Plácido
Tranquila el alma, la mirada quieta,
inocente, sin miedo y resignado,
llega al suplicio, a muerte condenado,
el gran mestizo, Plácido el poeta.
Rota la lira que cantó discreta
las glorias de su pueblo infortunado,
yace bajo las plantas de un soldado
que ni talento ni virtud respeta.
Ya cae el buen cubano sin mancilla;
Dios no ha escuchado su dolor profundo
por más que le invocara en la capilla.
Pero del genio que brillo fecundo
aún repite la voz en nuestra Antilla:
¡Ay, que me llevo en la cabeza un mundo!