Payadores editar

Hace muchos años, era grande la fama de Faustino Videla, como payador, entre el gauchaje del sur; pero, como ser payador, no era, por supuesto, oficio ni profesión, Videla, capataz en una estancia, sólo dedicaba a la guitarra y al canto los momentos de ocio que le dejaba su obligación.

Nadie le había enseñado a cantar ni a tocar el instrumento, sino que, como muchos otros, en la Pampa, había nacido con el don.

Hay guitarras insípidas, que ni siquiera son capaces de hacer bailar a la gente; hay guitarras fastidiosas que la ahuyentan; hay versos insulsos, hay otros peores; pero también hay gauchos cuyos cantos rebosan de poesía y de inspiración sin que jamás hayan sabido como se llaman las notas, ni oído más música que el monótono gemido del viento entre los pajonales, ritmado por el compás del galope de su pingo, ni hayan hojeado más libro que el de la naturaleza ruda y solitaria que les rodea, empapando su pensamiento en infinita melancolía.

Lo mismo ha de haber sido, en los tiempos de Homero, de los rapsodas que con él cantaban las hazañas de sus legendarios héroes; lo mismo hicieron los bardos galos; lo mismo, los trovadores de la Edad Media, al pasear de castillo en castillo, sus romances hermosos, llenos del estrépito guerrero de las Cruzadas o de los suspiros amorosos que engendraba la paz renaciente; así han hecho en muchos países, poetas primitivos, sin dejar, casi, de sus ingenuos y preciosos cantos, sino el tenue recuerdo de la tradición y algunos poemas escritos, de inspiración ya más literaria que genuina, para enseñar a las generaciones siguientes, más que su propio valor, el valor probable de lo que se han llevado, las alas del viento.



Descollaba entre todos los que, en su pago, podían aspirar al título de payador, Faustino Videla, y bastaba, que hubiera prometido asistir a una reunión, para que de la inmensa Pampa, al parecer, tan desierta, manase gente, y resultasen pocos los postes del palenque de la pulpería.

No dejaba de saberlo, y para hacerle el gusto a su amor propio, -ese amor propio de artista, que, calladito, se retuerce de gozo a la menor cosquilla, o de furor, por un inocente pellizco-, se complacía en llegar cuando la reunión estaba en su apogeo.

No llegaba tampoco sin cierto aparato teatral y bien se conocía, al verle con su traje todo negro, su rico pañuelo de seda, sus aperos y su tirador relucientes de plata, que no se consideraba como un gaucho cualquiera; y por fin tenía razón, pues todos a su talento rendían homenaje.

Tampoco se contentaba con la guitarra grasienta, sacrificada por el pulpero a las pasajeras expansiones poéticas y musicales de los gauchos ebrios; pobre guitarra pública, víctima resignada, paciente y sufrida confidente de payadores groseros, que más entendían de rajarla a golpes y de romperle las cuerdas, que de hacer vibrar lo que de alma le podía quedar.

Traía consigo bien envuelta en su funda, la compañera fiel, a quien nadie tocaba más que él, lustrosa, coqueta, de lindas voces, que sabía, con él, llorar sus penas, acompañar sus suaves cantos de amor, o bordonear, enérgica, los sangrientos cuentos rayados a puñaladas.

No le pidan cantos alegres; el payador no sabe reírse. Podrán los oyentes saludar de vez en cuando con una carcajada, alguna copla picante, irónica, que, como flecha aguda, se irá a plantar en el pellejo del prójimo; pero siempre será mueca más bien que risa, como la que sugiere el vinagre fuerte.

Poco cantará sus amores, porque sus amores son pocos, y nunca buscará su inspiración en ideales religiosos que ignora o desdeña. Pero rebosa su guitarra de décimas alusivas, que acarician o pinchan, alaban o critican, piden cínicamente ofrendas, o rechazan, orgullosas, las dádivas que desprecia; de sus cuerdas sonoras, caen, corriendo parejas, humildes lisonjas con ironías crueles, e indirectas lascivas que, al llamar el rubor a la frente de las muchachas, hacen fruncir las cejas de sus festejantes.

A los versos que adulan, seguirán los que chocan, y en el palabreo, ora gritón, ora sordo, lento, a veces, otras, apurado, y que a pasos iguales acompaña el zumbido de la guitarra, caberá, al lado del piropo galante a la buena moza codiciada, el epigrama velado a las uñas del juez de paz o al machete del comisario.

Y a pesar de no ser alegre la guitarra del payador, no por eso dejará de acompañar los mil graciosos bailes de la Terpsícore pampeana, para que se divierta la juventud. También se lucirá el verdadero payador, en los cantos de contrapunto, duelos de agudezas improvisadas, que tienen, para merecer los aplausos de la concurrencia, que salir ligeras, aladas y bien armadas.

Pero, más que en todo esto, sobresalía Faustino Videla en cantar con la guitarra en mano, las penas de la vida del gaucho, en coplas heroicas y sencillas, a la vez, llenas de dichos expresivos, chorreando a veces sangre y a menudo lágrimas, siempre impregnadas de esa tristeza pampeana que todo lo traspasa, seres y cosas. Y cuando un canto de estos empezaba, se recogían los auditores, como para pasar las horas escuchando, pues sabían que siempre eran cantos largos aquellos, de esos que no acaban y que tanto le gustan al gaucho; así les debían gustar a los griegos primitivos, sentados en rueda al rededor del fogón, donde lentamente se asaba el carnero entero, las interminables relaciones de la Odisea.



Se apeó Faustino. Sentado de sesgo en un banco de madera, con una pierna cruzada encima de la otra, está templando la guitarra. Ting, ting, tung, tung, ting; y al oír esto, todos han dejado la carrera que iban a correr, o la partida de bochas empezada, y hasta la taba, tan llena de atractivos, para venir, presurosos, a amontonarse en la pulpería, al rededor de él.

El cantor, impasible, sigue templando: ting, tung, ting; da vueltas a las llaves, hace sonar las cuerdas, toma un trago para aclararse la voz, prende un cigarro, y como es algo larga la cosa, las conversaciones poco a poco, vuelven a subir de tono... De repente, corrió por toda la sala un estremecimiento: las voces se callan; las copas, al medio alzar, se han vuelto a poner despacio sobre el mostrador, y solo la crepitación de un fósforo turba a ratos el silencio, ya solemne.

Una nota aguda, alta, gangosa, agria, ha desgarrado los oídos atentos, y muchas otras han ido siguiendo, desgranándose, trémulas, ligeras o lentas, de la garganta y de las narices del cantor, dominando con su tonada penetrante el incesante y sordo ting, tung, tung, ting de la guitarra; y todos los presentes han quedado como suspendidos de ese canto ingenuo que tan hondamente refleja en su poesía, sus propias ideas y sus sentimientos, y hasta el ambiente a la vez lastimero y bravío en que se mueven; canto que puede hacer sonreírse al recién venido, -lo mismo que al novicio, estas pinturas primitivas, de personajes tiesos y sublimes, expresión tanto más genuina del arte, cuanto más desprovista de artificio-: pero pronto oprime el corazón su tristeza profunda, y seduce a la vez el alma su inefable poesía.



Cuando Faustino Videla, quebrantado por la edad, ya no pudo trabajar, se iba de estancia en estancia, al tranquito del mancarrón, llevando la fiel compañera, -algo cansada también, la pobre-, y en cambio de sus cantos, más hermosos que nunca, a pesar de su voz temblona, pues no hay como las chicharras viejas para cantar lindo, le daban la hospitalidad.

-«¿Quánto vi pagano per cantire?» -le preguntó una vez, al verlo tan pobre, un calabrés, armado de un acordeón. Y la mirada altanera que, por toda contestación, dejó caer en él el gaucho viejo, fue la de un maestro del pincel a quien preguntaría un blanqueador de paredes cuanto gana por día.

El arte no tiene precio; cada sociedad, cada individuo lo tasa según su propio grado de cultura y de refinamiento. El hacendado o el comerciante, al dar al pobre vagabundo hambriento una presa de puchero, con un trago de ginebra y un cigarrillo, sólo hace la caridad; la verdadera remuneración del payador es otra: es el murmullo de admiración con que saludan sus cantos.