Piedras que ruedan


Desde los tiempos de Rosas estaba aquerenciada la familia de Morales en la costa del Salado. Al abuelo -por quién sabe qué servicios de subido rojo federal- le habían prometido la propiedad de una suerte de estancia, en los mismos pagos donde poblara. Y poniendo término con esa esperanza a los azares de la vagabunda peregrinación que, de generación en generación, había hecho subir paulatinamente del sur al norte a su familia de nómadas atávicos, se había clavado allí.

¡Voluntarias las lomas del Salado!, en las cercanías de Chascomús, donde, ni en tiempo de sequía, dejan de engordar las ovejas, con la sola brusquilla reseca del trébol quebrajeado; donde, con la menor agüita, vuelven a brotar, en una noche, las semillas desparramadas de los pastos, cubriendo en seguida de verde alfombra la tierra desnuda.

Nunca vino, por supuesto, la propiedad prometida. De todas esas solicitudes de paisanos, pobladores natos del desierto, hábilmente manejadas por uñas expertas, en las oficinas de la capital, iban formándose sin ruido los latifundios acaparadores. Pero, recelosos todavía de llamar sobre al indiscreta atención, dejaban gozar en paz y con toda tranquilidad, de su ocupación precaria del suelo, a los que, creyéndose siempre en vísperas de poseer esos campos que les debían su incipiente civilización, no venían a ser más, en ellos, que meritorios intrusos, fáciles de desalojar.

Y en esa quieta pasividad, rodeada de relativa abundancia, suficiente para llenar sin esfuerzo las necesidades rudimentarias de su vida rústica, vivió, muchos años, muy desahogada, la familia de Morales. Campo casi sin límite, lomas fértiles y de pasto tierno, cañadones siempre verdes en tiempo de sequía, lagunas en que nadaba la yeguada, pastizadas donde desaparecían las vacas; carne gorda siempre para comer, y cueros para comprar yerba y sal, tabaco y caña, ropa y aperos; era la vida con que, durante siglos, hubiesen soñado sus antepasados, desde sus toldos miserables, si hubieran sabido imaginar algún paraíso.

Murió el abuelo, sin haber conseguido una pulgada de tierra, y siguieron los hijos en el mismo sitio, durante unos pocos años, más apretados por los vecinos, cada día más numerosos, y con la hacienda más oprimida y menos próspera. Hasta que les pidieron el campo.

El ferrocarril ya iba a llegar a Chascomús; la tierra demasiado valía para dejarla en manos de intrusos, cuando por ella se podía conseguir muy regular arrendamiento. Se desbandaron los Morales, repartiéndose las haciendas y saliendo, cada cual por su lado, a buscarse la vida.

El principal núcleo de la familia, la madre, las hijas, los menores, con el hijo mayor de jefe, salió, cruzando el Salado y yéndose para el sur, hasta los extensos cañadones aun muy despoblados, donde se derraman en grandes crecidas, el Chapaleofú, Los Huesos y otros arroyos sin salida. Campos desiertos, inmensos pajales anegadizos, refugio de todas las alimañas dañinas que engendra la Pampa, desde el tigre hasta el matrero; campos tristes, de desolación y de ruina, donde no podía adelantar la familia ni moral, ni materialmente.

La naturaleza y sus aspectos influyen profundamente en la mente humana: cuidar las mansas ovejas en la loma verdante inspira ideas de paz bucólica y de patriarcal tranquilidad al gaucho más bravío; lidiar, al contrario, en los pajonales, con el ganado arisco; rozarse, a cada rato, con pura gente de avería; disputar a la inundación, durante meses, las haciendas amenazadas de muerte, flacas, hambrientas, acaba por exacerbar al hombre más sufrido y más paciente. Los Morales volvieron, allí, rápidamente, a la vida azarosa de sus antepasados. Cuidar bien la hacienda, en semejantes campos, es obra casi imposible, de mucho, empeño y de poco resultado. La pulpería y sus tentaciones son de mayor atractivo, y más fácil parece ganar el dinero en las carreras, a los naipes o a la taba, que chapoteando el agua de los cañadones para campear animales extraviados o juntar yeguas dispersas.

El pajonal, por otro lado, es el gran cómplice de cualquier delito; pues si ayuda poco para que aumenten los rodeos y rebaños, presta al cuatrero, para perpetrar con impunidad sus misteriosas hazañas, los mil recovecos de sus matas espesas y altas, innumerables como las olas del mar, agitadas como ellas por el viento perenne; laberinto donde la ocasión tentadora y la imposibilidad del castigo impelen a apropiarse el animal ajeno al gaucho más... distraído.

Cuando les salieron, allí también, los dueños a pedir el campo, se fueron los Morales, más pobres, mucho más, que cuando llegaran de Chascomús; y no solamente más pobres, sino también agriados contra los que se apoderan del suelo sin dar a todos su parte, como si no debiese cada uno de los que en ella nacieron, poder establecerse en la Pampa y dejar pacer en ella sus haciendas a su antojo.

Podía ser que más lejos, muy lejos de allí, hubiese campos desocupados, campos sin dueño, donde se podrían quedar para siempre. Marcharon, arreando por delante sus animales, hasta donde, en tiempos no muy lejanos, estuvieron los toldos de los primeros poseedores de la llanura, sus antepasados.

Casi se habían vuelto ya, lo mismo que ellos, nómadas y vagabundos, obligados, lo mismo que ellos, a cambiar eternamente de querencia, y si no por las mismas armas, por los mismos enemigos, mirándolo bien, que cuando eran indios.

Volvían poco a poco hacia la cuna; cristianos ahora -bien poco- arreando, sin lanza, hacienda mansa y de su propiedad, en vez de hacienda arisca arrebatada en malón; arreados ellos mismos por la olada de civilización que no habiéndoselos asimilado, los rechazaba, menos brutalmente que en otros tiempos, pero no menos eficazmente.

Pasaron una temporada de relativa quietud en las sierras de Olavarría; después otra en los médanos de Trenque Lauquen; y después en la Pampa, entre los montes de Victorica. Entre las sierras, entre los médanos, entre los montes, les había parecido siempre más seguro el refugio; pero, al cabo de pocos años, en las sierras, en los médanos o en los montes, surgían siempre agrimensores; se estiraban alambrados; aparecían dueños, arrendatarios y oficios del juez que de nuevo los echaban.

A pesar de todo, los Morales habían visto aumentar un poco más sus vacas, pues les había ido algo mejor, por la mucha extensión y el mejor campo, que en los cañadones de la primera etapa, y cuando se internaron más aún en la Pampa, en busca de las aguadas por allá escasas y de campo regular, tenían un arreo de más de mil vacas y de doscientos yeguarizos. Las ovejas se les habían acabado, hacía tiempo, con las mudanzas, el consumo, el mal cuidado, los cañadones húmedos y la lombriz. Pero con vacas únicamente y yeguarizos, se sentían más a sus anchas, gauchos que eran, de padre en hijo, y seguían siendo. Acostumbrados a recorrer siempre mucho campo, todavía no podían entender que se pudiesen contentar algunos con menos de una legua siquiera; oían hablar, desde un tiempo, de hectáreas, y, mal que mal, se iban dando cuenta de lo que eran esas áreas nuevas, pues poco a poco, y hasta donde mismo habían llegado, perseguidos paulatinamente por la población siempre creciente, traída por los mil ramales nuevos de los ferrocarriles, se iban dando remates de pueblos, con sus solares, chacras y quintas, repartiéndose la tierra en lotes tan pequeños, que ni con alfalfa sus dueños hubiesen podido criar diez vacas en ellos.

Pronto tuvieron que ir todavía más lejos y bien pronto vieron que toda la tierra ahora tenía dueño; ¡hasta las mismas cordilleras!, ¡hasta los campos áridos y sin agua!, ¡hasta los tembladerales!

Los Morales, desanimados ya de tanto andar y de ver que, de seguir así, pronto estarían en la frontera, sin haber logrado llegar al sitio soñado de la tranquilidad, después de haber desparramado por toda la Pampa numerosos miembros de la familia, se decidieron a hacer ley mismo que todos hacían: vender mucha hacienda para comprar poco campo. Y pronto pudieron, alrededor del modesto fogón, encendido, quizá, sobre las mismas cenizas de las tolderías ancestrales, y donde cuecen ahora más locro que carne asada -objeto ya de lujo, en la reducida chacra-, filosofar a su gusto sobre lo que, andando, cambian las cosas, en este mundo.


M42


Regresar al índice