Pasarse de listo: 22

Pasarse de listo de Juan Valera
Capítulo XXII
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Capítulo XXII

Paco Ramírez, entre tanto había buscado inútilmente a D. Braulio por mil partes y de mil modos.

Luego discurrió ir a casa del Conde de Alhedin.

El criado que le abrió la puerta le dijo que el Conde dormía con tranquilidad, que aquella no era hora de visitas, que él no le pasaba recado y que se exponía a que le tirase a la cabeza los libros, el vaso de agua y cuanto tenía sobre la mesita de noche.

Paco insistió, sin embargo, con tal brío, hablando de lo importante, urgente y sagrado del asunto que le traía a hablar con el Conde, que el criado, que dio la casualidad de que era su ayuda de cámara, se decidió al fin a llamar al Conde.

Bien advirtió Paco que la palabra mágica que le abría la puerta de aquel encantado recinto era el nombre de la señora de D. Braulio González, por quien dijo que venía enviado.

Fuese como fuese, le hicieron entrar en el despacho, donde aguardó más de media hora bramando de cólera e impaciencia.

El Conde, no obstante, había hecho prodigios inusitados de prontitud para vestirse.

Al cabo apareció.

Paco, que venía muy fosco contra él, se quedó pasmado de la afabilidad, llaneza y dulzura de aquel elegante, cuyo igual o parecido no había visto jamás en su lugar; pero cuando subió de punto su pasmo fue cuando, después de referir precipitadamente lo ocurrido, notó el vivo interés y la emoción profunda que agitaban el alma del Conde y que se retrataban en su bello rostro.

-Vamos a buscar a D. Braulio por todas partes, dijo; Dios querrá que demos con él. Doña Beatriz le quiere: es incapaz de faltarle. Yo le convenceré de la inocencia de doña Beatriz. ¿Quién será el autor del infame anónimo? Alguna malvada mujer. ¡Dios mío! ¡Qué horror! No me lo perdonaré nunca si ocurre alguna desgracia.

Dicho esto, el Conde dio órdenes a sus criados, escribió a los jefes de la policía, tomó, por último, el sombrero, y ya se disponía a salir él también en compañía de Paco a buscar al desesperado marido de doña Beatriz, cuando le anunció su ayuda de cámara que un dependiente de uno de los juzgados de Madrid traía para él una carta que debía entregarle en propia mano.

El dependiente entró en el despacho y entregó la carta al Conde.

Estaba cerrada y sellada con lacre.

En el sobrescrito reconoció el Conde con asombro la letra de D. Braulio.

Abrió el Conde la carta, no sin bastante zozobra, y temblándole las manos y con la cara demudada, leyó lo siguiente:

«Señor Conde: Yo no podía servir en el mundo sino de estorbo. Cuando reciba V. estos renglones el estorbo no existirá ya. Que la propia conciencia perdone a los que me han hecho padecer, como yo los perdono».

-¿Dónde se ha hallado esta carta?, preguntó el Conde.

El portador de ella contestó:

En el bolsillo de un hombre que hace media hora se arrojó de cabeza por el viaducto de la calle de Segovia. No sabemos quién es. Usted, señor Conde, nos dirá el nombre del difunto.

-Don Braulio González, dijo el Conde de Alhedin.

Cuando supo Beatriz la muerte de su marido, su dolor tocó en los límites de la desesperación; mas no le resucitó por eso.

Inesita estuvo también punto menos que desesperada.

El Conde, compungido por todas aquellas lástimas, se esforzó por consolar a Inés: todo le parecía poco para consolarla. Venció la oposición de su madre, que no gustaba de casamiento tan desigual, e Inés, al año de muerto don Braulio, fue Condesa de Alhedin.

Paco, que había quedado burlado en sus esperanzas, decía con este motivo:

-Inesita, por no ser fríamente calculadora, ha conseguido lo que con el cálculo frío no hubiera conseguido acaso: bien es verdad que, para conseguirlo, ha sido menester que don Braulio se mate.

Más de dos años vivió Beatriz, de viuda, con el más profundo y sincero duelo en el alma.

Se retiró al lugar de su nacimiento, donde hizo vida ejemplar y propia de una santa.

A la memoria de D. Braulio rendía verdadero culto.

Aquel beso, que estando él celoso y dormida ella, le dio D. Braulio, en vez de matarla, como pensaba, le sentía ella en lo íntimo del corazón y difundía en su espíritu suave y pura melancolía.

La modestia y el recogimiento de doña Beatriz hacían que gastase poquísimo en su persona, así es que le sobraba mucho, en proporción de su corta hacienda, y todo lo consumía en obras de caridad.

Paco Ramírez, testigo de todo esto, y única persona que veía a doña Beatriz en su soledad, acabó por enamorarse de ella perdidamente.

Ya hemos visto lo sensible que era doña Beatriz a que de ella se enamorasen. Primero, agradeció. Después luchó contra el recuerdo de D. Braulio una naciente inclinación. Por último, la pobre doña Beatriz no era de bronce; pasados más de los dos años, el amor nuevo venció los recuerdos del amor antiguo.

Paco y Beatriz se casaron: y Paco borró con besos, que dio a Beatriz despierta, la impresión al parecer indeleble de aquel beso tan poético que ella había recibido dormida.

Paco, algo recelosillo, como buen lugareño, se guardó bien de llevar a Madrid a Beatriz, no hiciera el diablo que se le antojase de nuevo que el Condesito estaba enamorado de ella seráficamente.

Este y su mujer siguieron siempre en la corte siendo dechados de elegancia.

Inesita, luego que pasó tiempo, filosofó con serenidad acerca de D. Braulio y explicó su muerte de un modo satisfactorio para ella.

Don Braulio se había suicidado porque era tétrico de carácter; porque tenía menos religión que un caballo; porque estaba desesperado de ser feo y enclenque; porque había cometido la imprudencia de haberse casado con mujer joven y hermosa; porque tenía el ridículo empeño de ser adorado, y porque el amor, que no tenía, por carencia de fe, para las cosas del cielo, le había puesto en algo de mundanal y finito que no lo merecía, empeñándose en revestir a este ídolo de calidades y excelencias que sólo a lo sobrenatural convienen.

En suma, Inesita daba por evidente que lo mejor que D. Braulio podía haber hecho era matarse.

No creemos que Inesita tuviese gran erudición clásica; pero, si la hubiera tenido, hubiera repetido a propósito de D. Braulio, cierto verso, me parece que de Homero, que dicen que declamó Escipión al saber la muerte de Cayo Graco, su sobrino, y que en mal romance y peor prosa se interpreta así: Perezca como él quien imitare su ejemplo.