​Platero y yo​ de Juan Ramón Jiménez
XXXIX
XL


Aglae
¡Qué reguapo estás hoy, Platero! Ven aquí.. ¡Buen jaleo te ha dado esta mañana la Macaria! Todo lo que es blanco y todo lo que es negro en ti luce y resalta como el día y como la noche después de la lluvia. ¡Qué guapo estás, Platero!
Platero, avergonzado un poco de verse así, viene a mí, lento, mojado aún de su bañio, tan limpio que parece una muchacha desnuda. La cara se le ha aclarado, igual que un alba, y en ella sus ojos grandes destellan vivos, como si la más joven de las Gracias les hubiera prestado ardor y brillantez.
Se lo digo, y en un súbito entusiasmo fraternal, le cojo la cabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón, le hago cosquillas... El, bajos los ojos, se defiende blandamente con las orejas, sin irse, o se liberta, en breve cocrer, para pararse de. nuevo en seco, como un perrillo juguetón.
—Qué guapo estás, hombre!—le repito.
Y Platero, lo mismo que un niño pobre que estrenara un traje, corre tímido, hablándome, mirándome en su huida con el regocijo de las orejas, y se queda haciendo que come unas campanillas coloradas, en la puerta de la cuadra.


Aglae, la donadora de bondad y de hermosura, apoyada en el peral que ostenta triple copa de hojas, de peras y de gorriones, mira la escena sonriendo, casi invisible en la transparencia del sol matinal.