Los húngaros


Míralos, Platero, tirados en todo su largor, como tienden los perros cansados el mismo rabo, en el sol de la acera.
La muchacha, estatua de fango, derramada su abundante desnudez de cobre entre el desorden de sus andrajos de lanas granas y verdes, arranca la hierbaza seca a que sus manos, negras como el fondo de un puchero, alcanzan. La chiquilla, pelos toda, pinta en la pared, con cisco, alegorías obscenas. El chiquillo se orina en su barriga como una fuente en su taza, llorando por gusto. El hombre y el mono se rascan, aquél la greña, murmurando, y éste las costillas, como si tocase una guitarra.
De vez en cuando, el hombre se incorpora, se levanta luego, se va al centro de la calle y golpea con indolente fuerza el pandero, mirando a un balcón. La muchacha, pateada por el chiquillo, canta, mientras jura, desgarradamente una desentonada monotonía. Y el mono, cuya cadena pesa más que él da una vuelta de campana y luego se pone a buscar entre los chinos de la cuneta uno más blando.
Las tres... El coche de la estación se va, calle Nueva arriba. El sol, solo.
—Ahí tienes, Platero, el ideal de la familia de Amaro...
Un hombre como un roble, que se rasca; una mujer, como una parra, que se echa; dos chiquillos, ella y él, para seguir la raza, y un mono, pequeño y débil como el mundo, que les da de comer a todos, cogiéndose las pulgas.