Para no dar aguinaldos

El Museo Universal (1858)
Para no dar aguinaldos
de Carlos Rubio

Nota: se han modernizado los acentos.


PARA NO DAR AGUINALDOS.

A mis manos ha llegado, querido lector, el siguiente fragmento de un diario escrito por un descendiente del ávaro para quien un poeta francés hizo el conocido epitafio

Cy git dessous ce marbre blanc
Le plus avare homme de Rennes
Qui trepassa le dernier jour de l'an
De peur de donner des etrennes.

Un abuelo de este mozo fue el que enseñó al cardenal Dubois a decir a su criado cuando le felicitaba las Pascuas.

—Te regalo de aguinaldo todo lo que me has robado durante el año.

Publico este fragmento por si alguno de mis lectores quiere aprovecharle. Dice así:

día 24 de diciembre de 185...

Apenas sonaron las siete en el reloj de san Juan de Dios (reloj que cito, no por su exactitud, sino por su proximidad a mi casa), entró a despertarme mi criado, activo por primera vez en el cumplimiento de su obligación, y arrugando sus lucios carrillos y ensanchando su boca, que dejó ver dos filas de dientes semejantes a los de un perro de Terranova, todo para fingir la sonrisa más estúpida posible, dijo:

—Je... Felices Pascuas señorito... je...

Y al mismo tiempo alargó la mano como el pobre que pide una limosna. Este movimiento me hizo comprender mi situación.

El « Felices Pascuas » de mi criado era el primer tiro del fuego graneado que iba a llover sobre mi bolsillo durante todo el día, he dicho mal, desde aquel momento hasta el día de Reyes inclusive.

El «felices Pascuas» de mi criado quería decir:

«En vista de que durante el año que está expirando me ha vestido y mantenido V. a cuerpo de rey, a más de pagarme el salario estipulado por los servicios que no he hecho; en vista de que durante este año no ha pasado un solo día sin que le dé a V. un disgusto, ya perdiendo sus manuscritos, ya rompiéndole los juguetes de china colocados en el velador o la chimenea, que en más estima tenía, ya olvidando echar al correo las cartas que a este fin me entregaba, ya rompiéndole la ropa so pretexto de limpiarla, ya armando riñas con los criados de los demás vecinos, ya inventando y poniendo en ejecución otras mil diabluras que sería prolijo enumerar, pero que V. ha tenido que pagar instantáneamente; en vista de que durante este año ni un solo día he dejado de sisarle; en vista de que durante este año, ni un solo día he dejado de contar los defectos de V. a cuantas personas han querido oírme, añadiendo siempre a la pintura de ellos algún detalle ridículo, por aquello de que

................el pintor
siempre añade alguna cosa

que decía Moreto; en vista de todo esto tenga V. la bondad de darme una gratificación.

Y detrás de esta notificación había de venir indudablemente la de la cocinera:

« Puesto que durante el año que está próximo a concluir no he guisado ni un solo día a gusto de V. y que si algun plato he sacado de la cocina que fuese pasadero ha sido sin malicia y arrepintiéndome, tenga V. la bondad de darme una gratificación.

Y la de la ama de cria:

« Puesto que desde que tengo a mi cargo el niño de V. le he hecho pasar más dolores que las ánimas benditas pasan en el purgatorio, ya teniéndole hambriento, ya dándole mala leche, ya castigándole porque V. no satisfacía mis caprichos, ya olvidándole por atender a mis diversiones, deme V. una gratificación.

Y la de la niñera:

« Constándole a V. que su hijo tiene dos chichones más y un ojo menos por haberle yo olvidado mientras oía las palabras acarameladas de un mocito que me fingía amor para introducirse en la casa y robar a V. cuanto tiene, creo que no vacilará V. en darme una gratificación.

Y la de mi esposa:

«Pues con los zelos que te di con mi primo el oficialito, te produje un ataque cerebral que te puso al borde del sepulcro, ¿no me harás algun regalito?»

Y las de mis sobrinos:

« Puesto que no dejamos cosa a vida en casa de V., ¿no merecemos un aguinaldo?»

Y la del médico:

«Puesto que en mi no consiste que viva V. todavía, pues le he recetado siempre los medicamentos más a propósito para enviar a V. al otro mundo, ¿no merezco una expresión?

Y la del barbero:

«Creo que no vacilará V. en gratificarme, pues tres días por semana le he hecho sufrir lo que sufrido una vez por san Bartolomé, fue suficiente para que ganase el cielo.

Y la del repartidor:

«Pues traigo a V. tarde el periódico todos los días, porque me entretengo en leerle en el camino y le dejo leer a mis amigos, y puesto que hoy le traigo a V. unos versos que para anonadarle ha compuesto a instigación mía un escritor malévolo, creo que no dejará V. de darme para echar un trago.

Y el preceptor de los niños:

«Probado que en mí no consiste, si en los hijos de V. dura aun la pertinaz y funesta manía de pensar, sino en la terquedad con que ellos han nacido, porque he puesto en planta cuantos medios estaban a mi alcance para acabar con su sentido común, ¿no mereceré un regalito?»

Y la del aguador:

« Puesto que dejo a V. sin agua todo el verano. ¿No se acordará V. de mí?»

Y la del portero:

«Puesto que doy a todos los que vienen a la casa las señas del cuarto de V. para que le incomoden, puesto que digo que no está a sus amigos y que está a sus acreedores, puesto que sirvo de tercero a su esposa y a sus hijas, puesto que leo el periódico antes de que se le suban, puesto que ejerzo el derecho de regium excequatur sobre toda su correspondencia, puesto que murmuro de V. con todo el barrio, bien merezco una propina.»

Y la del sereno:

«Pues no conozco a V. ni de vista y no sabe V. de mí en todo el año, hora es que se acuerde de gratificarme.»

Y la del barrendera:

«Pues cuando va V. por la calle le ensucio, págueme V.»

Y la de...

Pero sería el cuento de nunca acabar.

Yo, como he dicho, comprendí mi posición desde que oí a mi criado y resolví tomar una decisión heroica.

—Toma, le dije alargándole un napoleon.

Mi criado se sonrió aun más estúpidamente que antes y guardándose la moneda y haciendo una entre cortesía y contorsión murmuró...!

—Muchas gracias, señorito... je...muchas gracias!

Dicho lo cual se dispuso a salir.

—Espérate, bárbaro, le grité, no he acabado aun.

El pobre mozo sospechó por un momento, sin duda que le iba a mandar comprar alguna cosa y que para este fin le había dado el napoleón porque le vi palidecer y echarme una mirada recelosa y feroz, como la que un perro hambriento lanza al que intenta arrancarle un pedazo de carne de entre los dientes.

Yo fingí no observar nada de esto y proseguí:

—¿Hay en casa polvos de matar chinches?

—Si, señorito.

—Tráemelos.

Mi criado obedeció y cinco minutos después tenía yo en mi poder una magnífica caja de polvos insecticidas que extendí cuidadosamente delante de la puerta de mi despacho.

—Los que vienen a pedir el aguinaldo pensaba yo, son importunos, los importunos pertenecen a la familia de las chinches, luego los polvos insecticidas deben acabar con ellos.

Mi criado me miraba afanado en mi tarea sin comprender palabra, pero riéndose por lo mismo.

—¿Qué haces ahí? le grité.

—Esperando a saber si me manda algo.

—Qué te quites de delante.

Al oír esta orden dada con el tono más imperativo y peor humorado posible, el mozo echó a andar y salió de la habitación habiendo pisado antes mi alfombra polvorosa.

Al verle salir lancé un grito de estupor.

¡Había salido incólume!

Esto quería decir o que los importunos aunque son de la familia de las chinches, forman una especie aparte contra la cual no tienen poder los polvos insecticidas o que la atmósfera venenosa que las exhalaciones de mis polvos formaban, semejante a la de la famosa fruta del perro de Nápoles, no se elevaba a una altura suficiente para producir efecto en las chinches antropomorfas.

¿Qué hacer pues?

Si yo hubiera tenido la habilidad de Bosco que entregaba el dinero y le volvía a su bolsillo sin que lo notase la persona a quien tomaba por objeto de su prestidigitación, si yo hubiera entendido algo de magia blanca o hubiera estado iniciado en los misterios de la negra, mi situación hubiera sido fácil; pero en todas estas habilidades soy el ser más ignorante que come pan; aunque hay personas muy competentes y muy imparciales, como mi abuela por ejemplo, que me tienen por instruido.

Tuve un momento de postración en que exclamé con Figaro.

—¡Cuán tontos son los hombres de talento!

Pero de pronto iluminó mi cerebro una fecunda idea.

Yo leí cuando iba al colegio que cierto caballero, muy aficionado a la literatura y muy perseguido de acreedores, circunstancias que una larga experiencia ha probado no se excluyen jamás, se vengaba de los que iban a pedirle dinero leyéndoles sus producciones, con cuyo artificio lograba al par que tener un público, lo que de otra manera le hubiera sido imposible, espantar a cuantos le habían prestado alguna cantidad.

Yo tenía una tragedia en cinco actos, tan poco representada en nuestros teatros como las de Sófocles, pero al mismo tiempo tan mal escrita como un drama de Bouchardy. Esta tragedia era mi orgullo, me había valido muchos plácemes de mi maestro de retórica, dómine clásico que solo escribía versos bucólicos, y me servía para darme tono de autor dramático con mi mujer a quien había tenido la prudencia de no dejar leer un solo verso.

Acudí a mi escritorio y saqué el manuscrito.

En seguida me arrellané en el sillón y esperé como el artillero que, junto al cañón cargado de metralla, espera con la mecha en la mano la aproximación de los enemigos.

Los míos no se hicieron esperar.

El barbero, suavizando la navaja en la palma de la mano; la niñera haciendo saltar a mi chiquitín y gritándole:—Pide el aguinaldo a papá; mi mujer, trayéndome una flor de mano, obra suya destinada a servir de lo que los regalos de las monjas que dan un bizcocho para obtener en cambio un celemín; el repartidor con un tarjetón en que decía:

Como un besugo en las ascuas,
Señor suscritor estoy
Y sin embargo le doy
A usted las felices pascuas;

El sobrinito tocando el tambor, la sobrinita tocando la chicharra, el aguador con su cuba, el sereno con su chuzo, el barrendero con su escoba, todos en ademán hostil vinieron sobre mí como las tropas de Borbón fueron en otro tiempo sobre Roma, como las de Cisneros fueron sobre África...

—Felices Pascuas.
— Felices Pascuas.
— Felices Pascuas.

Tal era el grito general.

Yo les dejé acercarse impasible y solo cuando estuvieron a tiro, cuando estuve seguro de que no se me podian escapar, dije:

—Me alegro de ver en mi despacho personas de tan diferentes clases y de educación tan diversa. Esto es un verdadero público en que las mujeres pueden juzgar con el corazón y los hombres... con el buen sentido que el inmortal Moliere había descubierto en su criada, ¿todos sois mis amigos? ¿todos me queréis bien?

—¡Sí, sí! exclamaron todos.

¿Cómo habían de decir no, si esperaban el aguinaldo?

—Pues bien, sentaos y escuchad, voy a leeros una tragedia.

El asombro fue general. Miráronse unos a otros como preguntándose si me habría vuelto loco; pero se sentaron todos excepto la niñera, que so pretexto de hacer callar al niño que de improviso empezó a llorar, salió de la habitación.

—Señores, continué, la primera escena de mi tragedia pasa en el bosque de Roma antigua, consagrado a la diosa Strenua, de donde traen su origen los aguinaldos (etrennes que dicen los franceses). Cortábanse algunas ramas de este bosque el primer día del año y se guardaban como amuletos; después, como amuletos también se regalaban por los clientes a los paironos, más tarde, a estas ramas sagradas, se añadieron otros presentes, pero siempre se hacian los regalos del inferior al superior, de modo que, si esa costumbre siguiera, vosotros seriais los que tendriais obligación de darme el aguinaldo.

—¡Qué tontos eran los paganos! dijo mi sobrino. —Nosotros, por diferenciarnos de ellos, seguimos la costumbre contraria, dijo el dómine.

Yo proseguí.

ESCENA PRIMERA.

Lucrecia y Pablo.

Pablo. Del aguinaldo la costumbre antigua.
Es para los cristianos perniciosa

Leí largo rato, y semejante a aquel predicador cansado que recitaba su sermón con los ojos cerrados, y cuando los abrió se encontró solo en la iglesia, cuando terminado el primer acto, levanté la vista, me encontré solo con el aguador. Mis demás oyentes habían desaparecido. El aguador dormía.

Es mi solo enemigo, dije, y por un momento tuve intención de recoger del suelo una buena dosis de polvos insecticidas y hacérsela aspirar, pero me detuvo la reflexión de que por la imperfección de nuestras leyes penales estaba expuesto a que considerasen los tribunales su muerte como un asesinato.

Le cogí por un brazo, le sacudí con fuerza y él despertó diciendo—Felices Pascuas.

Le puse en la mano una peseta y me dejó en paz. Luego he sabido que se marchó a la taberna, donde sobre-vino una pendencia que le costó algunos meses de cárcel; gran ejemplo para los que piden aguinaldos.

En cuanto a mi familia, ninguno de sus miembros me los ha vuelto a pedir; pero todos me han puesto una cara y me han tratado de un modo, que casi hubiera sido mejor para mi habérselos dado.

Pensando en eso me acosté aquella noche y me hallaba sumido en ese indefinible letargo que precede al sueño, cuando me pareció que los muebles de mi habitación hablaban....

Yo había oído explicar este fenómeno a un alemán, pero siempre le había calificado de preocupación. Ahora puedo certificar el hecho.

Oí distintamente a mi sillón que decía:

—Buena treta ha jugado mi amo a los que le pedían aguinaldos.

¡Ba! contestó mi bastón, tenía otro medio más breve de salir de apuros.

—¿Cuál?

—Llamarme en su auxilio...

¡Mi bastón, aunque de camueso, decía verdad!


Carlos Rubio.