Platero y yo/XXII
- Retorno
- Veníamos los dos, cargados, de los montes: Platero, de almoraduj; yo, de lirios amarillos.
- Caía la tarde de abril. Todo lo que en el poniente había sido cristal de oro, era luego cristal de plata, una alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue cual un zafiro transparente, trocado en esmeralda. Yo volvía triste...
- Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto monumental. Parecía, de cerca, como una Giralda vista de lejos, y mi nostalgia de ciudades, aguda con la primavera, encontraba en ella un consuelo melancólico.
- Retorno... ¿Adónde? ¿De qué? ¿Para qué? Pero los lirios que venían conmigo olían más en la frescura tibia de la noche que se entraba; olían con un olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse la flor, flor de olor sólo, que embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra solitaria.
- —¡Alma mía, lirio en la sombra!—dije. Y pensé, de pronto, en Platero, que aunque iba debajo de mí, se me había, como si fuera mi cuerpo, olvidado.