Capítulo XIX

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Pero el malhadado pleito no se apartaba un punto de mi imaginación; y en ella se multiplicaban con asombrosa fecundidad, como toda mala semilla, y crecían y se esponjaban los sombríos pensamientos sin hora de verdadero reposo para mí.

Pasé de este modo una semana bien cumplida; y cuando ya comenzaba a acostumbrarme a la carga, y aun intentaba aligerarla un poco con el recurso de ciertas esperanzas que la triste necesidad me fingía en lo más obscuro de la mente, entró muy de mañana en mi cuarto el ínclito don Serafín Balduque, con el sombrero en la mano, chispeantes los ojuelos, torcido el corbatín, desabrochado medio chaleco y la capa arrastrando.

-¡Mueran los pillos! -gritó por todo saludo, mientras me tendía la mano.

Creí que se había vuelto loco, y le miré con asombro sin decir una palabra.

-¡Choque usted, señor don Pedro! -continuó, oprimiendo mi diestra con la suya trémula y ardorosa-: ¡la patria está de enhorabuena, y usted y yo también, y todos los españoles honrados!

-Pero ¿por qué, hombre de Dios? -le pregunté, lleno de curiosidad.

-Pues ¿por qué ha de ser sino porque cayeron los viles, los tiranos, los ladrones, los...?

-¿Quiénes son esos tiranos y esos...?

-¡El Gobierno, calabaza!

¡Yo sí que caí entonces despeñado en el más triste de los desalientos!

-Y no dirá usted -continuó el hombrecillo que el egoísmo enciende mi entusiasmo, pues allá se van en ideas los nuevos con los caídos, y nada espero de ellos; pero, al cabo, son otros hombres; no los infames que me quitaron a mí el pan y trataban de dar un puntapié a la Constitución... Porque ya sabrá usted que intentaba un golpe de Estado el Ministerio de las economías... Aquí está, calentito, El Clarín de la Patria, que lo reza punto por punto, con la lista de los nuevos ministros. Todos me parecen peores, y de ninguno de ellos espero cosa mayor; pero no importa: ya he dicho que no son los otros; los que me dejaron cesante y no han querido reponerme, ¡repillos...! ¡Y que esos hombres caigan en blando como las gentes honradas... ¡Mueran los ladrones...! Pero, hombre, ¡qué cosas dice Él Clarín al dar cuenta del suceso! No sé cómo se lo consienten, porque, al fin y al cabo, todos son lobos de una misma camada... Verdad que lo dice a medias palabras y entre renglones. ¡Cuidado si es caliente de boca el tal periódico... También trae la lista de los altos funcionarios que han presentado sus dimisiones al caer el ministerio. Excuso decir que el primerito está su amigote Valenzuela... Supongo que le tendrá a usted sin cuidado, ¿no es verdad? ¡Para el caso que le ha hecho a usted cuando me ha recomendado a él...! Por cierto que si no fueran ustedes tan íntimos, quizá me atreviera...

-¿A decir algo malo de él? -pregunté al cesante ¡interrumpiéndole nervioso-. Pues si es eso, diga cuanto guste, que más merece la muy serrana partida que me ha jugado.

-¿También a usted...? ¡Ah, tunante manchego...! Pues digo de él que es el capitán de la cuadrilla; y que me asombra que haya tardado usted tanto en oírlo y en conocerlo. Muchas y muy gordas ha hecho; mucho ha podido, y quizá pueda mañana más que ayer, porque en España somos así..., pero, por de pronto, está boca abajo, nada le debo, y ¡mal rayo le parta!

Lo que don Serafín despotricó con este motivo, no cabe en papeles. Por conclusión me dijo:

-¿Usted no será hombre de echarse a la calle enseguida?

Excuséme con ocupaciones perentorias y con las poquísimas ganas que tenía de moverme de casa, en nada de lo cual mentía, y díjome Balduque calándose el sombrero:

-Pues yo, señor don Pedro, la corro hoy, aunque me cueste otra cesantía; necesito aire y movimiento, mucha noticia y mucho comentario, ¡sobre todo, los comentarios!, ¡parece que me nutren y me regeneran! De paso, se informa uno; se inquiere, se indaga; y como por lo más obscuro amanece... Ya procuraré verle a usted para comunicarle las impresiones recibidas... Conque repito la enhorabuena, y... ¡hasta siempre, amigo mío!

Tendióme la mano, y salió de mi casa tan nervioso y desconcertado como había entrado en ella.

Entre tanto, desvanecidas del todo mis débiles esperanzas con la noticia que me trajo don Serafín, había formado yo una resolución irrevocable. Escribiría a mi padre sin pérdida de tiempo dándole cuenta del fracaso de nuestros proyectos, no por culpa de Valenzuela, pues esto equivaldría a una puñalada en el honrado corazón del pobre hombre, tan pagado de las hidalguías y larguezas del personaje, sino por razón del reciente cambio político que, por entonces, hacía inútiles los buenos deseos de mi generoso protector, y le anunciaría mi próxima vuelta a la Montaña a esperar tiempos mejores. Con el poco dinero que me quedara después de liquidar mis cuentas con la posadera, tomaría el rincón más barato de la diligencia; y si ni para esto me alcanzaban los sobrantes, haría el viaje en galera acelerada, o séase carromato de cuatro ruedas, que tardaba diez o doce días de Madrid a Santander. Una vez en mi casa, ya hallaría yo modo de ir informando a mi padre poco a poco de la verdad, y de explicarle, sin que le doliera mucho, la inversión de mis reservas a tanta costa adquiridas; armaríame de valor para sufrir la, rechifla que me esperaba de los Garcías y de otros que no eran Garcías, al verme tornar con el moco lacio, pobre y desvalido, al mísero hogar del cual me vieron salir tres meses antes entre los resplandores de los prestados rayos del manchego sol que había deslumbrado a todo el pueblo; establecido ya en él, iría borrando de la memoria, con la fuerza de la necesidad, las golosinas del mundo que había catado, y tornaría a pretender la secretaría del ayuntamiento, y hasta sería capaz, si no me la daban, de labrar la tierra con mis propias manos, con tal que así lograra satisfacer las primeras necesidades de la vida y servir de amparo y de consuelo a la honrada vejez de mi padre.

Bajo estas impresiones me puse a escribirle; y escribiendo estaba todavía, cuando se me presentó delante Matica.

-¿Qué se hace? -me preguntó sin saludarme.

-Ya usted lo ve -respondíle señalando a la carta.

-¿Para quién es...?, y usted dispense la franqueza.

-Para mi padre.

-Lo suponía. Le dará usted cuenta de la caída del ministerio.

-Justamente.

-Y acaso, acaso, y con este motivo, le anuncie usted propósitos de volver a la tierra...

-Cabal. ¿En qué lo ha conocido usted?

-Después de lo que hablamos el otro día, eso es lo que procede en un hijo tan honradote y concienzudo como usted.

-Me falta media carilla, y no quisiera perder el correo. ¿Me da usted su permiso para concluirla?

-No, señor: antes le mando que suspenda la tarea; óigame, y continúela después si le parece.

Dejé la pluma, sentóse Matica, pusímonos frente a frente, y me habló así:

-¿Le conviene a usted un empleo en Madrid, con veinticinco duros mensuales, pagados a tocateja, duradero, de poco trabajo y no precisamente antipático?

Parecióme la oferta una canonjía llovida del cielo de repente.

-¿Y si yo dijera que sí?

-Sería para usted.

-¿Desde luego?

-Desde hoy mismo.

-¡Demonio! -exclamé en el colmo de la sorpresa-. Hágame usted el favor de explicarme eso.

-Está vacante la administración de un periódico de importancia; lo he sabido anoche; hablé con el director (propietario a la vez), gran persona y amigo mío; le ofrecí un administrador de las condiciones y señas de usted, una por una... y un poquito más, por si acaso... siempre a reserva de que te convenga a usted la plaza, que yo creo que le conviene, y por eso me acordé de usted; aceptó la oferta el amigo, que me sirve siempre que puede, a reserva también de que usted le convenga a él; y como esto acontecía cuando ya era por filo la media noche, he madrugado hoy para enterarle del caso, ganando todo el tiempo posible, porque en Madrid abunda el hambre, los buenos bocados se huelen de lejos, y no hay que fiar demasiado en palabras de los hombres.

Oyendo esto, di media vuelta sobre la silla, soltó las chinelas de dos pernadas vigorosas, y comencé a calzarme las botas, que estaban al alcance de mi mano. Matica se sonreía y me dejaba hacer. Después cogí la capa, luego el sombrero, y, por último, rasgué la carta que había empezado a escribir a mi padre.

-Estoy a las órdenes de usted -dije a Matica, conmovido y acelerado.

Celebró el tal con grandes risotadas el desconcierto en que me veía; y yo exclamé, temiendo que se burlara de mí en todo cuanto me había referido:

-¿No dice usted que hay que aprovechar los instantes?

-Sí que lo dije; pero no hemos de tomar los dichos tan al pie de la letra. ¡Estos caballeros rurales tienen una virginidad de impresiones...! Considere usted, amigo Sánchez, que el periódico es matutino, por lo cual sus redactores velan hasta muy tarde, y es posible que, a la hora presente, no encontremos todavía con quien entendernos en aquella casa. Demos, pues, tiempo al tiempo, y entre tanto, hablemos un poco del asunto. Todavía no sabe usted de qué periódico se trata.

-Cierto -respondí-. Pero ¿qué más da?

-Creo haberle oído a usted manifestar cierta ranciedad de ideas en política.

-La impresión de la lectura del periódico de mi padre -dije, con escaso respeto a las tradiciones de familia-. Pero, de todas maneras, yo no he de predicar allí en ningún sentido.

-Es verdad -replicó Matica-; pero como en esto de malas ideas, en opinión de ustedes los apegados a lo de antaño, tanto peca el que tiene la oveja como el que la desuella, yo quiero descargar mi conciencia de toda responsabilidad, advirtiéndole que el periódico de que tratamos es batallador, irreconciliable, por sistema, con todo lo actual y cuanto pueda venir a su semejanza, alarmista, reñidor; en fin, revolucionario.

-Que lo sea.

-Puede haber palos allí alguna vez...

-Que los haya...

-Pues ante tan heroica resolución, no tengo más que decirle sino que el periódico se titula El Clarín de la Patria.

-Le conozco.

-Periódico muy arraigado -continuó Matica-, de gran circulación y de mucha autoridad en la política revolucionaria. Paga bien y a tiempo..., ¡cosa rara! Buenas gentes las que le redactan..., demasiado levantiscas quizá.

-Y no está mal escrito, en lo que yo recuerdo.

-Todo lo bien que puede escribirse al son del himno de Riego, que no es gran cosa. En lo puramente literario está mejor vestido: suena mucho su aplauso y es muy codiciado de las gentes literatas. Sus sátiras tienen justa fama, y el Gobierno las teme de lumbre... En fin, que tiene grandes elementos de vida, y no hay temor de que fenezca con ella, de la noche a la mañana, el cargo de administrador.

-¡Aunque no me dure una semana! -dije lleno de convicción-; esa tregua iré ganando, después, Dios dirá.

-Por lo demás -continuó mi amigo-, el empleo es cómodo y llevadero. No es la oficina que le hubiera ofrecido Valenzuela, con su papel de barbas, sus legajos polvorientos, su uniformidad de mesas, de gorros de terciopelo y de manguitos de percalina. Verdad que no son poéticos los casilleros, el talonario de bonos, la lista de suscriptores, el libro de caja y tantos otros útiles que pondrán bajo la inmediata responsabilidad de usted en esa administración; pero sobre no haber que temblar por los cambios súbitos de situación, las veleidades de un superior jerárquico, las traslaciones forzosas de residencia, etc., para las aficiones de usted, educación patriarcal y prendas de carácter, no puede hallarse empleo más a propósito en las circunstancias que actualmente le rodean. No va usted a esgrimir la pluma en el agitado campo de la literatura y de la política; pero si a vivir en sus fronteras, a contemplar sus horizontes, a conocer sus gentes y su modo de ser, a presenciar sus batallas, a oír sus gritos de combate y admirar sus bríos indomables, sus fervorosas y apasionadas luchas sin hora de descanso. El incesante gemir de las prensas vomitando proyectiles de ideas arrullará sus oídos, y el tufillo diabólico de la pringosa tinta que ha transformado el mundo producirán en usted misteriosos, invencibles cosquilleos que pondrán en loca ebullición su sosegadamente, y harán que en su diestra se agite la pluma y corran sus puntos sobre el papel, solicitados de una fuerza que no estará seguramente en los encasillados del libro Mayor. No nacerán allí, porque es campo revuelto y agitado, los frutos intelectuales que necesitan, para su gestación y desarrollo, largas meditaciones y ardorosa inspiración; pero, puerto franco y abierto, llegará a él la riqueza de todos sus similares, muestra peregrina de la varia actividad del pensamiento humano en esta castiza tierra de los garbanzos y de los motines. El folleto insulso, con aires de diatriba venenosa contra el ministro del ramo o del partido político que cometieron la injusticia de desoír y desatender al autor; el tomito de versos, en variedad de tonos y para todos los gustos; la lujosa Memoria repleta de guarismos, en la cual la gerencia manifiesta a los señores socios que en el ejercicio próximo aquello será un platal, si dejan que los recursos naturales y legítimos de la sociedad se desenvuelvan dentro de la esfera del crédito, a faltas de moneda de mejor ley; el drama tremebundo, impreso en justo desagravio de la silba con que le recibió un público alevoso; la obra del erudito, fárrago interminable enderezado a fijar la naturaleza de la argamasa invertida en la construcción de la Cloaca Máxima, llamada por Catón Cloacale flumen; el Ramillete oloroso de advertencias morales, «que una madre piadosa dedica a la educación de la tierna infancia»; Las pesquisiciones históricas a través de los siglos más remotos, opúsculo de un dómine rural, que entretiene así sus largos ocios... y su hambre; El despertar de la modorra del pueblo, centón de máximas políticas, glosadas por un patriota, mártir de la santa causa de la libertad: el Tratado de partos; la novela de costumbres, la histórica, la científica, la teológica, la, marítima; el Prontuario de cambios; el Canto épico, modesto ensayo de un joven alumno de veterinaria; el Manuale rusticorum, fechoría de un humanista empedernido... hasta el ejemplar de la nueva edición del Breviario, o del Misal; en fin, de todo lo imaginable habrá sobre aquellas mesas, y debajo de aquellas mesas, y sobre las sillas, y debajo de las sillas, y en el pasadizo, y en los rincones, y detrás de los armarios, y en los cestos, y en el montón de la basura; y cada cosa habrá ido allí por el correo, o a la mano, con el autógrafo correspondiente en la anteportada, recomendándose humildemente a la indulgencia del periódico, pero con el propósito de que éste ponga la obra sobre los mismos cuernos de la Luna... Pues ¿qué le diré a usted del entrar y salir de gentes de tan varios temperamentos y cataduras como los asuntos que les mueven, y las conversaciones que entablan, y las porfías que suscitan, y los planes que exponen, y las sospechas que apuntan o las noticias que dan? ¿Qué de los donaires de este redactor; de las cosas del otro, de las aprensiones de aquél; de los resabios del de más allá; de los alientos, de las esperanzas o del desánimo de todos, según corran los aires de la política, y los suyos se aproximen o se alejen? Pero no quiero quitarle a usted el interés de la sorpresa, anticipándole, informes que han de ser sabroso cebo de su curiosidad... Hágame usted el favor de darme un aplauso por este parrafejo, que, para soltado de pronto, no me ha salido del todo mal; y... el señor Sánchez tiene la palabra.

No un aplauso, sino un abrazo muy estrecho fue lo que yo di entonces al agudo extremeño; la mejor moneda con que podía pagarle allí el cariño que me demostraba y el grandísimo favor que me había hecho.

Y hablando, hablando, pasó una hora más, y juntos y charlando todavía, salimos a la calle.