Peñas arriba/Capítulo XVI
Capítulo XVI
No había que pensar ya en nuevas excursiones por la montaña: con la última se habían agotado mis fuerzas y colmado la medida de mi poco exigente curiosidad. El cuerpo y el alma me pedían reposo durante algunos días; y después... Pero ¿habría después cosa nueva en que distraer mis ocios interminables? ¿Volvería a encontrar interés en lo visto y gozado ya? Y en caso afirmativo, ¿me permitirían esos lujos los invernizos temporales que, por milagro de Dios, no se habían desencadenado aún sobre Tablanca y sus contornos? Por de pronto, la vida que había hecho durante aquellas dos semanas, muy corridas, de plácida y bien soleada temperatura, no había dejado de darme frutos muy dignos de estimación. Con mis correrías incesantes, si no logré hacerme a la tierra tan pronto y tan completamente como esperaba mi tío y lo deseaba yo, cuando menos mataba el tiempo de día y hallaba por la noche temas abundantes para amenizar un poco la tertulia de la cocinona y las conversaciones de la mesa de mi tío; comía con excelente apetito, y los condumios de la mujer gris y de su repolluda hija me sabían a gloria; sentíame animoso y fuerte, y me dormía como una marmota en cuanto tendía el cuerpo sobre la cama; descuidaba mucho la lectura de los periódicos que recibía de Madrid, y al escribir a mis amigos, ya no iban mis cartas empapadas en el tinte melancólico de los primeros días; íbame pareciendo más llevadera la visión incesante de los peñascos en mi derredor, y la miserable cortedad de los horizontes no me asfixiaba; en fin, que si no me había «hecho a todo», concebía ya la posibilidad de ello.
Dígalo, si no, el ejemplo de la tertulia: al principio me era insoportable; y cada tertuliano, nuevo para mí, que se presentaba en ella, me parecía más zafio y más insulso que los anteriores; no hallaba chiste en sus «humorismos» expresados en un lenguaje mutilado y convencional, ni motivo, por lo tanto, para algunas risotadas vergonzantes que hasta llegaban a incomodarme, como si me ofendieran; hastiábame la simplicidad de los asuntos que más les interesaban a ellos, y sin poderlo remediar acordábame del resobado lamento del poeta latino desterrado en el Ponto: el bárbaro parecía yo, que a nadie entendía ni de nadie era entendido allí. Intentaba buscar en mis libros y periódicos, en la soledad de mi habitación, el remedio contra estos aburrimientos de la cocina; pero el temor de que lo tradujera mi tío en señal de menosprecio de sus rudos tertulianos, me contenía. Viéndome forzado a alimentar el espíritu de todo ello, llegué poco a poco a paladearlo sin repugnancia, y muy pronto acabé por encontrarlo agradable a falta de cosa mejor. Lo mismo me había pasado con los condumios de Facia. Aprendí el valor castellano de los modismos locales con que se alimentaban y entretejían las conversaciones de la tertulia, y el roce obligado y continuo con ellas me dio el conocimiento que me faltaba de las materias «conversables». Y ya estaba hecho el milagro; porque sabido y de sentido común es que no hay cosa que nos interese mientras la desconozcamos; y como corolario de este axioma, que, por mínima que ella sea, nos resulta interesante en cuanto la conocemos. Valga el ejemplo de un amigo mío tocado de la pasión de hacer palillos de dientes, sólo porque domina el arte con rara habilidad.
Ello fue que en la primera semana ya metía yo mi cuchara en las conversaciones y porfiaba en serio con aquellos rústicos sobre temas de su alcance que empezaba yo a penetrar; que iba distinguiendo los caracteres, las triquiñuelas y zunas de cada uno, y que me sentía muy halagado por los elogios de todos ellos a mis proezas de excursionista y de cazador. Mi tío se bañaba en agua rosada con estas cosas, porque las tomaba por señales de mi rápida aclimatación; y yo me complacía en ver con qué escaso esfuerzo de mi parte le proporcionaba uno de los pocos goces a que podía aspirar ya el pobre viejo. Después, mis visitas al pueblo, el caso de Facia relatado por Chisco, la adquisición de la amistad del médico y lo que con todo ello se fue enlazando naturalmente, dieron nuevo empuje a esta buena tendencia mía y me infundieron mayor apego a las cosas y vicisitudes de aquellas sencillas gentes. Veía con gusto aumentarse de día en día la tertulia y estudiaba la catadura y el carácter de cada tertuliano nuevo para mí, con el mismo interés que si se tratara de un recién llegado a los salones de «la» Medinaceli; y si, por ejemplo, me decía mi tío a la oreja cuando se presentaba uno en la cocina por primera vez en la temporada: «ése tiene la gracia de Dios para contar cuentos», sentíame tocado de igual curiosidad que si en una fiesta aristocrática me dijeran: «ése que acaba de llegar es el orador que ha derribado esta tarde en las Cortes al Gobierno» o «el autor del libro H del drama Z». Tenía razón Neluco cuando me afirmaba que el hombre de inteligencia cultivada lleva en sí propio los recursos necesarios para vivir a gusto en todas partes, con tal de que no trueque los cabos de la polea ni se empeñe en subir lo que está abajo, en lugar de bajar lo que está arriba, hasta conseguir el nivel de ideas apetecido para un fin determinado.
Lejos de corregir el juicio que había formado yo del temperamento de los tablanqueses al «verlos pasar», como quien dice, en el porche de la iglesia o en las callejas del pueblo, me afirmé más y más en él cuando los traté de cerca en la cocina de mi tío y logré estudiarlos en pleno ejercicio de todos sus componentes físicos e intelectuales; porque allí y sólo allí era donde exponían y ventilaban los asuntos más importantes de su vida, al calorcillo de las fogatas de la cocinona y bajo la presidencia de don Celso, que siempre daba en el clavo de lo mejor y más conveniente, lo mismo con una cuchufleta que con un dictamen formal. Eran, sin excepción de uno solo, parsimoniosos en extremo y de blanda condición; y en sus tiroteos de broma, a los que son muy aficionados, despilfarraban las metáforas, llenas de colorido local, griegas para mí al principio, y muy donosas después que supe traducirlas a mi lengua. Íbame pareciendo la de ellos, entre tanto, más dulce y cadenciosa de ritmo cuanto más la oía «sonar».
El cura don Sabas concurría muy a menudo y tan soso como la primera vez; pero a mí ya no me lo parecía después que le había visto tan «elocuente» sobre los riscos de la montaña: consagrábale por eso cierta veneración, independiente de la que le debía por su investidura y por sus virtudes, y se me antoja que no lo desconocía él ni le desagradaba. Como que se había jactado más de una vez delante de mí, de que con esas ataduras había de amarrarme él a la tierra de mis mayores, y para siempre jamás, «per saecula saeculorum»: así, hasta en latín, había recalcado la jactancia. Don Pedro Nolasco sólo dos o tres veces había vuelto a la tertulia; y eso «por ser yo quien era», porque se arreglaba ya muy mal, a los años que tenía, con las asperezas de los callejos en la oscuridad de la noche, aunque llevaba linterna. Neluco frecuentó más la cocina al principio que al fin de aquella temporada, y yo creo que lo hizo con el fin caritativo de abreviarme el periodo de «aclimatación», porque le notaba yo muy diligente en echar hacia mí los temas de las conversaciones, en traducirme las metáforas y en ayudar a mi tío en su incesante tarea de avivar fuegos de la tertulia aguijoneando a los concurrentes más activos.
Allí conocí al Topero, el padre de Tanasia, y a Pepazos, el novio preferido a Chisco por el Topero para su hija, al decir del Tarumbo, que también se descolgaba a menudo por la cocinona. El Topero era un hombre de mediana edad, cuadradote de espaldas y algo rojo de greñas, poco hablador y muy hábil en la labor que llevaba a la tertulia (era raro el tertuliano que iba sin ella): «pintar» abarcas con la punta de su navaja. Despachaba tres o cuatro pares cada noche, por lo que tenía buen repuesto de ellas en preparación en casa de mi tío, como le tenían otros de «cebillas», de «colodras» y hasta de «banillas» (tiras finas de avellano) para hacer «maconas» (cestos grandes), porque aquélla parecía, por esa y otras señales, la casa de todos..., hasta para establecer en ella su oficina, cuatro veces cada año, el cobrador ambulante de contribuciones.
Pepazos era un Alcides capaz de echarse sobre sus hombros fornidos el mismo peñón de Bejos a poco que se le hurgara el amor propio; coloradote, mofletudo, con las cejas unidas y muy peludas sobre unos ojazos de buey. Ese pulía y remataba «zapitas», que con ser la que menos capaz de dos azumbres de leche, no se veía sobre sus muslos bombeados y entre sus manos grandonas. Trabajaba muy de prisa, pujaba mucho en sus arremetidas a contraveta y en los cambios de postura; y fuera de su labor, nunca estaba atento a nada más que lo poco que se le ocurría al Topero, y eso para celebrárselo con una risotada que jamás venía al caso. Yo solía mirar entonces a Chisco que siempre andaba en el último rincón de la tertulia; pero el condenado de él, o no había caído en la malicia, o se hacía el desentendido. No pudiendo acomodarme a las injustas preferencias del Topero, complacíame algunas veces en ponderarle, trayendo el asunto por los cabellos, las valentías de Chisco y sus prendas de mozo casadero, de las que, a mi modo de ver, debían de estar codiciosas las mejores mozas de Tablanca. ¡Válgame Dios, qué pujar entonces el de Pepazos, qué sudar el de sus carrillos, qué revolcones los suyos sobre el banco, qué bailar entre sus manos aceleradas el de la «zapita», mientras el Topero metía por la almadreña la cara envuelta en humaredas de la pipa de rabo corto que nunca retiraba de su boca! En estos casos ya se clareaba Chisco un poco más, y le notaba yo el gozo con que saboreaba los «atragantos» de su rival, y hasta me pagaba el favor en una mirada dulzona, con su poco de guiñada. Y eso que estaba yo convencido de que llevaba la carga de sus amores con la misma acompasada parsimonia que las llevaba todas y me acompañaba a mí por los vericuetos y hondonadas de los montes. Pero hay siempre en el corazón del hombre más honrado una fibra de perversidad mal dominada que le procura un goce en la mortificación de su vecino, con un pretexto de caridad mal entendida; y yo creo que una fibra de esa mala casta era la que me impelía tan a menudo a mortificar al pobre Pepazos y al Topero, más bien que el propósito de favorecer a Chisco, que quizás no lo necesitaba o no lo echaba de menos.
El Tarumbo no llevaba nunca labor propia; pero, en cambio, estaba siempre pendiente de la que hacían los demás. Cuando el Topero terminaba un par de abarcas, le traía otro del montón de las que tenía preparadas, y lo mismo hacía con las zapitas de Pepazos y con las banillas o las colodras o las cebillas de los que las necesitaban. Hablaba hasta por los codos, y siempre eran las desdichas ajenas las que le arrancaban los mayores lamentos.
A Pito Salces se le hallaba indefectiblemente a los alcances del roce con Tona en sus manipuleos de cocinera diligente: hacia el rabo de la sartén, por ejemplo, y en los linderos del camino más trillado entre el fogón y la alacena del aceite y las especias. Se le sentían los ímpetus de su amor corriéndole hasta por los brazos inconmensurables, como el agua de lluvia por las mangas de un tejado; reviraba los ojos hacia Tona, y se devanaba a sí propio, como en un ovillo, cuando la jampuda moza se acurrucaba delante de él o le tocaba al pasar hacia la alacena. No hubiera sido bien visto de don Celso que la requiriera allí de amores, suponiendo que la hubiera tolerado ella, y se consolaba con aquellas internas expansiones, tan poco disimuladas.
La pobre Facia, desde lo de aquella noche, apenas se dejaba ver en la cocina durante la tertulia, y ni allí ni fuera de allí sabía hacer cosa con arte; ¡ella que era antes un brazo de mar para el gobierno de la casa! Con excepción de Chisco que era de ella; de Chorcos que iba por Tona, y de Pepazos que quería dar en el corazón de Tanasia por la tabla de su padre, bastante más codicioso que la hija, todos los tertulianos de la cocinona eran hombres muy maduros: los mozos preferían las tertulias de mujeres, o «jilas» (hilas), de las que había dos o tres en el pueblo. A una de ellas concurría a menudo la hija del Topero, con su correspondiente rueca bien cargada de lino, bajo el roquero pinto con lazos y lentejuelas, y si Pepazos no se dejaba ver en aquella tertulia con igual frecuencia que Tanasia, bien sabía Dios que consistía en lo vergonzoso que él era delante de la mozona y con testigos que ya estaban en el ajo de sus deseos; pero iba alguna que otra vez para dar aquel regalo a sus ojazos mortecinos, y esas noches eran las únicas que faltaba de la cocina de la casona.
Reflexionando yo muchas veces sobre lo que más me llamaba la atención en ella, que no eran seguramente éstas y otras pintorescas trivialidades de determinados concurrentes, sino aquella familiaridad cariñosa, aquella rara, profunda, íntima trabazón afectiva entre todos ellos y mi tío, recordaba la comparación que de este caso original me había hecho Neluco en la primera conversación que con él tuve, y no me parecía rigurosamente exacta: más que un organismo de miembros subordinados al imperio de la cabeza, me parecía una familia con todas las comunes variedades de aptitudes y temperamentos, unida por el amor desinteresado, tan propio y natural entre todos sus miembros, y gobernada por la experiencia, la abnegación y la sabiduría del padre. Persuadido de esto, tenía por imposible la sustitución de un hombre como don Celso con otro como yo para llenar el vacío que él dejara con su muerte en el vecindario de Tablanca. Entre él y mi tío había una completa y absoluta compenetración de ideas, de sentimientos y de propósitos, que no podía haber tratándose de mí, enteramente extraño a la tierra y sus costumbres, por nacimiento, por educación y por hábitos adquiridos en otro mundo tan distinto de aquél. ¿Cómo no se le ocurría esto a Neluco, ya que tan disculpable era en la inexperiencia de otras muchas personas el que no se les alcanzara? Y sin embargo, días andando, me salió con la misma copla nada menos que el docto y experimentado señor de la torre de Provedaño. ¿Se equivocarían todos ellos, rústicos y civilizados, al coincidir tan exactamente como coincidían en una misma idea? ¿Trataría yo de curarme en sana salud, sin darme cuenta de ello, cuando me consideraba en lo cierto creyendo todo lo contrario de lo que ellos creían? Por fortuna no me preocupaba el punto dudoso, porque no había racionales motivos de que llegara a quitarme el sueño. Ni las pretensiones de los que bien me querían allí, ni la abnegación caritativa de mi parte, debían pasar de ciertos límites.
De todas maneras, tampoco el hallazgo de aquella patriarcal y mínima república en lo más escondido de una comarca salvaje, considerada por mí en los primeros instantes como un destierro inclemente, era para despreciado. En fin, que no hubiera sido justo en quejarme de mi suerte al siguiente día de mi larga expedición acompañado de Neluco, hecho el recuento minucioso de los frutos que me habían dado aquellas dos largas semanas de correrías y exploraciones.
De este recuento traté de separar algunas partidas principales, a título de «reservas», para las eventualidades del invierno, que no podía tardar mucho en dejarse caer sobre Tablanca, y empecé a contar por los dedos: Chisco, su camarada Pito Salces, Tanasia y su padre el Topero, el Tarumbo, Neluco Celis, don Pedro Nolasco, su hija Mari Pepa y su nieta Lituca, el párroco don Sabas Peñas, Facia, la mujer gris; Tona, su hija; mi tío Celso y el escenario de Tablanca. Todo esto allí, al alcance de la mano; y fuera de allí, la familia de Neluco en Robacío; en Promisiones, el hidalguete mi consanguíneo, y más allá, dominándolo todo y alzándose sobre todo como un faro de poderosa luz, la figura escultural del caballero de la torre de Provedaño.
Después de hecha esta segregación, procedí al análisis de las partes de ella que más interés podían ofrecerme desde el punto de vista en que yo me colocaba: Chisco, un tanto flemático, con puntas de socarrón y marrullero, aspirando a casarse con Tanasia, guapa moza de verdad, en competencia con Pepazos, preferido del Topero, porque tenía algunos bienes que le faltaban a Chisco, y no me constaba de toda certidumbre si de Tanasia también, a pesar de lo arlote y simplón que era Pepazos. Todo el interés de este juego dependía del calor con que le tomara Chisco. Pito Salces era un brasero que se consumía por Tona: eso saltaba a la vista; y como también era medio pieza doméstica en la casona de mi tío, amén de noblote de alma y muy arrimado al trabajo, a poco que Tona hiciera por sí, el resultado no era dudoso. Facia. ¡Esta sí que me daba que pensar cuanto más reparaba en ella! Al espanto de aquella noche, recién llegado yo a Tablanca, habían sucedido otros dos por el estilo; pero como huía de mí en cuanto me acercaba a ella con propósitos de interrogarla sobre tan extraño particular, después de pedirme con las manos juntas y por el amor de Dios que no le dijera a mi tío una palabra de lo que estaba notando, limitábame, por complacerla, a observarla desde lejos y a no perderla de vista mientras me fuera posible. ¿Qué diablos podía haber allí? ¿Eran fantasmas, alucinaciones histéricas de la pobre mujer tan castigada por la desgracia a lo mejor de su vida, o estaba bajo el peso insoportable de alguna nueva desdicha? Neluco Celis: continuaba pareciéndome lo mismo que me pareció cuando le hablé por vez primera: discreto, simpático, de clarísima inteligencia y noble corazón, y un arca cerrada para guardar lo que a mí se me antojaba que debía estar al alcance de mi vista: verbigracia, su inclinación amorosa a la nieta de don Pedro Nolasco. Porque yo no podía concebir que Lita y Neluco no se amaran, como no lo concebía tampoco la matrona locuaz de Robacío, ni lo concebiría nadie que tuviera entrañas de humanidad y vislumbres de buen gusto, y reparara un poco en aquella parejita, «única», que parecía puesta por Dios en aquel rinconcito de la tierra para eso sólo, para amarse y para unirse. Lita y su madre habían estado dos veces en mi casa después que yo estuve en la suya. Una de ellas, según me declararon, para pagarme la visita y saludar, de paso, a mi tío; y la otra, por mi tío solamente, cuya salud les interesaba mucho; además de que, como no podía salir de casa, iban a hacerle un rato de compañía, como siempre que lo permitían el tiempo y sus ocupaciones. Todo esto me lo afirmaba Lituca descubriendo las esmaltadas filas de sus blanquísimos dientes, en su lenguaje vehemente, retozón y admirativo, a la puerta del estragal y mientras sacaba sus pies, calzados con menudas zapatillas de abrigo sobre medias de color, de un par de almadreñas que parecían dos cáscaras de nuez. En aquella visita, lo mismo que en la anterior, yo, terco y emperrado en mi tema, le eché cincuenta veces al campo de la conversación disfrazado de mil modos, con el piadoso fin de observar qué cara le ponía Lita... y nada: ni un gesto, ni un punto arrebolado en las mejillas, ni la más insignificante señal en la nieta de don Pedro Nolasco de que había oído su corazón las llamadas que yo le hacía con el nombre de Neluco y los elogios de sus méritos: hablaba de él con el descuido y la serenidad con que podía hablar de su madre o de su abuelo. Lo cual me impacientaba a mí, como si fuera asunto de mi propia pertenencia, y en más de una ocasión me acometieron serias tentaciones de preguntarla derechamente y sin ambages ni rodeos: «¿se quieren o no se quieren ustedes? ¿Ama usted o no ama a Neluco?». Pero señor, ¿por qué tenía yo tanto empeño en que se amaran? O mejor dicho, ¿por qué le tenía tan grande en que quedara enseguida aquel punto bien esclarecido y deslindado?
Después, mi tío Celso, el alma y el centro de todo cuanto le rodeaba, con su energía indomable, sus cuchufletas singularísimas, su atención siempre fija en el modo de hacerme, ya que no divertida, llevadera la vida en su casa, y los cuidados a que me obligaban el parentesco y la gratitud para velar por él con especial esmero durante el tiempo de las humedades y de los grandes fríos, en el cual, según dictamen del médico, corría su vida los mayores peligros, por la índole de la enfermedad que padecía.
Y por último, su tertulia y mis libros, mis periódicos y mi correspondencia. Lo restante de ambos montones, algo de ello por su insignificancia, y otro poco por lejano, sólo podía considerarse como personajes decorativos y accesorios escénicos.
Cierto que con todas estas reservas de tan escasa importancia en relación con las necesidades de mi espíritu, se podía llegar hasta lo épico, consideradas como elementos de creación en la fantasía de un novelista ingenioso; pero tomadas en lo que eran y valían, como casos y cosas de la vida real y prosaica en un medio tan remoto, tan obscuro y tan aislado como aquél, ¿qué había de prometerme yo de ellas para en adelante? ¿Qué auxiliares contra mi enemigo temible podía esperar de aquel lado? ¿Qué podía venir de allí de lo que más necesario me era?
-¡Quién sabe!- me dije en conclusión de mis cavilaciones-. Por puntos más obscuros ha amanecido otras veces; si está de Dios que ha de venir algo, ello vendrá. Todo es cuestión de paciencia y de saber conformarse. Conque un poco de filosofía, y a esperar lo que viniere.