Peñas arriba/Capítulo XIII

Capítulo XIII

Hablando unos días después con Neluco de esta excursión, me dijo cuando vino al caso:

-Pues ahora necesita usted hacer otra, aguas arriba.

Respondíle que ya la había hecho con el Cura en una ocasión bastante reciente y de muy placentero recuerdo para mí. Replicóme que con don Sabas sólo había visto yo lo que le convenía a él que viera para los fines que llevaba, y yo necesitaba ver algo más, y aun estaba obligado a ello: por ejemplo, Promisiones.

-Atravesé todo el valle -respondí-, y conservo perfectamente su aspecto general en la memoria.

-No es bastante -me replicó el médico-. En ese valle hay un pueblo, que es el principal...

-Le vi también...

-De lejos.

-De lejos y de cerca tiene muy poco que ver.

-Exacto -dijo Neluco-; pero en ese lugarejo hay una casa solariega... la de los Gómez de Pomar, sangre de rancio abolengo que corre también por las venas de usted.

-Hombre -interrumpió aquí mi tío que estaba presente, mientras Neluco se sonreía como si se burlara de las mismas ponderaciones que iba haciéndome, que veas a Promisiones, bien está; que conozcas de vista la casona de los Gómez de Pomar, pase también; pero que lo que queda allí de esa sangre vieja valga la pena de meter su jocico en aquel estragal un cabayeru como tú... ¡pispaju! eso sí que lo niego a pies juntos.

-¡Pero si allí no queda gota de esa sangre, don Celso! -replicó Neluco.

-¡Mira a quién se lo cuenta! -respondió mi tío-. Pero de allí es la que queda... Dios sabe si en presidio.

-Yo me refería a la casa solamente...

-Que ni siquiera es de «ellos» ya... porque los sinvergüenzas desaforaos, la dieron por un pellejo de vino en cuanto faltó el baldragazas que los engendró en una osa montuna. ¡Cascajo! mala centella los parta en dos por los riñones.

-Y al fin y al postre, ¿qué viene a importarle ya esa caída a don Marcelo? ¡Le toca tan poco del parentesco!...

-Di que nada, ¡cuartajo! si te paez. ¡Los hijos de un sobrino carnal de mi madre!...

-¡Pues digo!... ni un galgo le alcanza ya... De todas maneras, si usted no quiere...

-¿Yo?... ¡A buena parte vas con el reparo!... ¡Vaya que me gusta!... No, no, lo que es por mí...

-Además, no se trata de eso sólo, que debe verse de pasada...

-¿Jacia ónde?

-Hacia otra parte... a otro sitio a que yo quiero llevarle... porque esa expedición ha de hacerla don Marcelo conmigo. Necesitaremos dos días.

-¡Larga va a ser, trastajo!

-No mucho; pero como debemos hacer noche allá...

-Pues si pensabas guardar el secreto del parador, no me des más señas de él, porque ya le he conocido...

-Es posible... Y como ahora hay en Tablanca peste de salud para muchos días, si don Marcelo está conforme y usted nos da su permiso...

-¿Yo?... ¡pispajo! Lo que yo quiero es que mi sobrino se explaye y entretenga a su gusto, para que no coja duda a la tierra de su padre... Eso bien lo sabe él... y también lo sabes tú... Conque, si en ello vos va diversión, bien hecho será, y antes con antes, por si el tiempo se cansa de ser bueno. ¡Ojalá pudiera yo ir con vosotros, aunque no fuera más que por dar un abrazo a ese buen amigo! Pero ¡ni salir a misa, cuartajo!...

-Ya saldrá usted, don Celso...

-Sí, con los pies pa-lante el mejor día...

Al subsiguiente de esta conversación emprendí la caminata con Neluco, los dos solos y a caballo: yo en el de siempre, bien repuesto ya de sus últimas fatigas, y él en otro rocinejo por el estilo, que era de su propiedad y tenía la costumbre, como caballo de médico, de pararse delante de todas las viviendas que hallaba al paso.

También madrugamos aquel día, y no poco, y también nos amaneció cerca del santuario próximo a la vadera, y también saludé a la Virgen, siguiendo el ejemplo que me dio Neluco, rezándola una Salve en latín. Es mucha la devoción que la tienen los tablanqueses y todos los habitantes de los pueblos comarcanos; y su fiesta, en el mes de agosto, de las más concurridas y celebradas de todas las de aquella región. La imagen tiene una leyenda que no me habían referido ni Chisco ni don Sabas, y conocí por Neluco mientras volvíamos a ponemos en marcha, descendiendo hacia la vadera. En tiempos muy remotos quisieron los tablanqueses sustituir con otra nueva y «de mejor ver» aquella misma Virgen que les parecía muy antigua, tanto que no se conocía su origen «en memoria de hombre». Acordada la sustitución, adquirieron la imagen que deseaban y la colocaron en el altarcillo después de retirar de él la antigua, a la cual enterraron con gran solemnidad, no sabiendo qué hacer de ella ni cómo honrarla mejor. Pero cuál no sería la admiración de aquellos piadosos montañeses al ver al día siguiente en el altar la imagen enterrada la víspera, y vacía su sepultura, sin hallar rastro ni huella por ninguna parte del mundo de la imagen nueva. Con este milagro patente se hizo más extensa y fervorosa la devoción a la Virgen resucitada, y en este grado, o muy poco menos, se ha conservado hasta la fecha.

Repitiendo el camino andado por mí en compañía de don Sabas, me pareció haber tardado menos que con él en llegar a Promisiones; ventaja que fue debida indudablemente a lo que me entretenía Neluco con noticias muy curiosas sobre cada palmo de terreno que pisábamos y le eran tan conocidos como los rincones de su casa. No los conocía menos el Cura, seguramente; pero aunque allá se andaban los dos en el modo de sentir y de saborear la tierra madre, eran más numerosos los «registros» del médico, y más varia, por consiguiente, la música de su conversación.

Ya en el valle, tomamos derechamente hacia el pueblo que había dado origen a la porfía entre mi tío y Neluco. El tal pueblo, de disperso y pobre caserío, ostentaba sobre el montículo más elevado de los varios que forman su escabroso término, un edificio cercano a la iglesia, que no abultaba más que él, como si hubiera querido lucir sin estorbos y para que fueran bien vistas de todos, propios y extraños, las únicas grandezas que posee. El edificio era del buen estilo «rico» montañés; de sillería de grano la fachada del Sur y una parte de la del Este, lo preciso para encuadrar en ella un balcón de púlpito con balaustrada de hierro; el resto, mampostería sólida con muy pocos claros de ventana. En la fachada principal, gran solana corrida de esquinal a esquinal, y encima de ella y del balcón del Este, sendos y ostentosos escudos de piedra de mucho relieve y rica talla; sobre todo ello, la pátina musgosa, la herrumbre y la polilla de los años y de la incuria, y grandes aleros de artesonado podrido con los canecillos derrengados. Aquella casa era la solariega de los Gómez de Pomar; y bien sabe Dios la tristeza conque la vi en estado tan deplorable, más que por simpatía de parentesco, por impulso natural de hombre honrado y de buen gusto. Habitábala un labrador, y de ello eran evidentes señales los montones de estiércol, la carreta y los aperos que se veían en la corralada y en el soportal, y el heno que asomaba por los agujeros de una de las desvencijadas puertas de la solana, entre los elegantes cercos de sillería. Salió de ella un buen hombre que nos vio mirarla por todas partes; y como resultó que conocía a Neluco, nos brindó muy cortés a que pasáramos a descansar, «si teníamos gusto en ello». El médico me pidió mi parecer con la mirada, y con un ademán le di yo la negativa. Me acordaba de algunos dichos de mi tío, particularmente el de haber sido vendida «por un pellejo de vino», y la lástima de antes se fue trocando en ira.

Continuando nuestro viaje, me dio Neluco algunos informes que yo le pedí, vivamente interesado en conocerlos después de lo que había visto en el pueblo, en el cual no nos detuvimos más de media hora.

La familia de los Gómez de Pomar nunca había sido tan rica de propiedades y de dinero como pagada de su alcurnia, achaque muy común en la Montaña. La bambolla de un hidalguete de aquella casta, que volvió de México a principios del siglo pasado, labró sobre los cimientos del solar antiguo la casa que acabamos de ver, con la mayor parte del dinero que traía. Con el resto y las haciendas que le pertenecían en el valle y en las inmediaciones, se empeñó en sostener el lustre de su familia, elevándola de golpe a una altura en que jamás habían vivido sus fidalgos antecesores. Logró su intento vanidoso, pero no sin muy considerables mermas y quebrantos en su caudal. Al heredarle su sucesor, heredó también una buena carga de censos y de hipotecas; y como en su no larga vida no pudo verse aliviado del peso de esta cruz, recibióla también sobre sus espaldas el que vino detrás de él; pero como le pesaba mucho, antes que morir agobiado por ella, prefirió quitársela de encima a todo trance. Y se la quitó, a expensas de lo más jugoso de su caudal. Así salvó lo restante, que empezaba a ser enredado poco a poco en las mallas inextricables del préstamo usurario. Era cuerdo el hombre, y ajustó las necesidades de su casa a la medida de lo que poseía libremente para sostenerlas. No trabajó las tierras con sus manos, pero pagó el trabajo de otros para vivir él de sus productos; y en su casa y en las accesorias de ella, donde siempre había reinado el silencio enervante de la holganza y de los grandes fastidios de la vanidad infanzona, comenzaron a oírse y a respirarse los ruidos de la actividad campesina, el cencerro del ganado y la fragancia vivificante y regeneradora de los frutos sazonados de la tierra. Mi abuela paterna alcanzó aquellos tiempos, los más venturosos de la familia de los Gómez de Pomar. Su padre era un señor a la manera de mi tío Celso: campechano y sin retóricas, sencillo hasta la rudeza, y noble y sano de corazón. No tuvo más que dos hijos: mi abuela y el mayorazgo. Éste resultó menos enérgico y laborioso que su padre; se casó con una medio señora campurriana, y tuvieron un hijo solo, y ése de pocas creces, enfermo y sin alientos para nada. Aquí empezó a flaquear la firmeza de la hasta entonces enhiesta medianía de la casa, mucho por la natural dejadez del padre, algo por no pecar de hacendosa la madre, y el resto por falta de estímulo en los dos para enmendarse en presencia de la ingénita apatía y mortal endeblez del hijo. El cual dio en la gracia de espigar un poco, precisamente cuando debía de haberse muerto, según los cálculos de sus padres, fundados principalmente en los reiterados dictámenes de todos los médicos y curanderos de cuatro leguas a la redonda. Con esto y con morirse aquéllos mucho antes de lo que creían, el huérfano recibió el caudal hereditario cuando menos lo pensaba, y con bastantes goteras, casi tantas como las que tenía la casa solariega, en la que no gastaron un maravedí en toda su vida los últimos señores de ella. En ese particular, lo propio hizo el hijo, atento solo, en los primeros años de su orfandad, al trabajo de reconstituirse, dándose todo el regalo que era compatible con su hacienda, aunque comiendo ya de la «olla grande». Como no salía de casa y se había propuesto arreglarse un completo plan de vida dentro de ella, se casó con la criada, una lebaniega cerril, siempre vestida de sayal y con «bocio». Tuvo de ella dos hijos como dos oseznos de Andara, de cuya educación no se cuidó cosa maldita: lejos de ello, les dio continuamente el mal ejemplo de su desgobierno, y muy a menudo el de las escandalosas reyertas matrimoniales provocadas por la lebaniega incivil, que era la estampa de la suciedad y el colmo del despilfarro. Al fin se murieron los dos, ella de una pulmonía doble y él de un derrame seroso, aunque fue voz corrida en el lugar que había acabado de una borrachera de aguardiente. Todo podía ser, porque es cosa demostrada que muy a menudo hacía méritos para ello. Los hijos, que eran unos perdidos a los diez y seis años, cuando entraron por la ley en libre posesión de lo heredado, ya debían más de las tres cuartas partes de ello. Eran borrachos, corretones y pendencieros, y daban más que hacer a la justicia en seis meses que todo el partido judicial en un año. Lo último que les quedó fueron la casa solar y unos cercados contiguos a ella; y como se lo tenían hipotecado a un tabernero del valle, a cuyas expensas comían y bebían últimamente, y al vencer el plazo de la deuda no tuvieron con qué redimirla, el tabernero se quedó con lo hipotecado, echólos de casa tan pronto como pudo, y metió en ella a un inquilino cargado de familia, pero que pagaba bien y cultivaba mejor las tierras que le dio también en renta. Al hombre aquél acababa de conocerle yo en la casa misma.

-¿Y los otros? -pregunté a Neluco en cuanto dio fin a su relato-. ¿Qué ha sido de ellos?

-¿De quiénes? -preguntóme él a su vez.

-De los dueños de la casa -respondí-; mejor dicho de los ex-dueños, de los dos perdularios que se la vendieron al tabernero por un pellejo de vino.

-Pues de esos ilustres vástagos de los Gómez de Pomar no sé nada cierto a la hora presente. Cuando se vieron en la calle, sin hogar, oficio ni beneficio, desaparecieron de aquí, y se supo que andaban por Andalucía buscándose el modo de vivir como el diablo les daba a entender. Al cabo de los años, volvió uno solo, no a su pueblo, sino a ese otro que está encalabrinado en aquella cúspide de enfrente, y al cual pienso que llegaremos en poco más de una hora. Allí, con el prestigio que le daba su apellido y la fanfarria que desenvolvió delante de la hija de un hombre de bien que tenía algunas haciendas, consiguió que éste se la cediera en matrimonio. Estableciéronse en casa aparte, y al poco tiempo de ello apareció su hermano en el lugar, pobre y mal vestido. Acogióle el matrimonio, como era natural. Por entonces los conocí yo siendo estudiante todavía, durante las vacaciones de verano, en la romería de la Virgen de las Nieves. Me parecieron de muy mala catadura, particularmente el mayor, en cuyo semblante de torva y recelosa mirada, lo mismo que en el resto de su persona, se veían las huellas y el estrago de todas sus malandanzas. El otro, el menor, que era el casado, tenía una palidez amarillenta, y unos ojillos de raposo, y una mueca de sonrisa, y un andar de sierpe venenosa, que estaban pidiendo el banco de crujía de una galera, y el corbacho de un cómitre desalmado. Decían los que reparaban en ellos por conocerlos bien, que los vigilaba mucho la Guardia civil; sería o no verdad; pero era indudable que ellos huían de la pareja que andaba en la romería, como el diablo de la cruz. Por aquellas calendas hicieron una visita a su tío de usted, don Celso; pero tenía éste entonces más bríos y más agallas que hoy, y respondió a su taimada exposición de necesidades en tales términos y en tal actitud, que no insistieron en su petición, ni han vuelto a parecer por Tablanca. Poco después se largaron otra vez por esos mundos a buscarse la vida, con gran contentamiento de todo el lugar, y hasta de la pobre mujer de uno de ellos. A principios de este otoño oí en Tablanca que había vuelto el casado y que por aquí andaba tan sinvergüenza y haragán como siempre; pero yo no le he visto, ni a nadie he oído hablar de él.

Con estas interesantes biografías y los comentarios subsiguientes, entretuvimos el camino, sinuoso y endemoniado, dejando por nuestra derecha la cuenca del río que distaba ya muy poco de sus fuentes.

Al fin, llegamos al pueblo, encaramado allá arriba como un nido de águilas, y me guió Neluco a la única hospedería que había en él: un casucho de mala muerte con un cuarto en el soportal, y en el cuarto un tosco mostrador y su correspondiente estantería con media docena de botellones y frascos de varios colores, algunos paquetes de cigarros y de cajas de cerillas, y media docena de vasos de otros tantos calibres; arrimado a la pared y sostenido por tres estacas sin labrar un tablón en bruto, de castaño abarquillado; delante y como a la mitad de este banco, una mesa de igual materia y del mismo estilo que él; sobre la mesa, un jarro y dos vasos medio desocupados de vino tinto, y, por último, sentados en el banco y con la mesa delante, dos hombres en los cuales ni el médico ni yo nos fijamos gran cosa por de pronto. Después, y mientras hablábamos con el tabernero, Neluco, que los tenía enfrente, me dio con el codo y me advirtió con la mirada que reparara en ellos. Hícelo con atención y vi que los dos tenían muy distinto pelaje del acostumbrado y corriente entre los aldeanos de aquellas comarcas: ofrecían todo el aspecto de los vagabundos famélicos de las ciudades; ambos llevaban la barba gris a medio crecer, y el ropaje obscuro y mugriento, con muy pocas señales de camisa. En el uno creí ver, o más bien recordar, rasgos de la pintura que me había hecho Neluco del Gómez de Pomar casado en aquel mismo pueblo. Las señas del otro no coincidían en nada con las que yo conocía del hermano soltero. Era todavía más innoble su cara que la de éste y más repulsivo el conjunto de su persona: tenía un chirlo en la nariz, que se la dividía casi por mitad, y un ojo medio borrado.

Se les conoció muy pronto que no les agradaba la insistencia con que los mirábamos Neluco y yo; y fuera por esto o porque ya nada tenían que hacer allí, apuraron el contenido de los correspondientes vasos, y se largaron haciéndonos un ligero ademán de saludo, pero sin decir palabra.

Entonces dejó bruscamente Neluco la materia que trataba con el ventero, reducida a saber qué podría servirnos para tomar un tente en pie, y comenzó a preguntarle por la casta de los dos parroquianos que acababan de salir. Resultó, en cuanto al uno, lo que yo me presumía y Neluco daba por indiscutible: que era el Gómez de Pomar casado allí; el otro había venido con él en los principios de octubre, y juntos vivían y de la misma olla comían desde entonces, como grandes y antiguos amigos que eran, a expensas y a despecho de la pobre mujer que a duras penas tenía lo más indispensable para que no se murieran de hambre los frutos de su desventurado matrimonio. Su marido faltaba pocas veces del lugar, y no pasaba ninguna noche fuera de él; las ausencias del amigo, sin ser muchas, eran más largas: solían durar dos o tres días. Preguntado el primero por su mujer..., y también por el alcalde, acerca de la procedencia, oficio, ocupaciones y planes del segundo, respondía que era un caballero perteneciente a una de las principales familias de Madrid, arruinado con los negocios de la Bolsa; había estudiado de joven para ingeniero de minas, y pasaba por muy entendido en ellas. Sabía, por informes adquiridos allá con otros inteligentes, que había una riquísima, de oro puro, en cierto sitio entre Tablanca y Promisiones; y en busca de ella andaba cada vez que salía del lugar, mejor dicho, la había encontrado al primer tanteo, porque eran infalibles las señas que traía: los otros viajes que iba haciendo eran para estudiar bien los filones y la manera de explotarlos. En cuanto acabara ese estudio que le robaba hasta el sueño, se volvería a Madrid para dar cuenta de todo a los capitalistas que habían de emprender las labores bajo su dirección, asignándosele a él, para remunerar su trabajo, la mitad de las ganancias.

A pesar de estos rumbosos informes, la Guardia civil le había pedido los papeles, igual que al último perdulario; pero como los llevaba en regla y no se metía con nadie, ni nadie se quejaba de él y le fiaba el vecino del lugar con quien vivía, no pasaban las cosas a más que a vigilarle de lejos, lo mismo que a su fiador, mientras en el pueblo se cerraban las casas al anochecer y no se dejaban, de puertas afuera, ni las gallinas en sus «albergaderos» provisionales. En cuanto al Pomar ausente, sólo se sabía de él, por referencias de su hermano, que andaba bien de salud y que no tardaría en llegar, porque habría en la mina de oro empleos de mucho lucro para los dos.

¡Morrocotudos consanguíneos me había encontrado yo en aquellas alturas de Cantabria! Tenía razón Neluco: merecían ser conocidos de cerca por mí el solar y los solariegos. Por este lado, no me iba dando el viaje motivos para renegar de él.

Tomando el tente en pie que nos sirvió el tabernero con excelente voluntad y poquísima limpieza, y reanimados los bríos de las cabalgaduras con no sé qué brozas nutritivas que se hallaron en el pajar de la taberna y en el granero de un vecino, volvimos a montar Neluco y yo para seguir nuestro camino, del que nos faltaba todavía lo más largo y lo peor, según el médico me dijo al cabalgar.

Dejado el pueblo atrás y comenzando ya a descender la cambera por la otra vertiente del monte, nos hallamos tope a tope con los dos comensales de marras, que estaban tomando el sol arrimados de espaldas a un vallado y apurando unas colillas. Entonces se trocaron los papeles en lo tocante a miradas: con ser mucha la curiosidad con que los miramos nosotros, fueron mucho mayores la fijeza y la intensidad de las miradas de ellos, sobre todo las dirigidas a mí, y especialmente la de mi consanguíneo. Ni siquiera nos honraron con el ademán cortés con el cual se despidieron en la taberna. Verdad es también que la cara que les pusimos nosotros no era para engendrar respuestas de cortesía. Al cruzarme con ellos llevé instintivamente la diestra a la cintura, donde tenía, debajo de la espesa cazadora, un revólver de seis tiros, y bien sabe Dios que no por recelo de los hombres. Neluco, que también le llevaba, pero en una de las pistoleras de su silla, se sonrió al observar el movimiento y conocer mis intenciones, y me dijo:

-No irán tan allá las cosas, esté usted seguro de ello. Necesitan vivir bien con la justicia hasta llegar a sus fines, si es que tienen alguno malo entre cejas; y si le tienen, no es de asaltar en despoblado al primer transeúnte que se les ponga a tiro. Sin embargo, no están de más las precauciones como las nuestras, aunque hayan sido tomadas contra las alimañas del monte, sin acordarnos de las vilezas de cierta casta de hombres desconocida en estos honrados valles. De todas maneras, prometo resarcirle a usted esta tarde y esta noche, pero muy cumplidamente, con impresiones más gratas, de los amargores que le va causando a usted en su paladar de hombre honrado nuestra jornada hasta aquí.

Pedíle a Dios que así fuera, y continuamos bajando y departiendo al acompasado gatear de nuestras firmes cabalgaduras.