Lipiani


Echate a un lado, Platero, y deja pasar a los niños de la escuela.
Es jueves, como sabes, y han venido al campo. Unos días los lleva Lipiani a lo del padre Castellano, otros al puente de las Angustias, otros a la Pila. Hoy se conoce que Lipiani está de humor, y, como ves, los ha traído hasta la Ermita.
Algunas veces he pensado que Lipiani te deshombrara —ya sabes lo que es desasnar a un niño, según palabra de nuestro alcalde— , pero me temo que te murieras de hambre. Porque el pobre Lipiani, con el pretexto de la hermandad en Dios, y aquello de que los niños se acerquen a mí, que él explica a su modo, hace que cada niño reparta con él su merienda, las tardes de campo, que él menudea, y así se come trece mitades él solo.
¡Mira qué contentos van todos! Los niños, como corazonazos mal vestidos, rojos y palpitantes, traspasados de la ardorosa fuerza de esta alegre y picante tarde de octubre. Lipiani, contoneando su mole blanda en el ceñido traje canela de cuadros, que fue de Boria, sonriente su gran barba entrecana con la promesa de la comilona bajo el pino... Se queda el campo vibrando a su paso como un metal policromo, igual que la campana gorda que ahora, callada ya a sus vísperas, sigue zumbando sobre el pueblo como un gran abejorro verde, en la torre de oro desde donde ella ve la mar.