Pasarse de listo: 13

Pasarse de listo
de Juan Valera
Capítulo XIII

Capítulo XIII

Confieso con la ingenuidad que me es característica, que he tenido tentaciones de pintar al Conde de Alhedin como a un seductor perverso, endemoniado y profundo en sus ardides y planes de guerra. De esta suerte, me decía yo, cuando iban ocurriendo estas cosas y yo mismo no estaba aún en el secreto, si doña Beatriz ha sido en efecto seducida, su caída tendrá cierta disculpa, y, si no lo ha sido, su triunfo será más glorioso y memorable.

No hay nada, sin embargo, que me repugne más que la mentira. Ni siquiera gusto de apelar a ella para escribir un cuento. Y como el Conde de Alhedin existe en realidad y yo le conozco y trato, se me hace cargo de conciencia presentarle diverso de lo que es, aunque sea envolviéndole en el velo del pseudónimo.

El Conde de Alhedin, dicho sea en honor de la verdad, no pasa de ser un buen muchacho, si hemos de juzgarle con el relajado criterio que en el mundo se usa.

El Conde de Alhedin dista tanto de ser un D. Juan Tenorio, como dista el cielo de la tierra. Jamás ha empleado engaño ni violencia contra soltera ni casada.

Doy además por seguro que, si hacía examen de conciencia, por muy severo y escrupuloso que fuese antes de la época de nuestra historia, no llegaría jamás a persuadirse de que él hubiese seducido a mujer alguna.

Hallando fácil y abundante cosecha de laureles entre las seductoras y ya seducidas, no tuvo el Conde la mala idea de extraviar a ninguna cándida e inocente doncella, o de turbar la santa paz de algún matrimonio modelo por lo bien avenido, ejemplar y amoroso.

Si en algunos casos reconocía el Conde que la seducción había sido mutua, en los más, con notable consolación de su ánimo, y con no corto menoscabo de su vanidad, el Conde no veía en su propia persona sino a la que padece; esto es, a la verdaderamente seducida.

Ni una sola de sus conquistas había tenido hasta entonces asomos de carácter trágico. No se acusaba el Conde de haber arrancado de frente alguna el luminoso nimbo de la santidad y de la pureza. No había mujer que hubiese descendido por él de un pedestal sagrado donde hubiera estado antes sin que jamás la tocase el lodo de la tierra; sin que se empañase en lo más mínimo la nítida blancura de la fimbria de su veste. O bien había sido el Conde uno de tantos, y no el primero en una serie más o menos larga y variada, o bien, si por dicha había sido el primero, el mismo diablo había allanado antes los caminos tan suave y aviesamente, que harto se podía dar ya por perdido lo que había que perder, y al Condesito sólo le remordía la conciencia como al joven filósofo de la fábula, por haber cedido con fragilidad al capcioso argumento que estos versos expresan:


Tómelo por su vida, y considere
Que otro lo comerá si no lo quiere.


Cuando me paro a meditar acerca de la virtud en grado heroico se me ocurre un pensamiento que me apesadumbra bastante.

Verdad que hay aún, y seguirá habiendo de seguro, guerras civiles e internacionales, revoluciones violentas, pestes, enfermedades y otra multitud de plagas con que Dios quiere y puede probar y ejercitar nuestra paciencia. Verdad que todos estamos condenados a morir, y no es chico mal la muerte, sobre todo cuando se la contempla desde la cumbre de la vida, en el pleno goce de la mocedad y del brío sano de nuestra primavera; pero en circunstancias normales, en la vida burguesa, ordenada y política que hoy se vive, es difícil, cuando no imposible, que aparezca o se dé en cualquier sujeto un caso de heroísmo, de sufrimiento extraordinario, de entereza sublime o de otra virtud magna y pasmosa, sin que aparezca o se dé, como motivo u ocasión en otro sujeto o en varios, un caso de vicio, o de maldad o de fiereza, no menos fuera de todo término razonable. Para que haya un Régulo, es menester que haya cartagineses; para que haya un sabio que beba tranquilo la cicuta, es menester que haya jueces inicuos que por odio a sus discreciones y sabidurías le condenen a beberla; y para que haya mártires que se dejen desollar o que se dejen asar a fuego lento en unas parrillas, es menester que haya tiranos tan empedernidos y atroces que los manden desollar o asar, porque no se prestan a adorar los ídolos, o por otra tontería por el estilo.

Ahora bien, no sé si por fortuna o por desgracia, pero es lo cierto, que malvados y pícaros en grado tan superlativo y extremoso van siendo más raros cada día, y por consiguiente la áspera senda de la virtud se va allanando y macadamizando, sin que aquellos que tienen virtud en dicho grado logren casi nunca ocasión propicia para lucirla, viéndose obligados a conservarla en estado latente allá en el fondo de sus corazones.

No quiero, pues, alterar la verdad de mi historia e ir contra esta ley del progreso humano, convirtiendo en un monstruo al Conde de Alhedin. Atengámonos a la verdad.

El Condesito, según he declarado ya, era un excelente chico, ligero, amigo de divertirse, muy tentado de la risa, pero mejor que el pan.

Su madre, la Condesa viuda, le idolatraba y le había mimado siempre; pero los mimos, lejos de pervertir las buenas naturalezas, las hacen mejores y más dulces; convierten la hiel en almíbar.

Para el Condesito era fácil ser bueno. Nada envidiaba. Todo le sonreía. Ya hemos dicho que poseía quince mil duros de renta, que era de buena familia y que gozaba de perfecta salud. No había ejercicio corporal en que no brillase: gran jinete, certero tirador de pistola, ágil y diestro en la esgrima, y valsador airoso y gallardo. Sus chistes eran reídos, sus discreteos celebrados. Todos le creían capaz de los negocios más serios, si llegaba algún día a emplear en ellos su tiempo y sus facultades.


Vivía el Conde con su madre, pero en un enorme caserón, donde gozaba de completa independencia. Así es que recibía amigos y visitas de varias clases sin que su madre, ni por acaso, tuviese que tropezar con ellas ni darse por entendida de nada.

La Condesa, sin embargo, no ignoraba la vida frívola y harto disipada de su hijo. La Condesa ansiaba que la abandonase, que se casase ya, y que, hecho todo un padre de familia, se mezclase en la política de su país y fuese un hombre de Estado.

La Condesa era una gran señora en toda la extensión de la palabra y muy al gusto antiguo. Estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, si bien conservando no pocos restos de su en otro tiempo admirada hermosura. Se vestía con severa elegancia y notable sencillez. Era religiosa sin afectación ni fanatismo. Y no estaba muy en contra de esto que llaman el espíritu del siglo, aunque lamentaba que la aristocracia española careciese de espíritu de clase, y fuese, por lo tanto, incapaz de ser contada como un elemento político, por más que, considerados aisladamente, no valgan menos bastantes individuos de los que a ella pertenecen que muchos de aquellos que se encaraman a las más altas posiciones y mandan y gobiernan, partiendo desde los más humildes puntos de la esfera social.

Ni por esto andaba desavenida la Condesa con la época en que vivimos, porque percibía claramente que la invasión y encumbramiento de plebeyos astutos venía muy de atrás y no era cosa del día. La aristocracia, creía ella, que dormitaba siglos hacía en dorada servidumbre, y que, contenta o resignada con vanas distinciones áulicas, dejaba el influjo y el mando a los Cisneros, los Pérez y los Vázquez, habiendo sido España una democracia frailuna, y ganando ahora con ser algo parecido a una mesocracia seglar.

La Condesa, al menos, sin que nosotros salgamos responsables de sus juicios, se explicaba así, de un modo sintético, la historia de su patria. Resultaba de aquí, que, de puro aristocrática y por odio a la democracia antigua, casi era la Condesa liberal y progresista. Prefería al dominio de un valido prepotente, a quien el monarca sacaba de la nada, el mando de esto que llaman clases conservadoras, en las cuales entraba por algo la suya, aunque mezclada con el instable remedo de la aristocracia de buena ley y con el furioso aluvión de injustificadas e improvisadas notabilidades.

En suma, y sea de ello lo que se quiera, la Condesa deseaba que su hijo no consumiese la mocedad toda en galanteos y diversiones, sino que se hiciese hombre formal y de pro, y añadiese a la nobleza heredada nuevo lustre y blasones con la adquirida por su talento y demás prendas personales.

Ya sabemos que el Conde había pasado el verano sin salir de Madrid. La Condesa no había salido tampoco.

Estamos en el mes de Octubre.

Casi todas las damas elegantes que habían ido a Biarritz, a Spa y a otros puntos, y que habían hecho una visita a París, estaban ya de vuelta de la expedición veraniega. Venían, como era natural, cargadas de galas y primores de Worth, de la Ferriére, de Alexandre y de otros artistas: galas que se disponían a lucir durante el invierno.

Entre estas damas expedicionarias y ya reinstaladas cerca de sus lares, se contaba la linda Adela, prima del Condesito. Era la bondad personificada sin frisar en tonta, y era además heredera única con esperanzas de ser más rica que su primo cuando heredase. La Condesa viuda quería casar con ella a su hijo.

Ya varias veces había procurado inducirle a que la pretendiera. Siempre había sido en balde.

Ahora, a los tres o cuatro días de haber llegado Adela, la Condesa llamó una mañana a su hijo a su cuarto, entre once y media y una, antes del almuerzo, y tuvo con él la siguiente importantísima conferencia.