Platero y yo/CXVIII
- El invierno
- Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve. Y las últimas flores que el otoño dejó obstinadamente prendidas a sus ramas exangües, se cargan de diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de cristal, un Dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se queda mustia y triste, igual que la mía.
- El agua debe ser tan alegre como el sol. Mira, si no, cuál corren felices, los niños, bajo ella, recios y colorados, al aire las piernas. Ve cómo los gorriones se entran todos, en bullanguero bando súbito, en la yedra, en la escuela, Platero, como dice Darbón, tu médico.
- Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones. Mira cómo corre las canales del tejado. Mira cómo se limpian las acacias, negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna a navegar por la cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre la yerba. Mira ahora, en este sol instantáneo y débil, cuán bello el arco iris que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a nuestro lado.