Capítulo XXXII

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Para que todo fuera tenebroso en torno mío en aquella fatal ocasión, Valenzuela era uno de los pocos emigrados polacos que no debían pensar en volver a España por entonces, puesto que entraba en las miras políticas del nuevo Gobierno alardear de incompatible con hombres tan mal afamados como mi suegro.

No me cabía, pues, la esperanza de que acudiera a tomar la parte que le correspondía de la carga que yo aguantaba solo. Le escribí acerca de esto, muy claro y muy breve. Me respondió con gemidos y con tristes elegías, como siempre, a la amada patria, al corazón ulcerado, a las virtudes escarnecidas..., a todo; pero sin enviar un cuarto ni decirme de dónde había de sacar los muchos que consumían la fatua de su mujer y el estúpido de su hijo.

Yo entré en Madrid, de vuelta de mi desventurado gobierno, con un puñado de pesetas y un cúmulo de obligaciones ineludibles por todo el resto de mi vida; ¡y estaba en los comienzos de ella! ¡Me espantaba asomar los ojos a este abismo de tinieblas!

Pero ¿adónde los volvía, si la misma resonancia de los hechos que me habían alzado tan alto en la pasada situación, me cerraba todas las puertas en la que mandaba entonces?

Fuime a ver a Redondo, y logré que me colocara en la redacción de El Clarín de la Patria, que había vuelto a ser periódico de radical oposición. Con este amparo tenía ya para no morirme de hambre, y aun me bastara para vivir hecho un duque si hubiera continuado soltero; mas para sostener el peso de todas mis cargas, ¿qué valía? Entonces fue cuando escribí a Valenzuela. Su respuesta evasiva me puso en la necesidad de tomar una resolución heroica. La casa que habitábamos, aunque no tan costosa como la que yo mismo ayudé a desalojar en la calle del Príncipe, rentaba una enormidad, relativamente al estado de mis recursos pecuniarios. Había que buscar otra muy barata, pero de las más baratas, en cualquier rincón de Madrid: esto era de necesidad, de imprescindible necesidad. Casi desnudo y a media ración se podía vivir; pero no a la intemperie; y estar abocado a ello era habitar en casona grande sin tener con qué pagarla, como me acontecía a mí. Con un poco de paciencia, no tardé en encontrar lo que me convenía, en una encrucijada, a espaldas de la calle de Leganitos: cuarto tercero, largo y angosto, portal obscuro con carbonero, taberna al lado y hojalatero enfrente. Era lo menos malo que pareció en todo Madrid por la renta que yo podía pagar. ¡Soberbio alcázar para alojar la vanidad de Pilita y la indómita altivez de Clara!... Pues le tragarían por malas o por buenas. Eso, por de pronto; después... Dios diría.

En estas disposiciones de ánimo me volví a casa, resuelto a acometer el asunto por derecho. Apenas recordaba ya el sonido de la voz de mis mujeres. ¡Tanto hacía que no se cruzaba entre nosotros una palabra! ¡Y qué hermoso tema el elegido por mí para reanudar nuestras interrumpidas comunicaciones orales!... Pues me atreví a soltarle hallándome enfrente de las dos. Hizo el efecto que era de esperar: el de la caída de una bomba con espoleta, especialmente en mi suegra, que no sabía disimular como su hija. Ésta palideció al verme tan entero y resuelto, y se fue encrespando poco a poco, como león embravecido que se dispone a dar el salto sobre su retador. En cuanto a Pilita, me llamó bárbaro, salvaje, estúpido; y se mesó los postizos, y lloró y me amenazó con contárselo al capitán general, y al comisario de policía, y a la reina si era necesario. Y ya, preso por mil, eché el resto declarando que los muebles que no cupieran en la nueva casa, se venderían para invertir su producto en algo más útil y de más imperiosa necesidad. La fiera actitud de Clara se resolvió entonces en un ademán despreciativo, que me hirió como la frase más punzante.

Por acudir al golpe, y no por responder a las sandeces de la madre, dije a ésta:

-¿Conoce usted el modo de adquirir lo que nos falta para seguir viviendo como hasta aquí? ¿Espera usted que se nos dé de balde todo lo que necesitamos? Supongo que no. Y en tal caso, ¿qué recurso nos queda sino el de elegir entre... robarlo, o vivir como los pobres? Y en esta elección, ¿quién es capaz de dudar un instante?

Pilita, que me oía con la jeta fruncida, torció el acorazado busto y respondió, mirándome de medio perfil:

-Un hombre que se atreve a decir eso en una situación como la nuestra, no debiera haber soñado jamás en ser marido de una dama como tu mujer.

-Es la única verdad que ha salido de sus labios de usted desde que la conozco, señora -repliquéla al punto-; y aun ésa la ha dicho usted por equivocación... De todas maneras, hace usted muy mal en tomar ese camino, donde me es muy fácil cortarle la retirada.

Aquí echó Clara el montante de su fiera altivez. Enderezóme dos frases aceradas que produjeron otras mías no más suaves; sobrevino Pilita con nuevos dicterios; respondíla al caso; y el lance iba tomando visos de gresca de vecindad, cuando el fámulo acudió presuroso para anunciarnos la llegada de Barrientos. Me alegré infinito. Salí por la puerta excusada, por no topar con él, y después a la calle en busca de aire y de luz y de ruidos que no se parecieran a los ruidos, a la luz y al aire de mi casa.

¡Inexplicables aberraciones del moral organismo humano! Yo, que salía tan repleto de desventuras que llorar, comencé a preocuparme de repente con la noticia que me trajo tres días antes una carta de mi padre, de haberle dado los Garcías no sé qué cencerrada en celebración de mi caída; y pasé largas horas saboreando el imaginado deleite de andar otra vez a tiros en las barricadas para reconquistar el perdido imperio; no por la mina que necesitaba, sino por verme en situación de castigar el descomedimiento de los Garcías, castigo que mi padre aguardaba, de un momento a otro, de su «querido consuegro, el excelso don Augusto», a quien ya veía en el poder.

La historia de todos los grandes berrinches y desconsuelos humanos está llena de estas puerilidades; es decir, como la mía... y como la de mi padre también.

Cuando mis distraídos pensamientos volvieron a hundirse en la negra realidad de mi situación, las carnes me temblaban acordándome de la pasada refriega doméstica, porque iba, camino de mi casa, decidido a tocar otra vez, para dejarle resuelto, el prosaico tema que la había producido. ¡Gran sorpresa fue la mía cuando, no bien me dejó caer, desfallecido de cuerpo y con la más negra melancolía en el alma, en un sillón de mi apartado dormitorio, llegóseme Pilita, blanda como una seda, tímida, humilde y respetuosa! Sentóse a mi lado, y me habló así, después de unas cuantas salvedades y excusas, no muy bien concertadas ni del todo pertinentes, señal de lo aturdida y recelosa que andaba:

-Me parece a mí que deberíamos olvidar eso de esta mañana. ¿No te parece a ti lo mismo? Hijo, yo tengo un corazón que no sirve para guardar rencores... Soy así, ¡qué quieres!... Y no me pesa de ello... Yo reconozco que estuve atroz, ¡vamos, atroz de todo! y que te dije cosas algo duras, bastante duras, ¡muy duras!... Pero también es verdad, hijo, que tenías tú un aire... ¡y una cara!... Luego, dices las cosas de un modo!... y con lo nerviosa que yo soy, y lo..., en fin, que me pongo atroz enseguida, y ya no reparo... y ¡puf!, allá va. Por otra parte, el punto que tocabas nos sorprendió tanto, nos admiró tanto, ¡nos asombró tanto!... Eso no quita que, a tu manera, estés cargado de razón; porque donde no lo hay, ¿qué le vamos a hacer?... Pero ¡esto de meterse una en un covacho, en un tabuco, en un dedal roñoso, de la noche a la mañana, con tantas relaciones como tiene una en la buena sociedad!... Y no lo digo por mí tanto como por tu mujer, hecha, desde que nació, a vivir como una princesa en su palacio... ¿Cómo había de esperar ella caer desde tan alto sin más ni más?,... Y no vayas a creerte por eso que somos tan fatuas que no pensáramos nunca en que la suerte cambia a lo mejor. ¡Vaya si lo pensamos, hijo!... Como que lo estamos viendo todos los días; y bien a menudo ha pasado por nosotras... Sólo que nadie nos lo ha conocido... y si te dijera que ni nosotras mismas, puede que no te engañara. Cómo se hace esto, hijo, por demás veo que no se le alcanza a un sencillote mozo recién llegado de su aldea, como tú..., ni a mí tampoco; pero se hace, y aquí lo hace todo el mundo que se halla en nuestro caso; salvo el coche y, a lo más, algún gastillo que otro por el estilo, la misma vida con empleo que sin él, ¡la misma, hijo, la misma! Pregunta a tu mujer si en nuestra casa se han conocido nunca las cesantías de su padre por haber suprimido ni un garbanzo en el puchero... y pregunta en las casas de todos los altos empleados y te responderán lo mismo... Y en lo que toca a la nuestra, no será eso por los caudales que tenga en conserva mi marido. ¡Ay, si los tuviera, otro gallo nos cantara hoy a todos!... Cierto que tú puedes preguntarme: «y ¿por qué ese hombre no hace ahora los milagros que hacía otras veces? ¿Por qué en otras cesantías levantaba tantas cargas a un tiempo, y ahora ni siquiera echa una mano a esta que me está quebrantando a mí?...» Bien preguntado se lo tengo yo a él también, hijo; bien preguntado..., ¡muy preguntado! Y ¿sabes lo que me responde? Que, fuera de Madrid, fuera de España, es hombre perdido, hombre nulo, hombre in capaz: y que esta caída no se parece a otras. En las otras, puede decirse que nunca caía por entero; siempre quedaba agarrado con algo a lo que venía tras él: siquiera con la esperanza de volver a levantarse... y, sobre todo, quedaba en su casa, en su terreno, en su filón-, y a tientas, a ojos cerrados, ponía él la mano sobre la tajada. Pero esto no ha sido caída; esto ha sido desnucarse, hijo, desnucarse... Ya ves: expatriado casi a puntapiés; tan lejos de su finquita (que así llamaba el ángel de Dios a Madrid) y difamado además, ¿qué ha de hacer, el pobre, por mucha que sea su habilidad?... Y bien la barruntaba, y bien me lo pronosticó... Cuando echó la barredera a lo poco que había a sus alcances por lo que pudiera tronar, y tronó bien pronto, mandó la mitad al extranjero y nos dio la otra mitad a nosotras... Pues con esto vivimos, hijo del alma, desde que él se marchó hasta que tú viniste; y con algo de ello te ayudamos después, Sin que tú lo supieras-, pero se acabó, porque no era mucho, y en Madrid se va el dinero por los aires... Y este temor era el mayor clavo que llevaba consigo el infeliz. ¿Qué sería de nosotros sin su amparo? ¡Así él se apuraba; mí él gemía al despedirse! ¡Ay, si le hubieras oído entonces; sobre todo, mientras abrazaba a la que hoy es tu mujer!... «No contéis, en los apuros, con los amigos -decía-, porque enseguida se cansan de dar dinero y como vosotras no servís para pobres, lo mejor será, hija mía, que te humanices un poco con los hombres... hasta que des con uno que cargue con el peso que desde hoy no podré yo llevar sobre mí, por alejarme de vosotros quizá para siempre... Y no te descuides ni pidas gollerías, que la necesidad es grande y el tiempo corto...» ¡Y mira qué casualidad!..., aquel mismo día, como quien dice, pareciste tú por casa... ¡Ah, tu suegro!..., ¡qué hombre, hijo, qué hombre!, ¡qué hormiguita!, ¡qué fábrica de monedas si le hubieran dejado a la vera del filón!... Dígote todo esto, hijo mío, no para que te ingenies y hagas otro tanto, que por lo de hoy y lo de más atrás, bien veo lo sencillote que eres y la poca agua en que te ahogas; sino para que te pongas en la razón y no creas que lo de esta mañana fue sólo por el gusto de llevarte la contraria... Tú crees que no tiene una los sentidos puestos en todo, y que vive a tontas y a locas... Hijo, ¡qué chasco te llevas sí tal crees!... Se calcula todo, se piensa en todo y se apura una por todo; y si no fuera así, no tomara una ciertas cosas tan a pechos cuando los cálculos fallan, por lo mismo que estaban a mazo y martillo y no podían fallar, como el que hicimos Clara y yo cuando tú te casaste. Hablándote en verdad, no eras el mejor de los acomodos para una mujer del rumbo de mi hija, porque, por muy alto que subieras entre la chusma de tu partido, a lo mejor, ¡cataplum!..., porque hay cosas tan malas, tan atroces de por sí, que no pueden durar de pie mucho tiempo, pero a esto que a mí se me ocurría, y también a Clara, decíame ésta: «Cuando caiga mi marido subirá mi padre, y, de este modo, siempre estaremos en candelero...» Y por eso te..., es decir, por eso sólo no, porque algo habría de cariño, supongo yo... Pero a lo que voy. ¿Quién había de pensar que este indecente Gobierno había de tener a menos traer a su lado a un hombre como Valenzuela?... ¡Grandísimos tunantes!... Hijo, creo que me pongo nerviosa otra vez...

Aquí hizo un alto mi suegra, porque le faltó el resuello y se le saltaron las lágrimas de coraje; y yo no quise interrumpirla hasta saber adónde iba a parar con aquella sarta de bachillerías, entre las cuales no dejaba de haber algo que excitara mi curiosidad. En determinados casos, de las sinceridades de los niños y de los mentecatos se saca mucho partido.

Después de cobrar alientos, de secarse los ojos y de darse aire con el abanico, prosiguió mi suegra de este modo:

-Dirás tú que a qué cuento vienen todas estas cosas... Pues, hijo, a que las consideres bien, si quieres hacernos ese favor; y después, a que, por la Virgen María y por todos los santos del cielo, nos des un respiro antes de matarnos de melancolía y de vergüenza en esa cárcel en que nos quieres encerrar... Mira, yo tengo un plan: a ver qué te parece... Tu suegro tiene para pasarlo regularmente, nada más que regularmente, donde está; pero puede dar un pellizco a sus recursos sin llegar a verse en los apuros que nosotros; y lo dará, porque es su obligación, y sé yo que lo dará en cuanto reciba la carta que le escribí después que tú te marchaste esta mañana. Nosotras dos, aunque la estación nos coge desnudas, enteramente desnudas, porque desde que llegamos a Madrid no nos hemos hecho una triste hilacha, nos arreglaremos con lo del invierno pasado... Ya ves que esto es una economía. Chuncha es mujer que tiene hoy buenos asideros entre las gentes del Gobierno: yo sé que si pide algo a ciertos hombres, no han de negárselo, y pienso hablarle para que saque un destinillo a Manolo... ¡Pobre hijo mío!, ¡verse precisado a trabajar como un cualquiera!..., ¡él, tan distinguido, tan mimado y tan tiernecito!... Pues ya tienes aquí otro recurso de qué echar mano, porque yo te prometo que lo que gane Manolo y lo que dé su padre ha de ser para cubrir los gastos de primera necesidad que tanto te apuran... Ya sé que vas a decirme: y si Manolo no halla destino y su padre no nos da un cuarto, ¿de qué sirven esos planes?... De nada, hijo, de nada..., de maldita de Dios la cosa... Pero mientras se ve si sirven o no, danos un respiro..., no te pido mucho, dos meses..., ¡un mes siquiera!, vamos, me parece que no es mucho un mes..., ¡un mes para ir haciendo fuerza de voluntad!... Mira, te lo pido por Dios..., ya que no lo hagas por nosotros; y de rodillas, si crees que no me humillo bastante...

Y trataba de hacerlo como lo decía, la desdichada mujer; y lloraba con toda su alma, y me cogía las manos entre las suyas, y me daba compasión, no su desdicha, sino su poco fuste, que era la principal causa de ella y del exagerado desconcierto en que la veía. Costóme algún trabajo conseguir que se tranquilizara. Después le pregunté:

-¿Y qué piensa Clara de todo esto que usted acaba de decirme?

-Pues, hijo, lo mismo que yo.

-¿Y por qué me lo calla?

-Como estáis de moños... Pero la llamaré, si te parece.

-¡No haga usted tal cosa!...

-Hijo..., como quieras... Y a todo esto, ¿en qué quedamos de...?

Después de dudar unos instantes, respondí:

-En que concedo dos meses para que desenvuelva usted sus planes...

No me dejó concluir, pues en oyendo esto, salió de mi cuarto. dando brincos, como una chiquilla resabiada.

Con aquella concesión que yo hacía en bien de la paz doméstica (y entiendo aquí por paz la cesación de la guerra encarnizada, no el sosiego ni el bienestar de toda casa bien regida), quedéme en un relativo descanso de espíritu, como fatigado viandante que arroja la carga mientras refresca los labios y repara sus fuerzas, tendido a la sombra junto a la fuente... ¡Pero la carga está allí, a su lado, y el camino también; y hay que volver a echar la una sobre las espaldas, y emprender el otro!...