Peñas arriba/Capítulo XXI

Capítulo XXI

Si nos descuidamos un poco, en el monte se queda el sangriento botín de nuestra batalla, porque apenas despellejadas las fieras en el lugar, el sol, como si nada tuviera que hacer ya después de haber alumbrado tantas barbaridades, se envolvió la cara en crespones cenicientos que fueron dilatándose por la bóveda celeste, al impulso de un remusguillo que dio en soplar a media tarde. Arreció mucho el frío y comenzaron a pasar por delante de los cristalejos de mi gabinete unos copitos blancos que danzaban en el aire, como si se resistieran a mancharse con las inmundicias de la tierra. Por si me quedaba alguna duda sobre la naturaleza de aquellos síntomas que me supieron a rejalgar entró Facia muy diligente y hasta risueña, con la disculpa de llevarse mi brasero, que ya estaría muriéndose, para «rescoldarle» un poco, y me dijo, mientras se acurrucaba para cogerle por las dos asas:

-Está nevandu, y va a haber temporal de eyu.

-Y usted -la respondí con ganas de meterle la cabeza en el rescoldo-, tan alegre como unas pascuas por eso mismo. Pero ¿qué casta de criatura es usted?

-¡Señor -replicó ahogándose de repente con un sollozo-, lo único que sé es que soy una mujer muy desdichá!

Salió llorando, y yo me quedé con remordimientos de haber despertado en ella aquel dolor con la sequedad de mi pregunta. Después acabé de amurriarme, viendo desde un cuarterón de la solana cómo iban espesando los copos y desapareciendo todos los montes entre las espesas veladuras que bajaban del cielo. ¡Otro temporal en perspectiva y otra encerrona como la pasada!

Cuando volvió Facia con el brasero chisporroteando, entró mi tío detrás de ella. Iba a hablar conmigo de la nevada que estaba encima. Le apenaba, primeramente, por mí, que volvería a hallar eternas las horas, Dios sabía por cuánto tiempo, entre los paredones de la casa; porque las nevadas que venían de repente como aquélla, y a traición, lo mismo podían ser pasajeras que durables; y en segundo lugar, ¿para qué había de ocultármelo? el mucho frío le calaba más «jondo» de lo que él pensaba con los buenos ánimos que tenía para resistirle... Pero «el hueso, el pícaro hueso envejecido como el suyo, era tierra pura, ¡tierra pura y mala que se reblandecía y desborregaba en cuanto le faltaban las lumbraducas de sol!». Otra cosa: todos los años se sacaba la nieve en los puertos su correspondiente ración de carne viva; y siempre que vio nevar por primera vez en cada invierno, se preguntó a sí mismo: ¿a qué infeliz le tocará este año la suerte? Porque nunca faltó, de una banda o de la otra quien, por descuido, por desgracia o por necesidad, se viera cogido y sepultado en la montaña por una cellerisca de nieve; y eso que no se le regateaban los socorros, sin miedo a los ejemplos de muchos que allá se habían quedado con los socorridos, envueltos en una misma mortaja. Siempre le apenaron a él estas reflexiones, hechas sobre recuerdos de desgracias que le dolieron en lo más vivo; «¡pero ahora, ¡cuartajo!, desde que soy lo que soy y he visto caer el primer trapo de nieve!... Ná, hombre, ná, chocheces de viejo apolillao hasta los tuétanos... ¡Pues mira que te vengo con buenas coplas para una ocasión como ésta!... ¿Has visto hombre más simple que tu tío Celso? ¡Pispajo con la rociná de los demonios!».

La triste verdad era que, a pesar de los alientos que había cobrado mi tío, los temporales crudos le mataban, y que los quebrantos de su cuerpo se le reflejaban en el espíritu por más que se empeñaba en disimularlo. Mientras me hablaba así y yo le respondía dando vueltas por el gabinete, se pegaba al brasero como la zarza vieja a la grieta del peñasco, y no dejaba en paz a la badila pareciéndole poco el calor que le daban las ascuas en reposo. Cada vez que llegaba yo a la puerta de la solana, miraba maquinalmente por uno de sus cuarterones, y veía cómo iban espesando los copos y se amontonaban los que el aire depositaba sobre la baranda del balcón, hasta que en una de mis vueltas noté que se formaban grandes remolinos sobre el huerto; que los copos crecían de volumen, y, por último, que empezaba a «trapear» con tal pujanza, que en un instante emblanqueció la poca tierra que se veía desde allí, y se apagaron los mortecinos destellos de la luz del sol que llevaban dos horas de luchar inútilmente con la espesura del nublado.

-Pura tiniebla -oí decir a mi tío desde el brasero-, y a poco más de media tarde. Lo siento por ti, Marcelo... y mira, llama a esas condenadas mujeres para que te traigan una luz y te sea menos triste la soledad...

Y en esto golpeaba el suelo desesperadamente con su cachava, haciéndome creer que las tinieblas le entristecían a él más que a mí. Había sobre la cómoda una bujía en su palmatoria, y me apresuré a encenderla con una cerilla de mi fosforera.

-Hombre -continuó diciéndome, mientras miraba de hito en hito cómo prendía la llama del fósforo en el pálido enteco y congelado de la vela-, yo que tú, aprovecharía estas carceladas para leer tantos libracos como trajiste contigo, y responder a tantas cartas como recibes... Porque de mí no tienes que cuidarte para nada; para nada, ¡trastajo! ¡En arrimándome a la lumbrona de la cocina, ya tengo todo lo que necesito... Y si no, con verlo basta.

Con lo que se levantó de la silla y rompió a andar el bendito de Dios, sin darme apenas tiempo para alumbrarle con la vela en lo más obscuro de los pasadizos.

¡Leer! ¡escribir! No sabía el pobre señor que cuando un hombre da en hallar tedioso el curso de las horas, no puede dedicarse a nada que le distraiga, porque necesita todo el tiempo para aburrirse, por mandato de una ley de la pícara condición humana.

Aquella noche no vino un alma a la tertulia, y la cara menos triste que hubo en la cocina fue la de Facia, la incomprensible y misteriosa mujer gris. Mi tío y yo, como lo solíamos hacer a menudo, cenamos en la perezosa: él su correspondiente ración de leche, alimento único que te había prescrito Neluco últimamente, por convenir tanto a su invencible inapetencia como a la índole de su enfermedad, y yo los ordinarios condumios de Tona y de su madre, a los que se había ido haciendo mi estómago agradecido.

Como la noche era tan larga y yo sabía bien lo interminable que le parecía a mi pobre tío la parte de ella que se destina por las gentes que tienen buena salud al reposo en la cama, procuré que nos acostáramos lo más tarde posible, después de haber cenado los tres sirvientes y recogídose la vasija, y vuelto todos a arrimarse a la lumbre, y probado yo, con poca fortuna, sacar a Tona de la esclavitud de una modorra que la tenía en continuo cabeceo, y a Chisco de su impasibilidad sospechosa. Pero mi tío, que todo lo observaba, dio pronto la voz de «vámonos», y se levantó de su sillón, más agradecido que satisfecho de aquel tan notorio como inútil sacrificio que todos estábamos haciendo por él.

Antes de acostarme salí un momento a la solana para ver cómo quedaba la noche. Continuaba nevando, y todo lo vi negro por el cielo y blanco por la tierra, sin que turbaran la serenidad de aquel cuadro melancólico otros rumores que los del río, muy encrespado con los tributos de las pasadas celliscas y el que estaba recogiendo de la nieve que se deshacía a su contacto con él.

Me desperté muy temprano al otro día, y por satisfacer una curiosidad en que había mucho de pueril, me asomé al balcón, bien arropado. Había cesado de nevar, pero estaba el cielo encapotado, «de color de panza de burra». Yo había visto nevadas en Madrid y en París y en San Petersburgo,... muchas nevadas, pero siempre en terreno llano y entre calles: es decir, una alfombra de lienzo algo sucio sobre la vía pública, y mantas de vellones blancos tendidas en los tejados de enfrente; nevadas, en fin, de teatro, sin la más remota semejanza con lo que estaba viendo desde la solana de mi tío. Parecía que las montañas del contorno habían triplicado su altura, y la unidad de color de todas ellas con la redondez de formas que les daba la acumulación de la nieve sobre sus naturales y bruscas asperezas, cambiaba a mis ojos todos los términos y todas las líneas del panorama que tan conocido me era. No hallaba en el nuevo un solo detalle con que orientarme para reconstruir el que se había borrado en pocas horas. Arboledas, senderos, cañadas, todo había desaparecido, o debajo de la nieve, o por los engaños de la luz sin claro-obscuro; cielo, montes, valles... todo era lo mismo, a modo de descomunal cantera de sal refinada o de cal viva, en cuyo fondo estuviera yo. Ni un ave en el espacio, ni un ser viviente en el suelo en cuanto abarcaba la vista, y el rumor continuo, igual, monótono, del invisible río, como si fuera el estertor de la naturaleza, que se moría tiritando, anémica y abotargada por la frialdad.

Me volví pronto al gabinete, muy mal impresionado, y hallé en el relativo calor de la alcoba un momentáneo remedio al frío glacial que en la solana había penetrado como una saeta en mi cuerpo y en mi espíritu.

Lavoteándome estaba aún para buscar por este medio una reacción consoladora, cuando entró Facia de puntillas por creerme todavía durmiendo, con el brasero que había sacado del gabinete por la noche, según costumbre, antes de acostarme yo. Viéndome levantado, me dijo que se alegraba, porque tenía que darme una noticia, y no buena. Pensé que se trataba de mi tío, y me alarmé.

-No es del amu, gracias a Dios -me dijo respondiendo a una pregunta que la hice, que ha pasau bastante bien la noche, y ya está calentándose en la cocina.. Es del probe Pepazos.

Preguntéla qué le había ocurrido a Pepazos, y me contestó que no había vuelto a casa desde que había salido de ella la tarde anterior.

-Pero ¿por qué camino tomó al salir? -volví a preguntar.

-Por el de los puertus -me respondió la tétrica mujer muy apenada.

Me estremecí recordando lo que me había dicho mi tío sobre los tributos que cobran cada año las nieves en las montañas. Entrando en más explicaciones, supe que Pepazos, en cuanto vio caer los primeros copos de nieve, salió en busca de unas yeguas de su casa, que antes del mediodía andaban pastando en una hoyada a menos de una hora del pueblo, monte arriba. Las había visto él mismo. Tienen las yeguas libres la extraña condición de huir de las nevadas hacia las cumbres, al revés que todos los animales domésticos. Dícese que lo hacen por aversión instintiva al cautiverio. Será o no será así; pero es un hecho constante aquella singular costumbre. Por tenerlo Pepazos bien sabido, salió en busca de sus yeguas cuyo paradero conocía. Suponíase que los cerriles animales, presumiendo la que su amo trataba de jugarles, huirían hacia las alturas. Otro que Pepazos, al ver esto y pensando en la nevada que se venía encima, porque bien claras estaban las señales de ella, habría dejado que el diablo se llevara las yeguas y vuéltose al pueblo por de pronto; pero era, tras de poco avisado, muy terco, nada aprensivo y confiado con exceso en su robustez de encina, y se las apostaría a los veloces animales como si todos fueran unos; y así, corriendo tras ellos de cañada en cañada y de loma en loma, a lo mejor, se vería entre la oscuridad de la noche y con los caminos borrados por la nieve. De modo que si no había tenido la fortuna, como también se creía, de caer en algún invernal, covachona o cosa así, era hombre muerto a aquellas horas, porque debía de haber en los montes más cercanos cosa de una vara de nieve. ¡Era mucho lo que había trapeado desde la caída de la noche!

No me pareció mal razonado este triste pronóstico, y pregunté si se pensaba hacer algo en vista de él; a lo que me respondió Facia que ya estaba hecho cuanto podía hacerse. Al romper el alba habían salido del lugar, no todos los hombres que se brindaron a ello, porque hubieran sido demasiados, sino los que se escogieron por más a propósito por su robustez y por su experiencia: cosa de una docena de ellos en junto. Pidiéndola nombres de aquellos valientes y caritativos convecinos, citóme el primero a don Sabas, que no faltaba nunca a esas llamadas, por considerarse necesario como cualquier otro para atender al negocio de la vida del socorrido, y único en su parroquia para el negocio del alma, si llegaba a tiempo y desgraciadamente no alcanzaba ya para otra cosa; después me nombró al médico, que no cabía en su casa en cuanto sabía que estaba algún convecino en la apurada situación de Pepazos; luego a Chisco, uno de los hombres más arrojados, más fuertes y más entendidos para aquella casta de faenas; y después de nombrarme a otras personas que no me eran tan estimadas, por haberlas tratado menos, cerró la cuenta con Pito Salces, mozo capaz de los imposibles, siempre que hubiera a su lado quien le impidiera hacer una barbaridad; y tres perros de buena nariz, uno de ellos Canelo.

Me pareció aquella empresa harto más alta que la mía de la antevíspera, no sólo por la calidad del enemigo, sino por la grandeza de los fines, y pedí a la mujer gris algunos informes sobre la manera de llevarlo a cabo. Iban los expedicionarios provistos, ante todo, de «barajones», unas tablas con tres agujeros cada una, en los cuales se meten los tarugos de las abarcas. No había nada como ello para andar sobre la nieve sin que se hundieran los pies ni se formaran pellas entre los tarugos. Llevaban también palas, azadas, cuerdas y otros útiles para abrirse paso donde no le hubiera descubierto, o mandar algún auxilio desde arriba adonde no pudiera bajar un hombre por sus pies; no se les olvidaría el aguardiente ni algo de alimento sólido, ni de ropa seca si la había a mano... ni un poco de botiquín, puesto que iba el médico; porque había que pensar en todo. De esta manera emprenderían la marcha hasta la «joyá» adonde había ido Pepazos a recoger las yeguas, y después tomarían el rumbo que más acercado creyeran al que pudo tomar él, corriendo detrás de los fugitivos animales. Por de pronto, ya había la casi seguridad de que el camino le habían llevado uno y otros cuesta arriba. Con estas precauciones y la buena voluntad de todos, se podía esperar algo... aunque no mucho, si Dios no tomaba el caso de su cuenta. De todas suertes, no cabía hacer cosa mayor que la que se había hecho, en la pequeñez de las fuerzas humanas.

Me advirtió también Facia que mi tío no sabía una palabra del suceso, y yo la recomendé mucho la necesidad de que no llegara a conocerle, inventando una disculpa cualquiera para explicarle la ausencia de Chisco si la notara. Y en eso quedamos.

Cuando la mujer gris me dejó solo en mi cuarto, me empeñé obcecadamente en considerar por su lado más negro la generosa empresa acometida por aquellos abnegados tablanqueses, y volví a asomarme al balcón. No nevaba entonces, pero se me oprimió el espíritu al ver el aspecto ceñudo y amenazador que presentaba el cielo; y, sin embargo, sentí cierta mortificación del amor propio por no haberse contado conmigo para formar parte de aquella denodada legión, ¡como si no hubiera sido yo un verdadero y continuo estorbo en ella! Pero si no la acompañé materialmente, no la aparté un instante de mi memoria; y por eso, al asomarme a los cristales de mis observatorios (y lo eran todos los claros de la casa), cada copo solitario e indeciso que pasaba al alcance de mis ojos, me inquietaba mucho por creerle mensajero de otros mil y mil millones de ellos. Afortunadamente estaba el aire en calma, lo cual hubiera hecho menos temible en el monte un recrudecimiento del temporal.

Así continuaron las cosas hasta muy cerca del mediodía. A esa hora aparecieron por el Noroeste unos celajes negros, sucios, tormentosos; vi, casi al mismo tiempo, que las arboledas y puntas salientes de los montes que cercaban el valle por el lado opuesto, como por la fuerza de un estremecimiento instantáneo se desnudaban de sus envolturas de nieve, las cuales caían en cataratas, levantando al caer blanquísimas polvaredas que arrastraba el aire embravecido ya; y a muy poco rato, que de la nube más baja y más lejana y más negra, se desprendía una masa en forma de cono invertido, y que su cúspide se unía con la de otro que ascendía de la tierra. Fundidos así los dos conos, formaron una gigantesca columna, la cual, girando al mismo tiempo vertiginosamente sobre su eje, vino avanzando hacia el valle y llegó a él y le atravesó a lo ancho, tocando casi el suelo con su base y elevando el capitel enorme por encima de los más altos picachos del Este. Acompañábala un siniestro rebramar, y una luz tétrica que apenas me dejó ver el estrago de su choque contra el obstáculo inconmovible de los montes, sobre los cuales se deshizo en negros y deshilados jirones. ¿Qué sería de los infelices errantes por sus cumbres y laderas?...

Bajo el peso terrorífico de esta idea, pasó una hora, durante la cual volvió a reinar la calma en la Naturaleza; pero no llegó al valle ninguna noticia de los infelices expedicionarios.

Me llamaron a comer, sentéme a la mesa y no comí, ni siquiera supe disimular bien las inquietudes que eran la causa de ello delante de mi tío que no me quitaba ojo; inventé para tranquilizarle una mentira sandia y mal zurcida, y al fin me levanté de la perezosa, dejando al pobre señor persuadido de que mi resignación estaba a punto de agotarse en presencia de aquel negro temporal. Preferí que creyera esto a descubrirle la verdad; le dejé reposando lo que él llamaba su comida, y me volví a mi ronda, de claro en claro, por todos los ventanillos de la casa. Continuaba encalmado el viento y nevaba muy poco; pero Chisco no asomaba por ninguna parte, ni una noticia de las que yo esperaba con un ansia que tocaba en lo febril.

Llegó la media tarde, sombría, oscura, tétrica y como preñada de horrores para cuantos la contemplaran con ojos como los de mis recelos.

Ni nevaba ni ventaba ya, ni se oía una voz, ni una pisada ni un golpe, ni a la casona ni al pueblo se encaminaba alma nacida por ninguna senda de las visibles. Todo era silencio y lobreguez y amenazas de una noche tremenda para el infeliz que anduviera vivo y errante entre las inclemencias de la montaña. Mis inquietudes no cabían ya dentro de mí, ni yo dentro de la casona. Me calcé y me abrigué convenientemente; bajé al portal con muchas precauciones para que no lo notara mi tío, y emprendí resueltamente el camino del pueblo, borrado en absoluto por la nieve. Me costó el descenso del pedregal más de cuatro costaladas; pero llegué vivo y pronto. No aspiraba yo a otra cosa. ¿A qué puerta llamar? A la primera. Llamé. Iguales temores allí que los míos, y ni una noticia más; es decir, ninguna noticia. Internéme en el lugar y llamé a otra puerta, que resultó ser la del Topero. Buena fuente para los informes que yo iba buscando. Hallábase la familia vagando por la casa y por el portal, sin hablar una palabra y tropezando unos con otros, asomándose a los esquinales, mirando por aquí y escuchando hacia allá, y volviéndose adentro y tornando a salir. Tenía los ojos Tanasia como puños, de tanto llorar; y en cuanto me vio a mí se llevó el delantal a ellos; y tal fue su desconsuelo, que parecía echar el alma en cada sollozo. Por lo demás, estaba muy guapa. Temiéndome lo peor, la pregunté por qué lloraba, y me respondió, entre jipidos y lagrimones, que si me parecían pocos los motivos.

-Ya pué ver -me dijo el Topero viniendo en su amparo-, con la cellerisca negra de jaz pocas horas, y lo que está en el monti sin sabese de eyu...

Me acordé de Pepazos; pero también de Chisco. ¿Por cuál de los dos lloraría Tanasia? No pudiendo preguntárselo (aunque hubiera sido ociosa la pregunta), traté de consolarla. No lo conseguí de pronto, porque era mucha tempestad para calmarla en un solo conjuro; pero a los dos o tres que la hice, no quedaron de ella más que la hinchazón de los ojos y algún que otro suspiro mal devorado en el pecho. Utilizando el influjo que indudablemente había alcanzado yo en esta prueba sobre el ánimo de Tanasia, sentí como esperanzas de arrancarla el secreto de su corazón a poco que me empeñara en ello; pero estaba el mío vivamente interesado en otro asunto muy diferente, y me pareció el empeño hasta una profanación. ¿Qué importaban ya las preferencias amorosas de la hija del Topero, cuando Chisco y Pepazos, con todos los que habían subido a la montaña con el primero en busca del segundo, podían no ser más, a aquellas horas, que un montón de rígidos cadáveres mal envueltos en la mortaja de la nieve? Arrastráronse hacia este lado todos mis anhelos, y acosé a preguntas ociosas a todos y a cada uno de los de la casa. Lo único que saqué en limpio y de nuevo fue la noticia de que tan pronto como pasó la tromba de mediodía, había salido otra expedición de valientes; pero no más que «contra eyus», «contra» los que faltaban; es decir, a su encuentro, o ver si los columbraban desde cierta distancia. No se podía hacer otra cosa, ignorándose, como se ignoraba, su rumbo y su paradero en una tarde tan corta, tan amenazante y con el temor de una noche como la que se barruntaba. Lo cierto es que había motivos sobrados para estremecerse y temblar, como me estremecía y temblaba yo pensando en don Sabas, en Neluco, en Chisco, en Pito Salces... Dios piadoso, ¡qué sería de ellos y de cuantos los habían acompañado en su denonada empresa!

Y pensé también en la nieta de don Pedro Nolasco y en el mismo octogenario Marmitón, y en su hija, si eran sabedores de lo que ocurría. Pero ¿cómo ignorarse en aquella casa lo que era tan sabido y tan llorado en todas las del lugar? Y en esta situación, ¿quién se acercaba, sin un consuelo racional, a aquella familia, sobre todo a Lita, que debía de hallarse tocando el cielo con las manos, y no de ira, sino de espanto, de consternación, al pedir a Dios por la vida de todos, y particularmente por la de Neluco? Por eso no me acerqué yo, al cabo de los tres cuartos de hora bien corridos que pasé en casa del Topero luchando con la duda.

Así llegó el crepúsculo, torvo, silencioso, amenazante, como ladrón asesino que aguarda las tinieblas de la noche para consumar el crimen forjado en su cerebro. Cuantos cálculos hacíamos para engañarnos unos a otros, resultaban increíbles en presencia de la realidad de tantas horas transcurridas sin saber nada de los ausentes, y, sobre todo, de aquella noche espantable que se venía encima de Tablanca y que, si llegaba antes que ellos, podía considerarse ya como su losa funeraria. Yo sostenía que no, contra todas mis convicciones, porque era muy duro rendirse sin protesta en tan apurada situación de espíritu, y no alentar un poco el de aquellas honradas gentes, harto más competentes que yo en el punto que ventilábamos.

-Pase -llegué a decirles-, que Pepazos, que está «allá» desde anoche, solo, desprevenido... ¡Pero los otros!... bien pertrechados de medios de defensa, con víveres abundantes... En fin, que de éstos casi respondo yo.

Observé que le gustaba el razonamiento a Tanasia, aun en la hipótesis de dar por difunto a Pepazos, y esto me animó a distinguir y encarecer las valentías de Chisco entre las de todos los valientes que le acompañaban, lo cual fue menos del agrado del Topero que del de su hija, señal bien evidente de que el Tarumbo no estaba mal informado acerca de este delicado particular. Pero no di al descubrimiento la importancia que le hubiera dado en otra ocasión, porque las impaciencias nos consumían, y notaba que, como si allí no hubiera más ánimos que los míos, a medida que se los infundía a Tanasia y a su familia, iba quedándome yo sin ellos. Pensaba al propio tiempo que cambiando de lugar cambiarían de cara los sucesos, con noticias que podían salirme al paso cuando menos lo creyera; pensaba también en mi pobre tío, a quien había dejado solo y entristecido por mis mal traducidas preocupaciones; y pensaba, por último, en la tenebrosa noche que estaba ya llegando, y en los peligros de que me cogiera en el camino, aunque no muy largo, de mi casa.

Salí, pues, de la del Topero, salpicándome el vestido los copos de nieve que empezaban a caer; y apretando bien el paso y aprovechando la escasísima luz que quedaba del día para mirar en todas direcciones buscando con los ojos lo que no encontraba por ninguna parte, llegué pronto a la casona, en la cual hallé a mi tío muy apurado por mi ausencia, que le expliqué como mejor pude, y a la mujer gris que me devoraba con los ojos pidiéndome noticias que esperaba yo obtener de ella. Ni había vuelto Chisco, ni por allí había pasado alma viviente que diera cuenta de él ni de los otros. Y a todo esto, mi tío echándole ya en falta y Facia y Tona y yo viéndonos negros para ocultarle la verdad de lo que ocurría, y la nieve espesando, y avanzando las tinieblas de la noche... ¡Dios eterno, qué anhelación la mía! Cuando se cerraran los portones de la casa, y Chisco no estuviera dentro de ella, y aquel infeliz señor lo supiera, y tuviéramos que enterarle de la verdad... ¡qué puñalada para él!

Y acabó la noche, al fin, de envolver la casona y el valle y las montañas en la más densa e impenetrable oscuridad; se cerraron los portones, se avivó la fogata de la cocina, se arrimó a ella mi tío en el sitio de costumbre, pero inquieto y alarmado también, porque nos veía alarmados e inquietos a todos los que vagábamos como sombras, más que andábamos como personas, en su derredor... y ¡nada, ni una voz afuera, ni un golpe, ni un silbido... El silencio, la soledad, el frío de los sepulcros, ¡la muerte por todas partes! Jamás me había parecido la majestad de Dios tan imponente, ni le había rezado con más fervor que entonces, mientras andaba yo de puerta en puerta mirando y escuchando, sin ver ni oír más que la insondable negrura de la noche, el incesante bramar del Nansa, que, más que ruido, parecía la respiración del silencio y los latidos descompensados de mi corazón.

Así pasó una hora que me pareció un siglo; y ya iba yo a preparar a mi tío (que languidecía por momentos sin atreverse a preguntarnos una palabra) para la terrible noticia con un discurso muy mal hilvanado, cuando quiso Dios que se oyeran dos recios golpes en el portón que da a la calleja. Aquello era, cuando menos, una tregua en la espantosa agonía que estábamos sufriendo todos dentro de aquellos ennegrecidos muros. Pero si el que llamaba no era Chisco o quien nos trajera noticias suyas y de los demás ausentes, ¿no había para matarle, fuera quien fuera?

Yo mismo cogí el farol que estaba encendido desde mucho antes por un lujo de precauciones tomadas a falta de cosa mejor y más tranquilizadora en que ocuparme, y bajé de tres en tres los peldaños de la escalera; llegué al portón al mismo tiempo que se repetían en él los garrotazos, y con mano torpe y acelerada solté el barrote que le aseguraba por dentro, destranqué y abrí. Dos bultos aguardaban afuera. Levanté el farol para reconocerlos antes de dejarlos entrar, y conocí ¡Dios misericordioso! a Neluco y a Chisco... También Canelo estaba allí, acurrucado. Entraron, me abalancé a ellos y los abracé casi llorando de alegría. ¡Pero en qué estado se hallaban! Chisco, macilento, desalentado, con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo. Neluco, despeado y lacio; y los dos empapados en agua de pies a cabeza, yertos, amoratados de frío... Invadiéronme de nuevo los sobresaltos y las inquietudes, y les pregunté con un miedo horrible a las respuestas:

-¿Y don Sabas?

-Bueno -me respondió Neluco con voz empañada.

-¿Y Pito Salces?

-También.

-¿Y Pepazos?

-¡Por el amor de Dios! -interrumpió el médico empujándome hacia el fondo del estragal-. Ropa seca y un poco de lumbre para mí, y una cama para éste, antes de todo; y calentándonos hablaremos después.

-Es que está mi tío en la cocina -repliqué temiendo que no pudiera decirse delante de él todo lo que Neluco tuviera que contar.

-No importa -respondió impaciente y andando, llevándose por delante a Chisco que parecía insensible a cuanto le rodeaba.

Cerró Facia el portón, y subimos todos.