Peñas arriba/Capítulo XXV
Capítulo XXV
Dos partes tuvo la confesión de Facia. En la primera me declaró todo lo que yo sabía perfectamente por boca de Chisco: la historia de su desdichada unión con el pícaro baratijero contra la voluntad y las sabias advertencias de mi tío, que era como su padre y señor. Por desoírle, decía la infeliz, había faltado a la ley de Dios, y por esta falta había venido el castigo de sus desventuras; desventuras que ella había sufrido, aunque con muchas lágrimas, sin una sola queja. Era su deber. Que arrastrara la vida como una carga ofrentosa; que las pesadumbres y los dolores fueran minándola y consumiéndola por donde nadie más que ella lo notara; que encanecieran sus cabellos fuera de sazón y que no hallara, para reponer las fuerzas gastadas en los trabajos y cavilaciones del día, el descanso de la noche, la tranquilidad del sueño que no le falta al pordiosero que mata el hambre llamando de puerta en puerta y errando de monte en monte, con un zurrón a la espalda y un paluco en la mano, ¿qué importaba? Desconociéralo su hija, tuviérase por huérfana de un padre honrado, y esto solo la daba gran consuelo y las fuerzas necesarias para llevar su cruz como una carga redentora de sus delitos, imperdonables en la otra vida sin una dura penitencia en ésta. Cuando, con las miras puestas en estos fines, vacilaba un poco, porque, al cabo, era tierra frágil y miserable, y desconfiaba de sus bríos y se vela a punto de tropezar y de caer, acudía al amparo de don Sabas; y allá, a la reja del confesonario, en los profundos de la iglesia, al romper los primeros albores del día, ella, después de besar el polvo de los suelos y de regarle con sus lágrimas, declarando sus pesadumbres y flaquezas, y él reprendiéndola y exhortándola con la sabiduría y la dulzura de un padre cariñoso a un hijo muy desdichado, hallaba siempre los perdidos alientos para continuar la subida de su Calvario con la carga de su cruz... Así estaban las cosas cuando yo había llegado a Tablanca.
Preguntéla por qué en la gran cuita que de tal modo la atribulaba entonces no había buscado, como otras veces, los consejos y la ayuda de don Sabas. Respondióme que eran casos muy diferentes unos y otros; que no dependía de su resignación ni de sus ánimos el que en tales congojas la ponía, y que yo era el único ser viviente de los de ella conocidos, llamado a entender en él antes que nadie. Asombréme, lloró desconsolada, golpeóse la cabeza con las manos, se mordió los puños apretados convulsivamente, volvió a hincarse en el suelo para pedirme perdón abrazada a mis rodillas, creció mi asombro, conseguí con trabajo que se sentara de nuevo, y la conjuré, por todos los santos de la corte celestial, a que me declarara enseguida todo cuanto tenía que declararme.
Rehízose algo a fuerza de empeñarse en ello, y comenzó así entre suspiros muy hondos y sollozos mal reprimidos, la segunda parte de su extraña confesión:
-Estando las cosas de esta suerti, una tarde, al abocar ya de la noche... (a los tres días, por más señas, de venir usté a Tablanca), cogí yo los cántaros, como los cogía todas las tardes al caer el sol y los cojo a la presente y los he cogido dende que tuve fuerzas pa eyu, y fuime por el agua. La fuenti, tal que usté lo sabe, está cayeju arriba de aquí, a medio cuarto de hora de un buen andar, subiendo, y en una rinconá muy jonda a la derecha, según se sube. Por estar tan a trasmanu del lugar y tan placentera de esta casa, solamente nusotros bebemos de eya; de suerte y modu, que es una soledá de las más solas a toas las santas horas del día y de la noche. Pos quién le diz, señor don Marcelo de mi alma, que andando, andando, y bien a la descuidá por cierto, en aqueya tardezuca que le pinto, malas penas aboco a lo más obscuro de la rinconá, cuando me doy con los jocicos... ¡Virgen María la mi Madre de las Nieves! con la estampa de hombre más desastrá que en los jamases había yo visto ni veré. Túvele por salteador facinerosu. Dime por fenecía ayí mesmu, y clamé al devino Dios, soltando los botijos de las manos y en un puro temblor de todo el cuerpo. Alzóse en esto el hombre, que estaba sentau en una peña debajo del binquizal más tupío que hay ayí, y habló pa chunguease con los mis ajuegos que bien a la vista estaban, y pa jurame que venía de paz, si no se le ponía en extremos de venir de guerra... porque él a too se amañaba... Y entonces, entonces, señor don Marcelo, entonces fue cuando yo entendí que se me enturbiaba la vista, y se me cuajaba la sangre en las venas, y se jundía el suelo en que pisaba... Aqueyu fue el espantu de los espantus, y las congojas de las agonías de la muerte... Porque ¡Santa Virgen la mi Madre celestial! aquel enemigo de hombre tan jaraposu y tan mal encarau, por voz y moviciones y palabras, resultó ser él, ¡el mesmu en huesu y carne, en alma y vida!
-¿Quién?-pregunté a Facia, más con la intención de distraerla del paroxismo en que había vuelto a caer, que por la curiosidad de una respuesta que casi adivinaba yo.
-Pos él, señor don Marcelo -me dijo la infeliz retorciéndose las manos entrelazadas y con el espanto en los ojos, como si tuviera al hombre aquél delante de ellos-; el propiu causanti de mis penas sin consuelo; ¡el mal padre de la hija infeliz de las mis entrañas!
-Pero ¿está usted segura de que era él? -pregunté a Facia fingiendo unas dudas y un asombro que no sentía.
-¡Ay, señor! -me respondió sollozando-; aunque no lo hubiera estau entoncis, que bien lo estuve, ¡he tenío tantos motivos pa estarlu dimpués acá!
-Corriente -añadí-. Pero ¿de dónde venía... y para qué... y por qué?
-Pos venía, según relate que me jizo con aquel palabrear zalameru que siempre tuvo y a mí me entonteció en su día, de por esus mundus ayá; lejos, ¡muy lejos!... hasta más lejos, a veces, que la otra banda. Ya ve usté si será bien lejos. Siempre buscándose el bien vivir, y nunca dando con él. Llegó a verse hasta en cadenas, años y años, aunque nunca por culpa suya, sino de otros, malos amigos y piores compañerus de trabajo. Al cabo de los tiempos, alcontróse libre de prisiones y señor de sí mesmo; pero se vio solo y desamparado, envejecío de cuerpo y falto de salú; le jalaba esta tierra porque, al cabo y finiquito, aquí le quedaban peazos de las sus entrañas; y en busca del amparo de eyus le puso el su corazón que no le mentía. Tomando lenguas a tiempo, supo de mí... ¡ay, señor don Marcelo! creo que hasta más de lo que sé yo mesma. Por saber de too, sabía desde que me lo había oído a mí en horas mejores, aunque bien contás fueron, que el señor mi amo entrega a sus sirvientis las soldás de tiempo en tiempo, pa que hagamus de eyas lo que más nos venga en gusto. Con este saber y el del vivir de nusotras dos, traía el indino de él ajustá la cuenta, año por año y día por día, del montante del agorro que yo debía guardar, y guardaba en verdá de Dios, como oro en paño, pa el mejor acomodo de mi Tona el día de mañana. No quería darse a ver por entonces en el pueblo; pero vivía en otro no muy lejanu y podíamos entendernos él y yo muy a menudo si el caso lo pedía.
Hasta aquí fue lo dulce de la entrevista, según el relato de Facia. Para la pintura de lo amargo de ella y mucho de lo sucedido después, ya no tuvo la infeliz relatora ni colores ni arte ni fuerzas. Perdía el hilo de los sucesos y me embrollaba el asunto. Deseando yo conocerle a fondo y por derecho, acudí a confortarla y a dirigirla con reflexiones de cariño y con preguntas de indagación minuciosa. Me salió bien el procedimiento, y la sustancia de mi labor fue ésta:
Bien ajustada por el marido la cuenta de los haberes de su mujer, vino la exigencia del primer «donativo». Por entonces tenía bastante con ello; después, ya se vería. Facia no lo traería a mano, porque no contaba al ir a la fuente con aquella urgencia repentina; pero él se comprometía a volver a recogerlo allí mismo al día siguiente a la misma hora, y era igual. Si ella deseaba callarse como una muerta en lo tocante a aquel encuentro y a lo que fuera siguiéndose de él «por respetos equis o tales» el hombre no se opondría a ello, porque era «de un natural caballero y generoso, y sabía ponerse en todos los casos». Pero debía de tener Facia entendido (y le encarecía mucho la advertencia, por su bien) que él, con las carceladas y cadenas que había sufrido, tenía saldadas todas sus cuentas con la justicia. Era libre como el aire, y estaba en posesión de todos sus derechos, incluso el de vivir con su mujer o el de reclamar a su hija para llevársela consigo, si lo primero no le convenía. Si la decían otra cosa por lo de las requisitorias llegadas a Tablanca a raíz de faltar él de allí, no le dirían la verdad: primero, porque era inocente de todo lo que se le achacaba; y segundo, porque, aunque no lo fuera, pagado con sobras lo tenía ya en montón con otros pecados... que tampoco había cometido. Pero él (volvía a repetirlo) no intentaría prevalerse de su derecho: conocía las cosas, y no se apartaría del gusto de su mujer, si le tenía en que lo tapado no se descubriese ni por las moscas. Así, y con este sacrificio de su parte, podía llegarse también a los fines que él iba buscando con su vuelta a Tablanca.
Para la desdichada mujer, que ya se había considerado libre de aquel padrón de afrenta, y sólo aspiraba a que en el pueblo se fuera olvidando, como se olvidaba, que había existido, y a que su hija no tuviera jamás la menor sospecha de él, la aparición repentina de aquel hombre superaba con mucho a todo cuanto podía imaginarse en la escala de las humanas desventuras. Creyó a puño cerrado cuanto el pícaro la afirmó, y desde aquel instante quedó indefensa esclava suya, como el pájaro de la sierpe que le fascina y aterra. La hacienda, la vida: todo le parecía poco para comprar el silencio del infame y poner entre él y su hija un muro tal, que ni las águilas fueran capaces de volar tan alto.
Y todo se fue haciendo como el bribón lo pedía. En la fuente y al anochecer, las entrevistas; y en cada entrevista, un «donativo» de Facia y nuevas baladronadas del tunante sobre el sacrificio que hacía por el bien y el sosiego de su «familia», viviendo sin hogar y a salto de mata. Como su «prestado domicilio» estaba lejos de Tablanca (aunque tenía para las ocasiones de apuro «un apeadero» a la mitad del camino, bien abrigado de los temporales y a cubierto de la curiosidad de las gentes), las apariciones del hombre aquél sólo ocurrían en tiempo bonancible; y de aquí lo que angustiaban a Facia los días soleados y lo que la deleitaban los borrascosos, pues aunque no eran diarias, ni mucho menos, las entrevistas en los primeros, se hacían imposibles en los segundos.
Uva a uva, pronto se acabó el racimo de los ahorros de la desventurada mujer; y cuando ya nada la quedó que ofrecer a la insaciable voracidad del vampiro, comenzó éste a esbozar otras exigencias que tardó en comprender el ofuscado y nunca muy sutil entendimiento de Facia.
Cuando llegó a comprenderlas por declararlas el otro sin ambages ni repulgos, las angustias de la desventurada fueron tales, que le parecieron de juego las sufridas hasta allí. Él no podía, en conciencia, conformarse con la miseria recibida de su mujer. Su abnegación y sus sacrificios en bien de la tranquilidad de su «adorada familia» valían mucho más, y había que buscarlo donde lo hubiera; y como lo había abundante en casa de su amo, de mi tío, de allí había de salir, y mucho, y enseguida, y con el ingenio y por la mano de su misma sirviente, de la propia Facia. Sentía muchísimo llevar las cosas por ese lado y tan de prisa; pero la pícara necesidad le obligaba a ello. Era, ante todo, leal y agradecido, y debía grandes favores, que quería pagar, a otros dos caballeros que habían compartido con él sus trabajos de presidio y no le habían abandonado después hasta el momento en que así lo declaraba.
Aquí me asaltó de pronto un recuerdo, y pedí a Facia las señas «particulares» de su marido. Comenzó por la de un chirlo en la cara que le partía un ojo y la nariz, y no necesité de las restantes para dar por conocido al personaje. Sin descubrirle mis sospechas, la reprendí duramente por haberme ocultado hasta entonces lo que me estaba declarando. A él, más que a ella, le importaba callar, porque tenía grandes cuentas pendientes con la justicia. Todo lo que la había dicho en contrario, era un embuste para explotar su candorosa ignorancia. Se le podía haber cogido en una de sus emboscadas, como a un zorro en el cepo, como se le cogería de seguro si aún andaba por allí...
A esto se estremeció de espanto la angustiada mujer y volvió a caer de rodillas delante de mí, para pedirme por Dios crucificado que no se hiciera tal cosa. También a ella se la había ocurrido alguna vez que podía no ser verdad todo lo que él la decía «al auto de aquellos particulares»; pero ¿y qué?... Si lo que la acongojaba no era eso, sino el temor al ruido y al escándalo; a que el lugar se enterara del caso, y después don Celso y, sobre todo, su hija, ¡Oh, esto nunca!... ¡Tapar, tapar y no más que tapar!... Por ello, la vida suya y cien vidas y mil vidas; el suplicio en cruz, en la lumbre de un horno; descuartizada viva... enterrada en salud, entre sapos y serpientes.
-¿Y el robo también? -la interrumpí con mal disimulada dureza.
-¡Señor! -me respondió como aterrada por el sonido de la pregunta-. Aunque capaz fuera de eyu, ¿qué sé yo ónde guarda las riquezas el mi amo, ni si las tiene en casa tan siquiera?
Aquí me refirió, espiritada y convulsa, después de sentarse otra vez, por mis reiterados mandatos, cómo, no teniendo valor para hacer lo que el infame la proponía, ni resolución bastante para negarse a ello, había ido entreteniéndole las impaciencias con aquel reparo y con el de la continua presencia mía y de otras gentes en la casa con motivo de la recaída de su amo (porque esto ocurrió en los días que siguieron a la nevada); pero, aunque de todo estaba enterado él, a nada de ello daba la menor importancia: al contrario, sostenía que al amparo de aquellos quehaceres y preocupaciones, era como mejor podía ella lograr sus intentos, si los ponía por obra. Esto, por las buenas; porque si aún la parecía mucho, acudiría a las malas, pues, por las malas o por las buenas, ello había de hacerse, y en el aire.
La infeliz no sabía qué partido tomar dentro de aquel estrecho círculo de hierro candente, abrasador; y como las impaciencias del pícaro no daban la menor tregua, un día, la víspera del en que Facia me lo contaba, la había dicho él: «Puesto que no te resuelves a cogerlo con tus manos, «hemos» resuelto «nosotros» robarlo con las nuestras. Hacia la media noche de mañana, cuando ya no quede señal de hombre en la cocina ni chispa de rescoldo en el hogar y duerman todos en la casa, llegaremos al portón de la calleja. Entonces oirás un silbido de este aire (y silbó por lo bajo de cierto modo). Sin más que oírle, te llegas callandito al estragal y me abres la puerta, con tal finura y cuidado, que ni las mismas bisagras se enteren de ello. Lo demás corre de nuestra cuenta. Ya daremos con el gato, por escondido que esté. Si hay alguno demasiado ligero de sueño, boca abajo para in saecula en cuanto se despierte, y el primero tu amo, si es que no ha habido que empezar por su sobrino... o no se dejan amarrar todos con la docilidad que pide el caso. Conque ya estás advertida, y bien te consta cómo las gasto. Sabiendo que me juego la vida en el trance, figúrate lo que se me importará de la tuya si hay que ponerla en pleito porque se te haya ido un poco la lengua en todo el día, y por razón de ello no encontramos la casa por la noche en el sosiego y la tranquilidad que siempre tuvo a tales horas.»
Dicho todo esto con un cinismo feroz, marchóse, dejando a Facia más muerta que viva. Y así estaban las cosas; y estando así, ¿cómo gozar hora de sueño ni minuto de tranquilidad, ni cómo dejar de confesarlo al fin y al postre, ni a quién, sino a mí?
Interesóme de veras el caso, porque vistos los antecedentes del «caballero» aquél y de sus fidalgos camaradas, no era para tomarlo a risa; y después de meditar un poco mientras Facia gemía y se retorcía las manos cadavéricas, la dije:
-¿De manera que eso ha de suceder esta misma noche?
-Así fue la amenaza -respondióme, casi sin voz para ello.
Notaba yo que la pobre mujer estaba en aquellos instantes bajo la doble tortura de los sucesos mismos declarados, y del temor a lo que pudiera alcanzarla del mal juicio que yo hubiera formado de todo ello; inspirábame honda compasión, y con el fin de aliviarla un poco de ambos tormentos, la hablé así:
-En primer lugar, del dicho al hecho siempre hay gran trecho, y mucho más si los hechos son de la magnitud de éste que a usted la espanta; de manera que las amenazas de venir esta noche esos bandoleros a desvalijar a mi tío, se cumplirán... o no se cumplirán; y bien pesado y medido todo, quizás fuera preferible que vinieran, particularmente para usted, por aquello de que «muerto el perro, se acabó la rabia». En segundo lugar, con la confesión que usted me ha hecho, y ¡ojalá se le hubiera ocurrido hacérmela la primera vez que topó con su marido en la fuente! si no viene por aquí esta noche a liquidar todas sus deudas en una sola partida, tengo todo lo que necesito saber para obligarle, por la cuenta que le trae, a que abandone esta comarca callandito la boca y a buen andar por donde nadie le vea, y la deje a usted en santa paz por todos los días de su vida. De manera que no hay para qué gemir ni angustiarse, como usted gime y se angustia. Déjelo, pues, todo a mi cargo; obedézcame en cuanto yo disponga; comience por arreglarse el tocado y el vestido, después de alegrar un poco los sombríos celajes de la cara; vuelva a ocuparse desde ahora en sus ordinarios quehaceres con el remango que solía; atienda a mi tío como siempre, y cuide mucho de que Tona no empiece a poner en duda las disculpas con que, en éstos y otros días de tormenta, ha estado usted engañando su candidez. Conque ya está usted absuelta de todo pecado por lo que a mí toca; y ánimo, y a cumplir la penitencia que la acabo de imponer.
Con esto la di dos palmaditas en la espalda; logré que las angustias desesperadas de antes se trocaran en copioso y sosegado llanto; incorporóse al fin con cierto brío; intentó, y no se lo consentí, besarme las manos; y después de prometerme que emplearía todos los alientos que la quedaban de los suyos y los que yo la había prestado, en obedecer mis mandatos, se dirigió a la puerta. Pero yo no sé qué vio de pronto en la luz del aposento, que se lanzó, con aquella fuerza que siempre la arrastraba, un tiempo hacía, a leer los fenómenos meteorológicos en la bóveda celeste, a uno de los cuarterones de la puerta de la solana. Allí se estuvo unos instantes devorando el espacio con los ojos. Acerquéme yo al otro cuarterón, y exclamó ella entonces:
-¡Ay, señor don Marcelo!... Si las señales no mintieran, ¡qué suerte la nuestra!... ¡Miri, miri esas nieblas que abajan por ayí... y por ayí, y por toas partes; miri esi cielu encenizau y escuru; miri aqueyas motas negras de ayá arriba, que son butres que pasan cara acá!... Pos lo unu y lo otru y too eyu en juntu, y ese frío que ahora noto que se sienti, too es nieve, nieve pura que se cuez y está pa caer de una hora a otra. ¡Si el Señor y mi Padre de los cielos fuera tan misericordiosu que tampocu esta vez fallaran los barruntus!...
Y con esto abandonó el observatorio sin esperar mi respuesta, y salió del gabinete casi batiendo las palmas y con una agilidad desconocida en ella mucho tiempo hacía.
Yo me quedé ¿a qué negarlo? haciendo votos porque los barruntos no fallaran; después medité un rato sobre los sucesos que podrían ocurrir aquella noche; y con el esbozo de un plan en la cabeza, dejé mi cuarto y pasé al de mi tío.