, no hay sutilezas que valgan. Adrián salió a presentarse en el cuartel, y a las dos semanas se marchaba de la aldea Marina, admitida de criada «para todo» en casa de unas señoras solteronas, maniáticas de limpieza, que por treinta reales mensuales la tenían dieciséis horas con el estropajo empuñado o la escoba en ristre. ¡Marina se añoraba tanto!
Acordábase sin cesar del fresco pradito en que apañaba hierba o apacentaba su vaca roja; del soto, en que recogía erizos; del maizal, cuyas panochas segaba riendo; le faltaban aire y luz en el zaquizamí donde dormía, y en la cocina angosta y enrejada en que fregaba pucheros y cazos; y muchas veces soltando el «molido» o el medio limón, dejaba caer los brazos, cerraba los ojos y se veía allá, donde el humo del horno, a guisa de fino velo de tul gris, envuelve la cabaña, a cuya puerta juegan los hermanillos... Mas todo lo olvidaba el domingo, cuando en el gran paseo poblado de árboles, al metálico son de la charanga, daba vueltas y vueltas acompañada de Adrián, que empezaba a acostumbrase a llevar su uniforme de Infantería. Cada domingo se decían lo mismo al tiempo de encontrarse, y al agarrase los dedos, riendo con gozo pueril:
-¡Cómo branqueas, Mariniña!
-¡Y tú qué branco te tornas!
Y era que, en efecto, el ambiente tasado y viciado de la ciudad iba robando a sus caras el tono atezado y rojizo, la sana y dura encarnación campesina:
-¡Cómo branqueas!
-¡Qué branco!
Con tal que no se llevasen a la guerra a su mozo, Marina no se quejaba; trabajaba lo mismo que una negra, frotaba sin descanso cubiertos, cazos y herradas, barría suelos y aporreaba muebles a fin de que todo reluciese como el oro, y no la castigasen quitándole su salida de los domingos en que la obsequiaba con cinco céntimos de barquillos el soldado. Lo peor es que «aquello» de la guerra tenía que venir, y vino; se necesitaba más gente allá en la tragona isla que ya había devorado tantos millares de cuerpos jóvenes y vigorosos, como el horrible «lupus» dicen que devora la carne fresca que le aplican. ¡Más gente! Allí estaba en la bahía el hermoso barco, aguardando su carga, pronto a zarpar, calentado ya sus enormes calderas, cuya sorda actividad estremecía ligeramente el casco cual se estremece el corcel de batalla al olfatear la sangre...
Y se llevaron a Adrián y también a los otros. Marina, sin acordarse del regaño que la esperaba en casa, se pasó la tarde entera plantada en el muelle, aguardando a la tropa. Al parecer Adrián, se le colgó del cuello, dándole un abrazo insensato y muchos besos húmedos de lágrimas, piadosos, sin malicia ni impureza. Al desviarse el soldado, Marina le puso en la mano un papelico que contenía noventa reales -la soldada de un trimestre, el precio de tantas fregaduras-, y en un pañuelo atado, dos camisas gordas y media docena de calcetines baratos, porque ella había oído que en la guerra los militares andan desnudos y descalzos -«¡pobriños!»-. Aquello pasó entre el desorden y el bullicio del embarque, el «chin chin» de la música, las oleadas del gentío que llenaba el Espolón; y Adrián, queriendo conservar su entereza, por no deslucirse ante los compañeros de armas, balbució: «Te non aflijas, Mariniña, que hamos de tornar pronto...»
Después de la marcha de Adrián, bien desearía Marina volver a su aldea, a su vaca, al prado y a la fuente donde charlan las comadres..., pero no podía ser, no; había que esperar la vuelta de la tropa, que ya no tardaría; según los que leían papeles, se andaba trabajando en «meter paz»..., aunque otros papeles aseguraban que lo de «meter paz» iba para largo. Por si acaso, Marina quieta allí, con el muelle a dos pasos de casa, siempre concurrido de gente de mar, que sabe noticias de la isla, que compra los diarios y que se presta a enterar a una infeliz a quien le estorba lo negro... Ellos, los marineros, se encargaban de soletrarle a Marina las cartas de Adrián, muy optimistas, contando que estaban tan gordos y habían comido gallina y unas frutas que saben a gloria, y tomado café fino a cuenta del mambis, y bebido licor, y fumado un tabaco de olé. Cinco fueron las cartas en cuatro meses; de pronto cesaron, y Marina no dudó ni un instante de que Adrián estaba enfermo, muy enfermo; no difunto, pues por las gestiones de un tendero de ultramarinos donde compraba, había averiguado que oficialmente no «era baja» Adrián. «No ser baja quiere decir estar vivo, mujer», explicaba con suficiencia el tendero.
Por aquellos días empezaron a arribar al puerto buques-hospitales, cargados de enfermos y de moribundos. Daba compasión presenciar el desembarco. Arrastrándose o en camillas; pálidos, con la palidez mortecina de la anemia profunda; cárdenos los labios, apagados los ojos, los vencidos por el clima tenían aún fuerzas para sonreír a la tierra natal, al dulce sol peninsular que calienta y no consume, al aire oxigenado y fresco que no columpia gérmenes de infección en sus diáfanas ondas. Dilataban las pupilas para mirar el caserío níveo, las galerías de cristales, la muchedumbre amiga que los atiende y los recibe apiadada de tanto sufrir..., y les parecía mentira estar otra vez en la España buena, en la que todavía tiene una bandera sola y un solo corazón para los que la defienden. Marina, aunque no entendía jota de eso de la patria, no perdía ni una arribada de buque; porque, ¿quién sabe...?
Y era a cada paso más doloroso el espectáculo que a tales arribadas seguía. Cada nueva hornada traía gente más exhausta; a cada barco aumentaba el número de camillas y disminuía el de los soldados que se dirigían al hospital o al sanatorio por su pie. Una mañana cundió la voz de que acababa de entrar en bahía un buque, tripulado únicamente por cadáveres. Singular parecerá, y lo es, sin duda, el que en los puertos se diga de antemano en qué estado viene el buque que todavía no fondó, y, sin embargo, los que en el puerto de mar han vivido saben que ocurre este fenómeno. Noticias muy tristes corrían acerca del estado del Oceanía, y la imaginación popular, en pocas horas, creó la siniestra leyenda, con sabor germánico, de una embarcación sin otra carga que muertos -buque fantasma, ataúd flotante a merced de las olas-. El muelle rebosaba de curiosos, y a Marina le costó un triunfo abrirse paso. La empujaban, la magullaban, la pellizcaban algún chusco sin entrañas, de esos que en la ocasión más grave alardean de buen humor; pero ella consiguió al fin situarse en primera fila, en sitio preferente, al paso de los enfermos que iban ocupando las camillas. La leyenda tenía fundamento; aquellos no eran enfermos, sino cuerpos inertes, sin movimientos y, al parecer, sin vidas.
Batidos y zapateados durante toda la travesía por furioso temporal, los que no habían sucumbido ni descansaban ya en el fondo de los mares, venían exánimes, lacios, rotos, hechos trizas, en síncope bienhechor, que les impedía darse cuenta de su estado. Su cabeza oscilaba, sus manos colgaban, su respiración era insensible, y hubo dos que, al ser depositados en la camilla, hicieron un movimiento; revolvieron un instante las pupilas... y después las cerraron para la eternidad.
Hacia una de esas camillas se arrojó una rapaza, chillando, llorando a voces, como se llora en la aldea, y mesándose los cabellos. Marina acababa de reconocer a su Adrián... y cuenta que para ello bien se necesitaba la ojeada infalible del amor, que es la misma en todas las clases sociales, la misma en la pobre criada de servir que en la reina. Marina había reconocido a su mozo en aquel agonizante que expiraba al beber el primer aliento, la primera brisa cariñosa de la costa nativa...; y ahora sí que podía exclamar la aldeanilla, ante el rostro exangüe dormido sobre el cabezal:
-¡Qué branco!