Pepilla
de Salvador Díaz Mirón

Como viste ropaje tan leve
me da pesadumbres,
pues él filtra y enseña vislumbres
de la carne de rosa y de nieve.
¡Y qué andar! La mocita se mueve
con garbo de chula.
Viene y va, y en la marcha modula
un canto de líneas,
y en las formas, apenas virgíneas,
una gracia de sierpe le undula.

Como el sándalo emite una esencia,
la chica reboza
acre aroma de opima y jugosa
pubertad en febril abstinencia.
Se revuelve con mucha violencia
y a veces me humilla.
Bien aprecia su gran pantorrilla
y así, no le importa
que propulse la falda ya corta
y eche a vuelo por alto la orilla.

Con sus ojos de ardiente demonio
que ven al soslayo,
quebrantara de un golpe de rayo
la virtud de cualquier San Antonio.
En la espuma del mar sacro al jonio
deidad menos bella
sacudió, remedando una estrella,
el suelto y profuso
y dorado borlón cuando impuso
con el iris al nácar la huella.

Si en celoso y colérico ensayo
increpo y rezongo
por traer al misterio del hongo
flor triunfal en su pompa de mayo,
la doncella me tira del sayo
y a besos me aguisa;
pero no sin mostrarse insumisa
y osada y segura;
y con timbre de plata murmura
entre granas y perlas de risa:

«Hembra linda no pierde la gloria
por macho importuno:
debe ser a los más y no a uno,
esplendor y delicia y memoria.
La hermosura inhonesta y notoria
contenta el Destino,
que quien hace con mágico tino
labor esmerada,
no la tiene para una mirada
y un placer en el breve camino».