Pipá de Leopoldo Alas
Capítulo V


Había terminado la fiesta. Pipá oía desvanecerse a lo lejos el ruido de los coches que devolvían a las familias respectivas todo aquel pequeño gran mundo en que el pillete de la calle de Extremeños había brillado por dos o tres horas. Irene le había tenido todo el tiempo a su lado; para él habían sido los mejores obsequios. De tanto señor vestido a la antigua española, de tantas damas con traje de corte que bien medirían tres cuartas y media de estatura, de tanto guerrero de deslumbrante armadura, de tanta aldeana de los Alpes, de tantos y tantos señores y señoras en miniatura, nadie había podido llamar la atención y el aprecio de la mona del Palacio consagrada en cuerpo y alma a su máscara, al fantasma que la tenía dominada por el terror y el misterio. Pipá había estado muy poco comunicativo. Cuando se llegó al bufet, repartió subrepticiamente algunos pellizcos entre algunos caballeros que se atrevieron a disputarle los mejores bocados y el honor lucrativo de acompañar a Irene. -¿Quién es esa máscara? ¿De qué viene vestido ese?-. A estas preguntas de los convidados, Irene sólo respondía diciendo: -¡Es mío, es mío!

Aunque Pipá no simpatizó con aquella gente menuda, cuya debilidad le parecía indigna de los ricos trajes que vestían, y más de las hermosas espadas que llevaban al cinto, sacó el partido que pudo de la fiesta, aprovechando el favor de la señora de la casa. Comió y bebió mucho, se hartó de manjares y licores que nunca había visto y se creyó en el cielo del Dios bueno, al pasear triunfante al lado de Irene por aquellos estrados, cuyo lujo le parecía muy conforme con los sueños de su fantasía, cuando oyera contar cuentos de palacios encantados, de esos que hay debajo de tierra y cuya puerta es una mata de lechugas que deja descubierta la entrada a la consigna de: ¡ábrete Sésamo!

Concluido el baile, Irene yacía en su lecho de pluma, fatigada y soñolienta, acompañada de Pipá y de la marquesa. Julia, inclinada sobre la cabecera hablaba en voz baja, casi al oído de la niña. Pipá del otro lado del lecho, vestido aún con el fúnebre traje de amortajado, tenía entre sus manos una diminuta y blanca de la mona, que, hasta dormir, quería estar acompañada de su muñeco de movimiento. No habría consentido Irene en acostarse sino previa la promesa solemne de que Pipá no saldría de su casa aquella noche, dormiría cerca de su alcoba y vendría muy temprano a despertarla para jugar juntos al día siguiente y todos los días en adelante. La marquesa, previo el consentimiento de Pipá, prometió lo que Irene pedía, y con estas condiciones se metió la niña en el lecho de ébano con pabellón blanco y rosa. Pipá, en pie, se inclinaba discretamente sobre el grupo encantador que formaban las rubias cabezas mezclando sus rizos; Irene tenía los ojos fijos en el rostro de su madre, y su mirada tenía todo el misterio y toda la curiosidad mal satisfecha con que antes la vimos fija en la luna. Pipá miraba la cama del pabellón con ojos también soñadores. Julia contaba el cuento de dormir, que aquella noche había pedido Irene que fuese muy largo, muy largo, y muy lleno de peripecias y cosas de encanto. Los párpados de la niña que parecían dos pétalos de rosa se unían de vez en cuando, porque iba entrando ya Don Fernando, como llamaba la madre al sueño, sin que yo sepa el origen de este nombre de Morfeo. Pero el pillete, acostumbrado a trasnochar, más despierto con las emociones de aquella noche, y de veras interesado con la narración de Julia, oía sin pestañear, con la boca abierta; y aunque cazurro y socarrón y muy experimentado en la vida, niño al fin, abría el alma a los engaños de la fantasía y respiraba con delicia aquel aire de lo sobrenatural y maravilloso, natural alimento de las almas puras, jóvenes e inocentes.

El placer de oír cuentos era de los más intensos para Pipá; suspendiose en él toda la malicia de sus pocos pero asendereados años, y quedaba sólo dentro del cuerpo miserable su espíritu infantil, puro como el de la misma Irene. La fantasía de Pipá tenía más hambre que su estómago; Pipá apenas había tenido cuentos de dormir al lado de su cuna; esa semilla que deja el amor de las madres en el cerebro y en el corazón, no había sido sembrada en el alma de Pipá. Tenía doce años, sí, pero al lado de Irene y Julia, que gozaban el misterioso amor de la madre y el infante, era un pobre niño que gozaba con delicia de los efluvios de aquel cariño de la cuna, que no era suyo, y al que tenía derecho, porque los niños tienen derecho al regazo de la madre y él apenas había gozado de esta vida del regazo. De todo cuanto Pipá había visto en el palacio nada había despertado su envidia, pero ante aquel grupo de Julia e Irene besándose a la hora de dormirse el ángel de la cuna, Pipá se sintió sediento de dulzuras que veía gozar a otros, y hubiérase de buena gana arrojado en los brazos de la marquesa pidiéndole amor, caricias, cuentos para él. En el cuento de aquella noche había, por supuesto, bailes de máscaras celebrados en regiones encantadas, servían los refrescos las manos negras, que siempre hacen tales oficios en los palacios encantados, las mesas estaban llenas de riquísimos manjares, especialmente de aquellos que a Irene más le agradaban, y era lo más precioso del caso que los niños convidados podían comer a discreción y sin ella de todo, sin que les hiciese daño. Irene insinuó a su madre la necesidad de que Pipá anduviese también por aquellas regiones.

Y decía Julia: -Y había una niña muy rubia, muy rubia, y muy bonita, que se llamaba Irene -Irene sonreía y miraba a Pipá con cierto orgullo-, que iba vestida de señora de la corte de Luis XV, con un traje de color azul celeste... -¿Y con pendientes de diamantes? -Y con pendientes de diamantes. -¿Y había una máscara que se llamaba Pipá? -preguntaba Irene. -Y había un Pipá vestido de fantasma.- Aquí era Pipá el que sonreía satisfecho...

Después de ver pasar a los personajes del cuento por un sin número de peripecias, Irene se quedó dormida sin poder remediarlo. -Ya duerme -dijo la marquesa, que enfrascada en sus invenciones, que a ella misma la deleitaban más de lo que pudiera creer, no había sentido al principio que la niña estaba con los angelitos. Pipá volvió con tristeza a la realidad miserable. Suspiró y dejó caer blandamente la mano de nieve que tenía entre las suyas. -¿Verdad que es muy hermosa mi niña? -dijo Julia que se quedó mirando a Pipá con sonrisa de María Santísima, como la calificó el pillete para sus adentros. El amortajado miró a la marquesa y atreviéndose a más de lo que él pensara, en vez de contestar a la pregunta hizo esta otra: -¿Y qué más? -era la frase que acababa de aprender de labios de Irene; en aquella frase se pedía indirectamente que el cuento se prolongase.

Y Julia, llena de gracia, inflamada en dulcísima caridad, de esa que trae a los ojos lágrimas que deposita en el corazón Dios mismo para que nos apaguen la sed de amor en el desierto de la vida, Julia, digo, hizo que Pipá se sentara a sus pies, sobre su falda, y como si fuese un hijo suyo besole en la frente, que ya no tapaba la careta de calavera; y eran de ver los pardos ojos de Pipá, puros y llenos de visiones que los hacían serios, siguiendo allá en los espacios imaginarios las aventuras que contaba la marquesa.

¡Aquello sí que era el cielo! Pipá se creía ya gozando del Dios bueno, y para nada hubiera querido volver a la tierra, si no hubiera en ella... pero dejemos que él mismo lo diga.

Fue el caso que la marquesa, loca de imaginación en sus soledades, y sola se creía estando con Pipá, continuó el cuento de la manera más caprichosa. Aquel Pipá y aquella Irene del palacio encantado, crecían, ella se hacía una mujer hermosa, poco más o menos de las señas de su madre. -¿Más bonita que V.? -preguntaba Pipá dando con esto más placer a la marquesa del que él ni ella pensaban que pudiera dar tal pregunta. -Sí, mucho más bonita-. Y para pagar la galantería, Julia se figuraba que el Pipá hecho hombre era un gallardísimo mancebo, y procuraba que conservara aquellas facciones que en el pillastre eran anuncio de varonil belleza... ¡Qué extraña casualidad había juntado el espíritu y las miradas de aquellos dos seres que parecían llamados a no encontrarse jamás en la vida! La imaginación de Pipá, poderosa como ninguna, una vez excitada, intervino en el cuento y la narración se convirtió en diálogo. -Irene tiene castillos, y muchos guerreros que son criados -decía Julia. -Y Pipá -respondía el interesado- es un caballero que mató muchos moros, y le hacen rey...-. Y así estuvieron soñando más de media hora el pillastre y la marquesa. Mas ¡ay!, precisamente al llegar al punto culminante de la fábula, a la boda de la castellana Irene y del rey Pipá, este interrumpió el soñar, hizo un mohín, se puso en pie y dijo con voz un poco ronca, truhanesca, y escupiendo, como solía, por el colmillo:

-Yo no quiero ser rey, voy a ser de la tralla.

-¡De la tralla! -Sí, zagal de la diligencia grande de Castilla. -Pero hombre, entonces no vas a poder casarte con Irene. -Yo quiero casarme con la Pistañina. -¿Quién es la Pistañina? -La hija del ciego de la calle de Extremeños. Esa es mi novia......