LXX
LXXII
Tormenta


Miedo. Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio... El amor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los ojos. Más silencio...
El trueno, sordo, retumbante, interminable, como un bostezo que no acaba del todo, como una enorme carga de piedra que cayera del cenit al pueblo, recorre, largamente, la mañana desierta. (No hay por dónde huir.) Todo lo débil —flores, pájaros— desaparece de la vida.
Tímido, el espanto mira, por la ventana entreabierta, a Dios, que se alumbra trágicamente. Allá en Oriente, entre desgarrones de nubes, se ven malvas y rosas tristes, sucios, fríos, que no pueden vencer la negrura. El coche de las seis, que parecen las cuatro, se siente por la esquina, en un diluvio, cantando el cochero por espantar el miedo. Luego, un carro de la vendimia, vacío, de prisa.
¡Angelus! Un Angelus duro y abandonado solloza entre el tronido. ¿El último Angelus del mundo? Y se quiere que la campana acabe pronto o que suene más, mucho más, que ahogue la tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y no se sabe lo que se quiere...
(No hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos. Los niños llaman desde todas partes...
—¿Qué será de Platero, tan solo en la indefensa cuadra del corral?