Pasionales
de Rafael Barrett


«La mato porque la amo».

¿Hay quien crea al insensato que esto diga? Sí, señor; y no sólo las porteras lacrimosas y las señoritas traslúcidas, sino una gran parte del ilustrado público y hasta los mismos jueces. ¡Ay del que mata por odio, por miedo o por hambre! ¡Bienaventurado el que mata por excesiva ternura! Si no completó armoniosamente el consabido «cuadro de horror» saltándose los sesos, vaya seguro a los Tribunales; el jurado, inclinándose ante la hazaña, pondrá en libertad al héroe, y las damas se interesarán por un tenorio tan bruto.

Asesinos se encuentran más interesantes. Wainewright, pintor y literato inglés, envenenó a su mujer porque esta señora tenía los tobillos demasiado gruesos. ¡Pobre pintor! ¡Cuántas indecibles torturas sufrió, él, tan artista, tan exquisito, al contemplar a todas horas la fealdad de los tobillos conyugales! Un jurado de estetas hubiera absuelto a Wainewright ¿no es cierto?, un jurado hipersensible, un jurado del porvenir.

¡Qué lejos estamos de la humanidad! Y, naturalmente, de la verdadera estética: el sentimentalismo de nuestro público y de nuestros jurados es el que trasudan Antony y cien dramones más; el de Dumas hijo, el moralista (!!) del famoso mátala; el sentimentalismo de ojeras pintarrajeadas y melenas sucias, envejecido, descompuesto, maloliente, repulsivo, después de sesenta años de majaderías peligrosas a todo corazón sano; el sentimentalismo de folletín. Por eso la página del código en que se autoriza y alienta al marido a sacrificar una mujer indefensa, no es a secas una de las manchas infames de la civilización; es, además, algo repugnante, cursi, lamentablemente melodrama barato.

Acabemos de arrancar su aureola embustera a los que, si no cedieron al más bestial y egoísta de los instintos, no pasaron de ser falsificadores de las nobles energías del alma, comediantes, histriones del sentimiento, payasos trágicos. ¿Compasión para ellos? ¡Oh, sí! Compasión a los enfermos, a los bárbaros extraviados entre nosotros. Compasión, mas no admiración. Y no dejemos de compadecer a los otros homicidas, más modestos y más perseguidos. No dejemos de compadecer sobre todo a las víctimas de la ferocidad sexual.

No habléis de las locuras del amor. ¡No! El amor es lúcido y sereno. El amor no mata. Lo bello, lo fuerte, no conduce jamás al asesinato. Los fuertes mueren tal vez, pero no matan. «Los que matan, como los que se matan, dice Gourmont, son débiles. Los que tienen algún vigor se alejan, sufren, meditan y viven». ¡Viven! No es la misión del amor quitar la vida, sino darla, engendrarla valientemente, alegremente, contra todas las barreras, todas las emboscadas, todas las traiciones, todas las catástrofes. ¿Qué es necesario para matar? Bien poca cosa: un arma y una cobardía. Basta el momento delirante, la chispa lanzada por la hoguera siniestra que arde en la oscuridad de las pasiones, el espasmo sombrío de un segundo. Para vivir es necesario el amor. Para esas vidas lentas, preñadas de paciencia y de cariño, para esas santas vidas largas, generadoras de lo grande, es indispensable el amor. El amor no desconfía, no se venga, no hiere; el amor siempre cree y perdona y vive y hace vivir.

«La mato porque no se me vuelve a entregar». ¿Es un amante el que así blasfema? ¿Amó algún día el que no consiguió despertar en otro el amor duradero y cesó él mismo de amar? ¿Temblaron algún día de amor las manos que hoy firmes apuñalean la carne adorada? ¿Amó siquiera un instante quien no vacila en desencadenar la angustia en el alma amada, y sin turbarse ve los espectros del terror en los ojos que él hizo triunfar antes de exaltación magnífica? El amor cruel es mentira. No hay amor donde no hay piedad. ¿Qué es el amor más elevado, sino una piedad devoradora? «La mato porque no la amo ya, porque nunca la amé». He aquí lo cierto, y si el matador, analizándose, supiera eliminar el falso prejuicio del honor, las punzaduras de la vanidad, el afán de lo notorio y mil razonamientos parásitos que acompañan a la explosión salvaje sin motivarla, descubriría en el convulsionado fondo de su conciencia esas larvas del tenebroso origen universal, que arrastran confundidos los gestos de la fecundidad y de la muerte.

Para el amor, elegir es respetar. El amor es esencialmente religioso; la luz que crea en torno de la mujer jamás se extingue. Por una ilusión generosa objetivamos los rayos invencibles cuyo centro está en nuestro espíritu, y se nos figura que amamos la belleza, cuando precisamente es la belleza lo que en nosotros ama. La mujer amada es intangible. Nos mentirá, nos atormentará, nos abandonará, si es posible que un amor profundo no sea recíproco, pero el resplandor inmortal seguirá iluminándola. El culto a la felicidad se habrá convertido en el culto al dolor, pero el templo estará en pie. La dulce fuente se habrá cambiado en fuente de amarguras, pero no se habrá agotado. Si no la dicha, la desdicha será nuestra razón de vivir y la explicación del universo. No renunciaremos a las sagradas ruinas. Preferimos un recuerdo melancólico a todas las tentaciones del presente y a todas las promesas de la esperanza. ¡Y en qué silencio, en qué intimidad secreta no resucitaremos del olvido, como Dios de la nada, las imágenes del joven amor y de la vida! Venturoso o no, el amor auténtico se oculta; el pudor es la mitad de su poesía. Un amante es un iniciado; no elevará en el arroyo el ara ni el altar. No expondrá al escándalo las embriagueces de su victoria, ni la liquidación de sus desastres. Quizá sucumba en un rincón, mas no representará gratis, ante la tribu reunida, una escena vulgar de quinto acto.

¡Matar! El amante de veras no mataría en ningún caso porque comprende que sería inútil. Es que el amor abre el entendimiento, revela lo invisible, y el seudo amante ignora que ante el amor la muerte es pequeña y transitoria. Sin embargo, el niño enamorado, al balbucear las eternas palabras, que a un tiempo se inventan y repiten, proclama la verdad: «Siempre te amaré». «Siempre nos amaremos». Siempre, es decir, no hasta la muerte, sino en la muerte y más allá de la muerte. Heine imita al niño: «En el día del juicio final, anuncia, los muertos se levantan, las trompetas les llaman a las alegrías y a las penas; en cuanto a nosotros, no nos inquietaremos de nada, y nos quedaremos acostados y abrazados». Y si para el amor la muerte no es un obstáculo, ¿cómo sería una solución? La muerte deja intactos los problemas de la vida.

En apariencia, fácil es hacer desaparecer al vivo. La cuestión es hacer desaparecer al muerto. Un cadáver se entierra, un fantasma, no. ¡Matar! Y ¿después? ¿Para qué cerrar la puerta al vivo durante el día, si ha de venir el muerto cada noche a sentarse en el borde de la cama?



Publicado en "El Diario", Asunción, 18 de setiembre de 1907.